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El vendedor dijo con una voz rápida: —Una pieza excelente. Ninguna irregularidad en la superficie. Labrada enteramente a mano, y nunca se empaña. La hemos cubierto con una laca plástica que durará años. La mejor laca industrial que pueda encontrarse hoy.

Childan asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Lo que hemos hecho aquí —dijo el vendedor —es adaptar técnicas industriales ya probadas a la fabricación de joyas. De acuerdo con nuestras noticias, nadie lo ha hecho antes. Ningún molde. Metal y soldadura. —Hizo una pausa —Las partes de atrás han sido soldadas del mismo modo.

Childan tomó dos brazaletes. Luego un alfiler, y otro alfiler. Los tuvo un momento en la mano, y los puso a un lado.

El vendedor hizo una mueca, animándose.

Examinando la tarjeta del precio en un collar, Childan dijo: —Es este…

—Precio de venta al público. Para usted un descuento del cincuenta por ciento. Y si compra alrededor de unos cien dólares, digamos, le damos un dos por ciento adicional.

Childan separó otras piezas, una a una. El vendedor parecía cada vez más agitado. Hablaba más y más rápidamente, repitiéndose al fin, hasta diciendo cosas sin sentido, todo en voz baja, y anhelante. Está seguro de que va a vender algo, se dijo Childan, pero continuó eligiendo piezas con una actitud de indiferencia.

—Una pieza excepcional —murmuró el vendedor mientras Childan terminaba de elegir separando un par de pendientes—. Creo que ha apartado usted lo mejor. Todo lo mejor. —El hombre rió. —Tiene usted realmente buen gusto.

Los ojos del vendedor chispeaban. El hombre estaba sumando mentalmente lo que Childan había elegido. El total de la venta.

—Nuestra política —dijo Childan —en el caso de mercadería todavía no probada es trabajar en consignación.

Durante unos segundos el vendedor no entendió. Dejó de hablar, y miró fijamente a Childan, sin entender.

Childan le sonrió. —En consignación —repitió el vendedor al fin.

—¿Prefiere no dejarla? —dijo Childan.

El hombre balbuceó.

—Quiere decir que se la dejo y usted me paga después cuando…

—Dos tercios del precio de venta son para usted. Cuando las piezas se venden. Las ganancias de usted son mayores de este modo. Tendrá que esperar, por supuesto, pero… —Childan se encogió de hombros. Es usted quien decide. Exhibiré la mercadería en el escaparate, si es posible. Y si hay movimiento, quizá más tarde, dentro de un mes por ejemplo, con el próximo pedido… Bueno, quizá el horizonte se haya aclarado entonces, y podamos comprar algo en firme.

El vendedor ya se había pasado bastante más de una hora mostrando la mercancía, y había vaciado toda la canasta. Las muestras estaban ahora desordenadas en montones sobre el mostrador. Poner todo en su sitio, llevaría otra hora por lo menos. Hubo un momento de silencio en la tienda.

—Estas piezas que usted ha apartado —dijo el vendedor en voz baja, ¿son las que usted quiere?

—Sí, puede dejarlas todas. —Childan fue hasta la oficina, en la trastienda. —Le firmaré un comprobante. Así sabrá usted qué piezas quedan aquí. —Childan regresó con unos papeles y continuó: —Ya sabrá usted que cuando tomamos mercadería en consignación la tienda no se hace responsable por robo o daños.

Le dio a firmar al vendedor una hoja mimeografiada. La tienda no aseguraba la devolución de las piezas. Si luego faltaba alguna, entre las no vendidas, habría que atribuirlo a un robo, se dijo Childan. Siempre había robos en las tiendas. Especialmente cuando eran artículos pequeños, como joyas.

Robert Childan no podía perder de ningún modo. No le pagaba al hombre, no invertía ningún dinero. Si vendía algo obtenía una ganancia. Si no vendía devolvía todo —o lo que se podía encontrar —más adelante, en una fecha incierta.

Childan hizo una lista de las piezas. La firmó y le dio una copia al vendedor.

—Llámeme aproximadamente en un mes —le dijo al vendedor—. Para ese entonces ya tendremos una idea.

