Выбрать главу

—Dios mío —dijo Juliana, hojeando la última parte del libro, tratando de comprobar si lo que decía Joe era cierto.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Joe—. Churchill fue el único verdadero conductor que tuvo Gran Bretaña durante la guerra. Si lo hubieran retenido, les habría ido mejor. Créeme, ningún país es mejor que sus gobernantes. Führerprinzip, principio del liderazgo, como dicen los nazis, y con razón. Aun este Abendsen tiene que reconocerlo. Claro, los Estados Unidos alcanzan una notable expansión económica luego de ganarle la guerra al Japón, arrebatándole los inmensos mercados de Asia. Pero esto no basta, no hay espiritualidad. No es que los británicos la tengan. Los dos países son potencias plutocráticas, gobernadas por ricos. Si hubiesen ganado, no hubieran tenido otra preocupación que ganar más dinero, esa clase superior. Abendsen está equivocado; no habría reformas sociales, ni planes de bienestar común. Los plutócratas anglosajones no lo habrían permitido.

Habla como un fascista devoto, pensó Juliana.

Joe entendió de algún modo la expresión de Juliana. Se volvió hacia ella, aminorando la marcha del auto, observándola y mirando a la vez los autos que venían de enfrente.

—Escucha, no soy un intelectual. El fascismo no necesita de intelectuales. Lo que proclamamos es las virtudes de la acción. Toda teoría proviene de un acto. Todo lo que nos exige un estado corporativo es que comprendamos las fuerzas sociales, la historia. ¿Entiendes? Convéncete, Juliana, sé lo que te digo. —Joe estaba muy serio, y hablaba en un tono casi desafiante. —Esos viejos imperios podridos, gobernados por el dinero, Gran Bretaña y Francia y los Estados Unidos, aunque estos últimos son casi un ladero bastardo, no estrictamente un imperio, pero sí gobernados por el dinero. No tienen alma, y por lo tanto no tienen futuro. No crecen. Los nazis por su parte aparecen como una pandilla callejera. Estoy de acuerdo. ¿Estás tú de acuerdo?

Juliana tuvo que sonreír. Joe se había enredado en los ademanes italianos, y no había sido capaz de manejar el coche y a la vez pronunciar el discurso.

—Abendsen cree que es muy importante saber quién gana al fin: Gran Bretaña o los Estados Unidos. Tonterías. ¿Has leído lo que dice el Duce? Hermoso hombre, hermoso estilo, inspirado. El Duce explica la realidad subyacente en todo acontecimiento. La verdadera alternativa de la guerra es lo viejo y lo nuevo. El dinero, y por eso los nazis metieron ahí equivocadamente a los judíos, versus el espíritu comunal de las masas, lo que los nazis llaman Gemeinschaft, el espíritu del pueblo. Como los Soviets, y las comunas, ¿no es así? Sólo que los comunistas resucitaron las ambiciones imperialistas paneslavas de Pedro el Grande, y entendieron que las reformas sociales son medios de alcanzar ambiciones imperialistas.

Juliana pensó: como hizo Mussolini, exactamente.

—Las felonías callejeras de los nazis, una tragedia.

—Joe habló tartamudeando mientras se adelantaba a un camión que marchaba despacio. —Pero los cambios son siempre duros para el que pierde. Nada nuevo. Reacuerda las revoluciones anteriores, como la Francesa. O Cromwell contra los irlandeses. Hay demasiada filosofía en el temperamento germano, demasiado teatro también. Tantos actos públicos. Nunca sorprenderás hablando a un verdadero fascista, sólo actuando, como yo, ¿no te parece?

Riéndose, Juliana dijo: —Dios, tú has estado hablando, a. un kilómetro por minuto.

—Joe gritó, excitado: —¡Estoy explicando la teoría fascista de la acción!

Juliana no pudo responder; era demasiado cómico.

Pero el hombre del volante no pensaba que aquello fuese cómico. Miró furioso a Juliana, con el rostro encendido. Se le hincharon las venas de la frente y se puso a temblar, una vez más, y se pasó de nuevo los dedos crispados por el cuero cabelludo, hacia atrás y adelante, en silencio, con los ojos clavados en Juliana.

—No te enojes conmigo —dijo Juliana.

