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Sería de veras una sorpresa para el señor Tagomi, pensó Baynes, irónico. Encontrarse de pronto con el peso de una información semejante sobre los hombros. Nada parecido a esos moldes de inyección que eran el trabajo de todos los días.

La respuesta del señor Tagomi quizá fuera un colapso nervioso. Le pasaría la información a alguien de alrededor, o se retiraría. Hasta podía llegar a decirse a sí mismo que no había oído nada, o se resistiría a creerlo. Se pondría de pie, saludaría con una reverencia y dejaría la oficina con alguna excusa en el momento en que empezaran a hablar, pensando probablemente que él, Baynes, era un indiscreto. La gente de las Islas no lo había enviado allí para que escuchara esas cosas.

Todo era tan fácil para Tagomi, pensó Baynes. No le costaría mucho encontrar alguna escapatoria, accesible, inmediata. En cambio él mismo…

Y sin embargo, en última instancia, ni siquiera Tagomi podría escapar al asunto. No somos muy distintos, se dijo Baynes. Tagomi podía hacer oídos sordos a las noticias, mientras le llegaran en forma de palabras. Pero más tarde no sería cuestión de palabras, y si uno podía hacérselo entender, a Tagomi o a cualquier otro…

Dejando el cuarto, el señor Baynes bajó por el ascensor al vestíbulo. Fuera del hotel, en la acera, le indicó al portero que llamara un pedetaxi, y un joven chino que pedaleaba con fuerza lo llevó a lo largo de la calle Market.

—Ahí —le dijo Baynes al conductor cuando vio el letrero que estaba buscando—. Acérquese a la acera.

El pedetaxi se detuvo junto a una boca de agua. El señor Baynes le pagó al conductor y lo despidió. No parecía que nadie lo hubiera seguido. Echó a andar por la acera y un momento después entraba con otros clientes en el vasto edificio de las Tiendas Fuga.

Había clientes en todos los salones. Los mostradores se sucedían, con muchachas vendedoras, blancas en la mayor parte, con unos pocos japoneses aquí y allá como jefes de departamento. El ruido era ensordecedor.

Luego de alguna confusión, el señor Baynes encontró la sección de ropa para hombres. Se detuvo ante las hileras de pantalones y se puso a examinarlos. Un empleado joven, blanco, se le acercó, dándole la bienvenida.

El señor Baynes dijo: —He vuelto por los pantalones de lana oscura que vi ayer. —Tropezó con la mirada del empleado y continuó: —No era usted el hombre con quien hablé. Más alto. Bigote rojo. Bastante delgado. Tenía un nombre en la solapa: Larry.

—Ha salido a almorzar —dijo el empleado—, pero vendrá enseguida.

—Me probaré éstos —dijo el señor Baynes tomando un par de pantalones.

—Muy bien, señor.

El empleado indicó un cuartito desocupado y se fue a atender a algún otro cliente.

El señor Baynes entró en el cuarto y cerró la puerta. Se sentó en una de las dos sillas y esperó.

Al cabo de unos minutos llamaron a la puerta. Un japonés bajo, de edad mediana, entró en el cuarto.

—¿No es usted de aquí, señor? —le dijo a Baynes—. ¿He de dar conformidad al crédito de usted? Permítame la tarjeta de identidad.

El japonés cerró la puerta. El señor Baynes sacó la cartera, y el japonés se sentó y empezó a examinar lo que había dentro. Encontró la foto de una muchacha y se detuvo.

—Muy hermosa.

—Mi hija Martha.

—Yo también tengo una hija llamada Martha —dijo el japonés—. Actualmente está en Chicago estudiando piano.

—Mi hija —dijo el señor Baynes —está por casarse.

El japonés devolvió la cartera y se quedó esperando.

El señor Baynes dijo: —Llevo aquí dos semanas y el señor Yatabe no ha aparecido aún. Quiero saber si vendrá. Y si no, qué he de hacer.

—Venga mañana a la tarde —dijo el japonés. Se puso de pie y el señor Baynes lo imitó—. Buenos días.

—Buenos días —dijo el señor Baynes.

Dejó el cuarto, colgó los pantalones, y salió de la tienda.

El encuentro no le había llevado demasiado tiempo, pensó el señor Baynes mientras caminaba por la acera atestada junto con otros peatones. ¿Tendría de veras la información al día siguiente? La llamada a Berlín, la investigación del problema, los mensajes cifrados y descifrados, todo en unas pocas horas. Parecía que era posible.

