Oy vey, pensó Frink echándose hacía atrás. De modo que Juliana no es para mí. Ya lo sé. No pregunté eso. ¿Por qué el oráculo tiene que recordármelo? Mala suerte la mía, habérmela encontrado y haberme enamorado de ella, estar enamorado de ella.
Juliana, la más hermosa de todas las mujeres que él había tenido. Ojos y cabellos negros como el hollín. Gotas de sangre española que se manifestaban en colores puros, aun en los labios. Un paso elástico y silencioso. Usaba siempre unos viejos zapatos de suela de goma de sus años de colegiala. En realidad todas las ropas de Juliana parecían envejecidas, gastadas, lavadas una y otra vez. Habían vivido en la ruina durante tanto tiempo que a pesar de su figura Juliana había tenido que usar un suéter de algodón, una falda de paño, calcetines de hombre, y lo había odiado a Frink porque, decía ella, parecía una jugadora de tenis o (lo que era peor) una mujer que iba a recolectar hongos al bosque.
Pero, y sobre todas las cosas, Frink se había sentido atraído en un principio por la cara de loca que tenía Juliana. Sin ningún motivo, Juliana saludaba a los extraños con una sonrisa a lo Mona Lisa, portentosa y enigmática, que dejaba a todos estupefactos, titubeando entre el silencio y el hola. Y era tan atractiva que la mayoría decía hola. En un comienzo Frink había pensado que Juliana era corta de vista, pero al fin había decidido que esa sonrisa escondía en verdad una oculta y profunda estupidez. De modo que esas fronterizas sonrisas de bienvenida empezaron a molestarlo, lo mismo que ese modo vegetal de moverse de un lado a otro como diciendo sigo —un —misterioso —camino. Pero aun entonces, en los últimos tiempos, cuando se pasaban las horas peleándose, Frink nunca la pudo ver sino corno una creación divina, directa y literal, arrojada al mundo por no sabía qué razones.
Una suerte de fe o intuición religiosa que nunca le habían permitido acostumbrarse a esa pérdida.
Aun ahora Juliana parecía estar tan cerca… como si todavía viviesen juntos. Aquel espíritu, todavía activo en la vida de Frink, se movía ahora por el cuarto en busca de… esos misterios que ella buscaba. Y así se movía también en la mente de Frink, cada vez que consultaba el oráculo.
Sentado en la cama, en medio de un desorden solitario, preparándose para salir y comenzar el día, Frink se preguntó quiénes estarían consultando también el oráculo en aquella vasta y complicada ciudad. ¿Recibirían todos un consejo tan sombrío? ¿Era el tenor del Momento igualmente adverso para ellos?
Capítulo 2
El señor Nobusuke Tagomi consultaba el divino Libro Quinto de la sabiduría de Confucio, el oráculo taoísta llamado durante siglos el I Ching o Libro de los Cambios. Al mediodía había empezado a esperar aprensivamente su cita con el señor Childan, para la que faltaban sólo dos horas.
Las oficinas del señor Tagomi ocupaban el piso vigésimo del edificio del Times nipón, que dominaba la bahía. La pared de vidrio permitía ver los barcos que entraban y pasaban bajo la Puerta de Oro. En este momento había un carguero más allá de Alcatraz, pero al señor Tagomi no le interesaba el espectáculo. Fue hasta la pared, desanudó la cuerda y dejó caer las cortinas de bambú. La vasta oficina se oscureció. El señor Tagomi ya no tenía necesidad de —entornar los ojos a causa de la luz, y podía pensar con más claridad.
No dependía de él, decidió, complacer al cliente. No importaba lo que le trajese el señor Childan. El cliente no se impresionaría. Enfrentemos el hecho, se dijo. Pero, por lo menos, podemos evitar que se sienta desagradado, Podemos evitar insultarlo con un regalo, mohoso.