Durante un momento pensó que Joe iba a pegarle. Había echado atrás el brazo… pero al fin se contentó con un gruñido, extendió el brazo y encendió la radio del coche.

Siguieron adelante. En la radio se oía una música de banda, interrumpida por los ruidos de la estática. Juliana, una vez más, trató de concentrarse en el libro.

—Tienes razón —dijo Joe al cabo de un rato.

—¿Acerca de qué?

—Un imperio dividido. Un payaso como jefe. —No es raro que no hayamos sacado nada de la guerra.

Juliana le palmeó el brazo.

—Juliana, hay tanta oscuridad —dijo Joe—. Nada es cierto ni falso, ¿no?

—Quizá —dijo Juliana, distraída, volviendo a la lectura.

—Ganan los ingleses —dijo Joe, señalando el libro—. Te evito el trabajo, Los Estados Unidos decaen. Gran Bretaña continúa avanzando, expandiéndose, y conserva la iniciativa. Así que deja eso.

—Espero que nos divirtamos en Denver —dijo Juliana, cerrando el libro—. Necesitas descansar, y yo te necesito a ti. —Si no descansas, pensó, saltarás en pedazos, como un muelle que revienta. ¿Y qué le pasaría a ella? ¿Cómo volvería? Y… ¿por qué no lo dejaba?

Quería disfrutar de esos días que él le había prometido, se dijo. No quería descubrirse engañada otra vez. Había sido engañada antes demasiadas veces, por demasiada gente..

—Todo irá bien —dijo Joe—. Escucha. —Miró a Juliana con una expresión extraña, inquisitiva. —Te has tomado esa Langosta muy a pecho. Me pregunto… se me ocurre que un hombre que ha escrito un libro de tanto éxito, un autor como ese Abendsen, recibirá sin duda muchas cartas. Apuesto a que muchas gentes le escriben elogiándole el libro, y quizá hasta lo visitan…

Juliana entendió de pronto. —¡Joe, estamos a sólo ciento cincuenta kilómetros!

Los ojos de Joe centellearon. Le sonrió a Juliana, feliz de nuevo libre ya de toda preocupación.

—¡Podemos hacerlo! —dijo Juliana—. Manejas tan bien. No costará mucho subir hasta allá, ¿no?

Lentamente, Joe dijo: —Bueno, dudo que un hombre de tanta fama permita que lo asalten los curiosos. Serán tantos.

—¿Por qué no intentarlo? Joe… —Juliana le apretó el brazo a Joe, lo sacudió, excitada. —Todo lo que puede hacer es decirnos que nos volvamos.

Muy deliberadamente, Joe dijo: —Primero vayamos de compras y consigamos algunas ropas nuevas… eso es importante, hacer una buena impresión. Y quizá hasta alquilemos un coche nuevo en Cheyenne. Apuesto a que tú lo harías.

—Sí —dijo Juliana—. Y tú necesitas un come de pelo. Y déjame elegirte la ropa, por favor, Joe. A Frank se la compraba yo. Un hombre no sabe nada de ropa.

—Tú tienes buen gusto —dijo Joe, mirando otra vez adelante, al camino, frunciendo sombríamente el ceño—. En muchas cosas, no sólo en la ropa. Mejor que tú lo llames, el primer contacto.

—Me arreglaré el cabello —dijo Juliana.

—Magnífico.

—No me da ningún miedo ir allá y llamar a la puerta —dijo Juliana—. Quiero decir, sólo se vive una vez. ¿Por qué sentirnos intimidados? No es más que un hombre, como el resto de nosotros. Quizá hasta se sienta complacido porque alguien haga un camino tan largo sólo para decirle cuánto le gustó el libro. Podríamos pedirle un autógrafo, en las primeras páginas, como se acostumbra. Sería mejor comprar un ejemplar nuevo; el tuyo está todo manchado. No parecería bien.

—Como quieras —dijo Joe—. Dejo en tus manos los detalles, confío en ti. Las muchachas hermosas convencen siempre. Cuando vea qué maravilla eres te abrirá las puertas de par en par. Pero ojo, nada de ocultamientos.

—¿Qué quieres decir?

—Dile que somos casados. No quiero verte metida en algo con ese hombre, ya entiendes. Sería espantoso. La ruina de todos. Algo que lo recompense por habernos dejado entrar, alguna ironía. Cuidado, Juliana.