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¿O era todo eso demasiado audaz? Paul, el marido, podía sentirse molesto. Quizá husmease algo y reaccionara de mal modo. Era preferible, sin duda, ir más despacio, llevarle el regalo a él, a la oficina, y contarle aproximadamente la misma historia. Luego Paul le daría el regalo a Betty, sin sospechar nada. Y, pensó Childan, luego la llamaría a Betty por teléfono, al día siguiente o al otro, y sabría cómo había reaccionado.

Menos peligro todavía.

Cuando Frank Frink vio a su socio que regresaba caminando por la acera, supo enseguida que las cosas no habían andado bien.

—¿Qué pasó? —dijo tomando la canasta del brazo de Ed y poniéndola en el camión —Jesucristo, estuviste ahí una hora y media. ¿Tanto tardó en decir no?

—No dijo no —explicó Ed.

Parecía cansado. Entró en el camión y se sentó.

—¿Qué dijo entonces? —Abriendo la canasta, Frink vio que faltaban muchas de las piezas, muchas de las mejores. —Se quedó con un montón. ¿Cuál es el problema, entonces?

—Quedaron en consignación —dijo Ed.

—¿Cómo lo permitiste? —Frink no podía creerlo. Lo discutimos mucho y…

—No sé cómo ocurrió.

—Cristo —dijo Frink.

—Lo siento. Parecía que iba a comprar. Eligió un buen número. Pensé que estaba comprando.

Los dos hombres se quedaron sentados en el camión un largo rato.

Capítulo 10

Habían sido dos semanas terribles para el señor Baynes. Había llamado a la misión comercial todos los mediodías desde el hotel para preguntar si el viejo caballero había aparecido. La respuesta había sido siempre un invariable no. La voz del señor Tagomi era cada vez más fría y más formal. Cuando el señor Baynes se preparaba para hacer la llamada decimosexta pensó que tarde o temprano le dirían que el señor Tagomi no estaba. Que no aceptaría más llamadas del señor Baynes. Y eso sería el fin.

¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba el señor Yatabe?

No era difícil imaginarlo. La muerte de Martin Bormann había consternado a todo Tokio. El señor Yatabe estaba en viaje a San Francisco, a un día o dos de la costa, cuando recibió otras instrucciones: que volviera a las Islas para nuevas consultas.

Mala suerte, se dijo el señor Baynes. Una mala suerte que podía ser fatal.

Pero él tenía que quedarse donde estaba, en San Francisco, tratando de arreglar la cita para la que había venido. Cuarenta y cinco minutos en un cohete de Lufthansa desde Berlín y ahora esto. Los tiempos eran extraños. Uno podía viajar a cualquier parte, aun a los planetas. ¿Y para qué? Para pasarse los días sentado, cada vez con menos moral y menos esperanza, sumido en un creciente aburrimiento. Y mientras tanto los otros estaban trabajando. No esperando inútilmente, sin hacer nada.

El señor Baynes desplegó la edición de mediodía del Times nipón y releyó los titulares:

EL DOCTOR GOEBBELS NOMBRADO CANCILLER

Una decisión sorprendente del comité del partido. Decisivo discurso propalado por radio. Las multitudes de Berlín saludan al canciller. Se espera una declaración. Goering reemplazaría a Heydrich como jefe de policía.

Baynes leyó de nuevo todo el artículo. Luego puso a un lado el periódico una vez más, cogió el teléfono, y dio el número de la Misión Comercial.

—Habla Baynes. ¿Puede comunicarme con el señor Tagomi?

—Un momento, señor.

Un momento muy largo.

—Tagomi hablando.

El señor Baynes tomó aliento y dijo al fin: —Perdóneme esta situación tan deprimente para ambos, señor…

—Ah. Señor Baynes.

—La hospitalidad de usted, señor, es ya excesiva. Algún día podré explicarle las razones que me obligan a postergar nuestra conferencia hasta que el anciano caballero…

—Lamentablemente no ha llegado.