Llevándose las joyas que había separado, Childan se encaminó a la trastienda, y dejó al vendedor ocupado en la tarea de recolectar el resto de la mercancía.

No pensé que aceptaría, reflexionó Childan. Nunca se sabe. Por eso mismo siempre vale la pena probar.

Cuando alzó otra vez los ojos, vio que el vendedor estaba listo para irse. Tenía la canasta bajo el brazo y el mostrador estaba vacío. Se acercó a Childan, extendiéndole algo.

—¿Sí? —dijo Childan, que había estado revisando unas cartas.

—Quiero dejarle nuestra tarjeta. —El vendedor puso un papelito de aspecto raro, gris y rojo, sobre el escritorio de Childan —Joyas Edfrank. Ahí está la dirección y el número de teléfono. Por si quiere ponerse en contacto con nosotros.

Childan asintió, sonrió en silencio, y volvió al trabajo.

Cuando hizo otra pausa y alzó los ojos la tienda estaba vacía. El vendedor se había ido.

Poniendo una moneda en el aparato de la pared, Childan se sirvió una taza de té caliente instantáneo que bebió a pequeños sorbos, meditando, preguntándose si las joyas se venderían. Era improbable, aunque las piezas estaban bien hechas. Nunca había visto nada parecido. Examinó uno de los alfileres: diseño notable. Los fabricantes, por cierto, no eran aficionados.

Decidió cambiar las etiquetas y subir los precios. Les señalaría a los clientes la perfección de la mano de obra, y el carácter de piezas únicas. Originales. Pequeñas esculturas. Obras de arte, creaciones exclusivas para la muñeca o la solapa.

Una idea nueva se movía y crecía en los fondos de la mente de Childan. El problema de la autenticidad no se aplicaba a estas piezas. Y ese era un problema que un día podía llegar a arruinar toda la industria de artefactos históricos norteamericanos. No ese día, ni el siguiente, pero sí quizá después.

Era mejor no calentar todos los hierros en un solo fuego. La visita de aquel judío podía ser un presagio. Childan pensó que si llegaba a reunir un buen número de objetos no históricos, piezas contemporáneas sin valor histórico real o imaginario, quizá podría dejar atrás a la competencia. Mientras no le costara dinero…

Reclinándose en la silla hasta que el respaldo se apoyó en la pared, Childan sorbió su té, pensando.

El momento cambiaba. Había que estar preparado para cambiar junto con las circunstancias, o quedarse definitivamente en seco. Había que adaptarse.

La lucha por la supervivencia, se dijo Childan. Era necesario tener siempre los ojos bien abiertos, mirando en torno, atendiendo a las exigencias de la situación, y enfrentándolas. Estar allí en el momento adecuado haciendo lo que era adecuado.

Había que ser yin. Los orientales sabían. Los negros y avispados ojos yin…

De pronto, Childan tuvo una idea, y se irguió rápidamente en la silla. Dos pájaros, de un tiro. Ah. Se puso de pie, excitado. Envolvió con cuidado las mejores joyas, quitándoles antes la etiqueta. Un alfiler, unos pendientes, y un brazalete. Luego —ya que a las dos cerraba la tienda —podía ir hasta el edificio donde habitaba Kasoura. El señor Kasoura, Paul, estaría trabajando. Sin embargo, la señora Kasoura, Betty, estaría muy probablemente en la casa.

Un soborno presentado como regalo: obras de arte de origen local. Un obsequio personal, con el propósito de atraer la atención de buenos compradores. Este era el modo de introducir una nueva línea en el mercado. Quedaba todo un surtido en la trastienda, y si ella se tomaba el trabajo de visitarlo, etcétera. Esto es para ti, Betty.

Childan se estremeció. Solo con ella a la tarde, en la casa. El marido afuera, trabajando. El pretexto era brillante.

Ningún peligro.

Robert Childan buscó una caja pequeña, papel de envolver y una cinta, y empezó a preparar el regalo para la señora Kasoura. Mujer morena, atractiva, delgada, con un vestido de seda oriental, tacones altos, y el resto. O quizá chaqueta y pantalón de algodón azul, estilo coolie, livianos, cómodos, informales. Ah.