El cliente llegaría pronto al aeropuerto de San Francisco en el nuevo cohete alemán, el Messerschmitt 9 E. El señor Tagomi no había viajado nunca en esos vehículos. Cuando se encontrara con el señor Baynes tenía que mantener un aire blasé, cualquiera fuese el tamaño del cohete, Ahora a practicar. Se sentó frente al espejo de la pared, poniendo una cara de compostura, de cortés aburrimiento, escudriñándose el rostro helado en busca de alguna falla. Sí, son muy ruidosos, señor Baynes. No se puede leer. Pero el vuelo de Estocolmo a San Francisco es sólo de cuarenta y cinco minutos. ¿Una palabra entonces acerca de las fallas mecánicas de los alemanes? Supongo que lo ha oído usted en la radio. Esa catástrofe de Madagascar. Los viejos aviones de pistón tienen todavía sus ventajas.
Había que evitar los temas políticos. Pues no conocía los puntos de vista del señor Baynes acerca de los asuntos del día., Sin embargo, aparecerían en algún momento. Claro que el señor Baynes era sueco, y por lo tanto neutral. No obstante, había elegido la Lufthansa en vez de la SAS. Un sondeo precavido… Señor Baynes, dicen que Herr Bormann está muy enfermo. Que el Partido elegirá un nuevo canciller este otoño. ¿Sólo un rumor? Tantos secretos, ay, entre el Pacífico y el Reich.
En la carpeta del escritorio, un discurso reciente del señor Baynes publicado en el New York Times. El señor Tagomi lo estudió críticamente, inclinándose hacia adelante a causa de una leve falla de corrección en los lentes de contacto. El discurso se refería a la necesidad de buscar una vez más —¿una nonagésima vez? —manantiales de agua en la luna. “Hemos de resolver este tremendo dilema —había dicho el señor Baynes —Nuestro vecino más próximo y hasta ahora inútil excepto para aplicaciones militares. —Sic, pensó el señor Tagomi, usando la aristocrática palabra latina. Una clave para conocer al señor Baynes. Parecía mirar de reojo los problemas del ámbito militar. El señor Tagomi tomó nota mentalmente.
Tocó el botón del intercomunicador y dijo: —Señoriíta Ephreikian, me gustaría que trajera el aparato grabador, por favor.
La puerta exterior de la oficina se deslizó a un costado y apareció la señorita Ephreikian, agradablemente adornada con flores azules en el pelo.
—Un ramillete de lilas —observó el señor Tagomi.
En otro tiempo había cultivado flores en su casa de Hokkaido.
La señorita Ephreikian , una muchacha armenia, alta y de pelo oscuro, saludó con una reverencia.
—¿Lista para grabar? —preguntó el señor Tagomi.
—Sí, señor Tagomi.
La señorita Ephreikian se sentó con la grabadora de baterías preparada.
El señor Tagomi comenzó: —Le pregunté al oráculo: “¿Mi encuentro con el señor Childan será provechoso?” y obtuve para mi desgracia el ominoso hexagrama La Preponderancia de lo Grande. La viga de madera oscila. Demasiado peso en el medio. Desequilibrio. Evidentemente fuera del Tao.
La cinta grabadora chirrió.
El señor Tagomi hizo una pausa, reflexionando.
La señorita Ephreikian lo miró expectante. El chirrido cesó.
—Haga entrar un momento al señor Ramsey, por favor —dijo el señor Tagomi.
—Sí, señor Tagomi. —La señorita Ephreikian se incorporó, dejó en el suelo el aparato grabador, y salió taconeando de la oficina.
El señor Ramsey apareció trayendo una enorme carpeta de manifiestos de aduana. joven, sonriente, llevaba la elegante corbatita de lazo de las praderas del Medio Oeste, camisa ajedrezada y blue jeans, el atuendo de moda entre la gente aristocrática.
—Cómo está usted, señor Tagomi —dijo —Día hermoso, señor.
El señor Tagomi hizo una reverencia.
El señor Ramsey, sorprendido, se endureció, y luego hizo también una reverencia.
—He estado consultando el oráculo —dijo el señor Tagomi mientras la señorita Ephrelkian se sentaba otra vez con la grabadora en las rodillas—. Ya sabe usted que nuestro muy próximo huésped, el señor Baynes, comparte los puntos de vista de la ideología nórdica acerca de la llamada cultura oriental. Y podría hacer el esfuerzo de tratar de que comprendiera mejor presentándole algunas obras auténticas de arte chino, en papel o cerámica, de nuestro período Tokugawa… pero nuestra tarea no es convertir.