Deseó haberse puesto en contacto con el agente días atrás, evitándose preocupaciones y ansiedades. Y parecía que no había mayores riesgos; todo había sido muy sencillo, y no le había llevado más de cinco o seis minutos.

El señor Baynes fue de un lado a otro, mirando los escaparates. Se sentía mucho mejor ahora. Al fin se sorprendió contemplando las fotos que se exhibían en las vidrieras de los cabarets baratos, desnudos completamente blancos manchados de moscas y con unos pechos que colgaban como pelotas de volley infladas a medias. Las fotos divirtieron al señor Baynes que siguió caminando ociosamente entre las gentes que iban hacia arriba y abajo por la calle Market.

Por lo menos había hecho algo, al fin. Qué alivio.

Reclinada cómodamente contra la portezuela del coche, Juliana leía. Al lado, sacando el codo por la ventanilla, Joe conducía apoyando apenas una mano en el volante, con un cigarrillo colgándole del labio inferior. Manejaba bien; y ya estaban bastante lejos de Canon City.

La radio del coche transmitía una música folklórica, pulposa, para bebedores de cerveza al aire libre; una banda que tocaba una de esas piezas innumerables. Juliana no había sabido nunca si eran mazurcas o polcas.

—Qué música barata —dijo Joe cuando la banda dejó de tocar—. Escucha, sé mucho de música. Te diré quién era un gran director. Tú quizá no lo recuerdes. Arturo Toscanini.

—No —dijo Juliana, sin dejar de leer.

—Era italiano. Pero tenía unas ideas políticas que los nazis no aprobaban, y después de la guerra no le dejaron dirigir. Murió hace un tiempo. Ese von Karajan que es ahora director permanente de la Filarmónica de Nueva York no me gusta nada realmente. Teníamos que oír los conciertos de Karajan, todos los compañeros. Lo que a mí me gusta, siendo de otro país… ya te lo imaginas. —Joe le echó una ojeada a Juliana —¿Te interesa ese libro? —dijo.

—Es fascinante.

—Me gustan Verdi y Puccini. Todo lo que oyes en Nueva York es una ampulosa pesadez alemana, Wagner y Orff. Todas las semanas teníamos que ir al Madison Square Garden a esos horribles espectáculos dramáticos del partido nazi norteamericano, banderas y tambores y trompetas y antorchas centelleantes. La historia de las tribus góticas o alguna otra tontería pedagógica, cantada en vez de hablada, así podían llamarla “arte”. ¿Conociste Nueva York antes de la guerra?

—Sí —dijo Juliana, tratando de leer.

—¿No era magnífico el teatro en aquellos días? Eso me dijeron. Ahora es lo mismo que la industria cinematográfica, un monopolio de Berlín. En los trece años que pasé en Nueva York no se estrenó ninguna pieza ni comedia musical que valiera algo, sólo aquellas…

—Déjame leer —dilo Juliana.

—Y lo mismo con el negocio de los libros —dijo Joe, imperturbable—. Un monopolio que opera desde Munich. Todo lo que hacen en Nueva York es imprimir; sólo grandes máquinas de impresión… Pero antes de la guerra, Nueva York era el centro editorial del mundo, o así dicen.

Llevándose las manos a los oídos, Juliana se concentró en el libro que tenía en el regazo. Había llegado a la sección de La langosta que describía el mundo de la televisión y no podía dejar de leer. La atraía sobre todo la parte de los receptores baratos para la gente sin recursos de África y Asia.

…Sólo la técnica de los yanquis y el sistema de producción en masa —Detroit, Chicago, Cleveland, los nombres mágicos —pudo poner en marcha esa corriente incesante y de una presunta nobleza que era casi necedad, esa marea de receptores de televisión de un dólar (el dólar chino, el dólar de intercambio) listos para armar, que inundaba todas las aldeas de Oriente. Y cuando algún muchacho aldeano, flaco, de mente inquisitiva, armaba el aparato, lo hacía esperando tener una posibilidad, la de alcanzar esa meta que los generosos norteamericanos le mostrarían en el minúsculo receptor, con una batería del tamaño de una nuez. ¿Y qué mostraba el receptor? En cuclillas frente a la pantalla, los jóvenes de la aldea —y a menudo los viejos —veían palabras. Instrucciones. Primero, cómo leer. Luego el resto. Cómo cavar un pozo más profundo. Cómo hacer un surco más profundo. Cómo purificar el agua, cuidar a los enfermos. Arriba, la luna artificial norteamericana giraba distribuyendo señales aquí y allá, a todas las ávidas muchedumbres de Oriente.