El señor Baynes cerró los ojos.

—Pensé que quizá desde ayer…

—Temo que no, señor. —Un tono apenas cortés. Si me perdona, señor Baynes. Asuntos urgentes.

—Buenos días, señor.

La comunicación se cortó. Esta vez el señor Tagomi ni siquiera se había despedido. El señor Baynes colgó lentamente el receptor.

Tengo que actuar, se dijo. No puedo esperar más.

Los superiores se lo habían dicho muy claramente: no se pondría en contacto con la Abwehr en ninguna circunstancia. Tenía que esperar hasta ponerse en contacto con el agregado militar japonés. Una conferencia con los japoneses y luego de vuelta a Berlín. Pero nadie había previsto que Bormann moriría en ese momento. Por lo tanto…

Había que alterar las órdenes, de acuerdo con el sentido común y las necesidades del presente, y no tenía a quien consultar.

En los EEPA trabajaban por lo menos diez personas de la Abwehr, pero algunos, y posiblemente todos, eran conocidos del competente jefe local de la SD, Bruno Kreuz vom Meere. Hacía años había encontrado brevemente a Bruno en una reunión del partido. El hombre había tenido un cierto prestigio infamante en los medios de la policía, pues fue él, en 1943, quien descubrió el plan británico-checo para matar a Reinhard Heydrich, y quien de ese modo le había salvado la vida al verdugo. De cualquier modo Bruno Kreuz vom Meere ya tenía entonces bastante autoridad en la SD. No era un simple burócrata de la policía.

Era, para decir verdad, un hombre bastante peligroso.

Hasta había la posibilidad de que aun habiendo tomado todas las precauciones, tanto las gentes de la Abwehr en Berlín como la Tokkoka de Tokio, la SD estuviese ya enterada de esta conferencia en San Francisco en las oficinas de la Misión Comercial. No obstante, y al fin y al cabo, el territorio estaba todo en manos de administradores japoneses. La SD no tenía autoridad para interferir. Podía llamar la atención a Berlín, de modo qué el alemán implicado, en este caso él mismo, sería detenido tan pronto como pusiera el pie en territorio del Reich, pero era difícil que tomaran medidas contra el representante japonés o contra la conferencia misma.

Al menos, eso era lo que esperaba el señor Baynes.

¿Era posible que la SD hubiese llegado a detener al personaje en algún punto del camino? La distancia entre Tokio y San Francisco era muy grande, especialmente para un hombre de edad avanzada y endeble que no podía viajar por aire.

El señor Baynes entendía que el próximo paso era: que los jefes superiores le dijesen si el señor Yatabe estaba todavía en viaje. Ellos lo sabrían. Si la gente de la SD le había salido al encuentro, o si el gobierno de Tokio lo había llamado de vuelta… Ellos lo sabrían.

Y si la SD había conseguido detener al anciano caballero, también podían detenerlo a él, Baynes.

Sin embargo, la situación no era desesperante, aun en aquellas circunstancias. Al señor Baynes se le había ocurrido una idea mientras esperaba día tras día en ese cuarto del Hotel Abhirati.

Era preferible que le pasara la información al señor Tagomi antes que volver a Berlín con las manos vacías. De ese modo habría por lo menos una posibilidad; aunque leve, de que la información llegara al fin a la gente adecuada. Pero el señor Tagomi no podía hacer otra cosa que escuchar, y esto no servía a los planes de Baynes. En el mejor de los casos Tagomi escucharía, lo guardaría en la memoria, y tan pronto como le fuese posible haría un viaje de negocios a la madre patria. El señor Yatabe, en cambio, estaba en otro niveclass="underline" podía escuchar, y hablar.

No obstante, Tagomi era mejor que nada. No había tiempo ya de empezar todo de nuevo, de ir montando otra vez, durante un período de meses y con un trabajo y un cuidado infinitos, el delicado contacto de una facción alemana y una facción japonesa—.