Quizá esté loco, pensó juliana. Una verdadera ironía… Quizá tuviese que hacer ahora de veras lo que había fingido muchas veces. Defenderse con el judo. Para salvar su… ¿virginidad? La vida. Pero lo más probable era que Joe fuese un pobre trabajador inmigrante con delirios de grandeza; quería divertirse a lo grande, gastarse todo el dinero, disfrutarlo de veras… y volver luego a la monotonía cotidiana. Y necesitaba una muchacha para eso.
—Muy bien —dijo —Llamaré al gimnasio.
Mientras iba hacia el pasillo Juliana pensó que Joe le compraría unas ropas caras y luego la llevaría a un hotel de lujo. Todos los hombres deseaban tener una mujer muy bien vestida antes de morir, aunque tuviesen que comprarle la ropa ellos mismos.
Quizá esto fuera el sueño de toda una vida para Joe Cinderella. Y Joe Cinderella era astuto. Había acertado; ella le tenía un miedo neurótico a los hombres. Frank lo sabía, también. Por eso se habían separado; por eso ella sentía, todavía ahora, esta ansiedad, esta desconfianza.
Cuando Juliana volvió del teléfono, encontró a Joe metido de nuevo en la lectura de La langosta con el ceño fruncido, sin prestar atención a ninguna otra cosa.
—¿Cuándo me dejarás leerlo? —preguntó Juliana.
—Quizá mientras manejo —dijo Joe sin alzar los ojos.
—¿Manejarás tú? ¡Pero es mi coche!
Joe no replicó; continuó leyendo.
Robert Childan alzó los ojos desde detrás de la caja. Un hombre alto, flaco, de pelo oscuro, entraba en ese momento en la tienda. Llevaba un traje un poco pasado de moda y traía una cesta en la mano. Un vendedor. Sin embargo, no tenía la sonrisa confiada de costumbre, y sí una expresión morosa y torva en la cara cariácea —Parece más un plomero o un electricista, pensó Childan.
Cuando el cliente dejó al fin la tienda, Childan llamó al hombre. —¿Representante de quién?
—Joyería Edfrank —farfulló el hombre. Había puesto la cesta sobre un mostrador.
—Nunca oí hablar. —Childan se acercó mientras el hombre desataba la tapa de la cesta y la abría con muchos movimientos inútiles.
—Forjadas a mano. Todas piezas únicas. Todas originales. Bronce, cobre, plata. Hasta hierro forjado.
Childan echó una ojeada a la cesta. Metal sobre terciopelo negro. Piezas raras.
—No gracias. No es mi línea.
—Son muestras auténticas de artesanía americana. Contemporáneas.
Meneando la cabeza, Childan volvió a la caja registradora.
El hombre se quedó un tiempo junto al mostrador moviendo las bandejas de terciopelo y la canasta. No sacaba las bandejas ni las guardaba de vuelta; no parecía tener ninguna idea acerca de lo que estaba haciendo. Se cruzó de brazos. Childan lo observaba pensando en los problemas del día. A las dos tenía una cita para mostrarle a un cliente un juego de copas primitivo. Luego a las tres los laboratorios le devolverían otra partida de artículos que acababan de pasar por las pruebas de autenticidad. En el último par de semanas, y desde el desagradable incidente con el Colt 44, había mandado a examinar un número cada vez mayor de objetos.
—Esta pieza no es enchapada —dijo el hombre de la canasta mostrando un brazalete—. Cobre sólido.
Childan asintió con un movimiento de cabeza. El hombre se quedaría allí un rato, revolviendo las muestras, pero al fin se iría.
Sonó el teléfono. Childan contestó. Un cliente pedía noticias acerca de una silla mecedora antigua, de mucho valor, que Childan había enviado a arreglar. El trabajo no estaba terminado, y Childan tuvo que contar una historia convincente. Mirando el tránsito de la calle a través del escaparate de la tienda, habló un rato apaciguando y tranquilizando. Al fin el cliente pareció satisfecho, y se despidió.
No hay ninguna duda, pensó Childan, mientras colgaba el tubo. El asunto del Colt 44 lo había perturbado considerablemente. Ya no estaba tan seguro de la calidad de las mercaderías que tenía en la tienda. Descubrimientos de este tipo traen siempre consecuencias, y están relacionados con los años de la infancia en que se abren los ojos por vez primera a los hechos de la vida. Muestran, meditó Childan, los lazos que nos unen a los años tempranos, no sólo los relacionados con la historia de los Estados Unidos, sino también con los de la propia vida. Como si alguien pudiera cuestionar de pronto la autenticidad de nuestra propia partida de nacimiento, o la impresión que nos ha dejado nuestro padre.
Quizá, por ejemplo, no recordaba de veras a F. D. R. Tenía de aquel hombre una imagen sintética, obtenida por destilación de distintas conversaciones. Un mito implantado sutilmente en los tejidos cerebrales. Como, se dijo, el mito de Hepplewhite, o el mito de Chippendale, o mejor aun como esas líneas que dicen Abraham Lincoln comió aquí y utilizó estos viejos cubiertos de plata. Nadie puede comprobarlo, pero el hecho sigue en pie.
En el otro mostrador, el hombre movía aún de un lado a otro las muestras y la canasta.
—Hacemos piezas a pedido —dijo—. Si algún cliente de usted tiene ideas propias.
El hombre había hablado con una voz ahogada: Carraspeó, echándole una ojeada a Childan y luego a la pieza de joyería que tenía en la mano. No sabía cómo irse, evidentemente.
Childan sonrió y no dijo nada.
No es mi responsabilidad, pensó; que él decida cuando saldrá de aquí, para volver o no volver.
El hombre se sentía incómodo, sin duda, pero nadie lo obligaba a vender de puerta en puerta. Todos sufrimos en esta vida, reflexionó Childan. Yo por ejemplo. Tratando todo el día con japoneses como Tagomi. Basta que me hablen con una voz un poco distante para que yo me sienta desgraciado.
En ese momento se le ocurrió una idea. El hombre, obviamente, no tenía experiencia. Quizá podía sacarle alguna mercadería en consignación. Valía la pena intentarlo.
—Eh —dijo Childan.
El hombre alzó enseguida los ojos, y miró fijamente a Childan.
Childan se acercó con los brazos todavía cruzados, y dijo: —Parece que tendremos una media hora tranquila.. No le prometo nada, pero podemos ver alguna cosa. Aparte esos exhibidores de corbatas.
Asintiendo, el hombre preparó el mostrador. Abrió la canasta y sacó otra vez las bandejas de terciopelo.
Me mostrará todo, pensó Childan, y tardará una hora entera, entre ajetreos y ajustes, esperando, rezando, mirándome continuamente de reojo para ver si tengo algún interés. No tengo ningún interés.
—Cuando haya sacado las piezas —dijo Childan —les echaré una ojeada, si no estoy demasiado ocupado.
El hombre trabajaba febrilmente, como incitado por las picaduras de un tábano.
Unos clientes entraron en la tienda, y Childan les dio la bienvenida. Se puso a atenderlos, y olvidó al vendedor que trabajaba con las piezas. El vendedor, reconociendo la situación, se movía ahora más lentamente, tratando de no hacerse notar. Childan vendió una bacía de barbero, una alfombra, y recibió un adelanto por una manta tejida. Pasó el tiempo. Al fin los clientes se fueron. Childan y el vendedor se quedaron otra vez solos en la tienda.
El vendedor había terminado. Todas las joyas de muestra estaban ahora en bandejas de terciopelo, sobre el mostrador.
Robert Childan se aproximó ociosamente al mostrador, encendió un País de las Sonrisas, y se quedó allí, hamacándose sobre los talones, canturreando entre dientes. El vendedor estaba callado.
Al fin Childan extendió una mano y señaló un alfiler de corbata.
—Me gusta eso.