—Discútelo con él —dijo Juliana—. Esa parte donde se dice que Italia perdió la guerra traicionando a sus aliados. Lo que me dijiste a mí.
Joe asintió con un movimiento de cabeza. —Así es. Discutiremos todo eso.
Se alejaron por el camino.
A las siete de la mañana siguiente, el señor Nobusuke Tagomi dejó la cama, fue hacia el cuarto de baño, y cambió de parecer encaminándose directamente al oráculo.
Sentado en el piso con las piernas cruzadas, Tagomi empezó a manipular los cuarenta y nueve tallos. Sentía de algún modo que la consulta era perentoria, y trabajó febrilmente hasta que al fin obtuvo las seis líneas.
—¡Trueno! ¡Hexagrama Cincuenta y uno!
Dios se manifiesta en signos. Relámpago y trueno. Ruido. Alza involuntariamente las manos y se tapa los oídos. ¡Ja, ja! ¡Jo, jo! Un estruendo que provoca una mueca y un parpadeo. El lagarto se escurre y el tigre ruge, ¡y Dios mismo aparece!
¿Qué significaba? Tagomi miró alrededor. La llegada… ¿de qué? Se incorporó de un salto y se quedó allí de pie, jadeando, esperando.
Nada. El corazón le golpeaba el pecho. La respiración y todos los procesos somáticos eran como respuestas a la crisis, incluyendo el sistema diencefálico autónomo: adrenalina, pulso, intensidad de los latidos, secreciones glandulares, garganta paralizada, ojos fijos, intestinos flojos, etcétera. Una náusea en el estómago y el instinto sexual reprimido.
Y sin embargo, no se veía nada, ningún acto parecía adecuado. ¿Correr? Todo parecía preparado para el pánico de una fuga. ¿Pero a dónde ir y por qué? El señor Tagomi no encontraba nada que pudiera orientarlo. Decidir era por lo tanto imposible. El dilema del hombre civilizado: parálisis del cuerpo, y peligro oscuro.
El señor Tagomi fue al cuarto de baño y se preparó para afeitarse, enjabonándose la cara.
Sonó el teléfono.
—Trueno —dijo Tagomi en voz alta, dejando la navaja—. Hay que estar preparado. —Salió rápidamente del cuarto de baño, volviendo a la sala —Estoy preparado —dijo, y alzó el receptor—. Tagomi aquí —la voz le salió ronca, y carraspeó.
Una pausa. Y luego una voz débil, seca, frágil, casi como el rumor de unas hojas secas y lejanas: —Señor. Le habla Shinjiro Yatabe. Acabo de llegar a San Francisco.
—La Misión Comercial le da la bienvenida, señor —dijo Tagomi—. Qué alegría. ¿Está usted bien y descansado?
—Sí, señor Tagomi. ¿Cuándo podemos vernos?
—Muy pronto. Dentro de media hora. —El señor Tagomi le echó una ojeada al reloj del dormitorio, tratando de leer la hora —Hay una tercera persona, el señor Baynes. Tengo que avisarle. Quizá haya una demora, pero…
—¿Qué le parece dentro de dos horas, señor? —dijo el señor Yatabe.
—Sí, muy bien —dijo Tagomi haciendo una reverencia.
—En la oficina de usted, en el edificio del Times nipón.
El señor Tagomi saludó con otra reverencia.
Clic. El señor Yatabe había colgado.
Había que complacer al señor Baynes, pensó Tagomi. Un buen plato de salmón, por ejemplo, una cola fresca y de buen tamaño. Golpeó la horquilla con un dedo y luego llamó rápidamente al Hotel Abhirati.
—Asunto concluido —dijo cuando se oyó la voz somnolienta de Baynes en el aparato.
La voz perdió enseguida el tono somnoliento. —¿Está aquí?
—En mi oficina —dijo el señor Tagomi—, a las diez y veinte. Adiós. —Colgó el tubo y corrió de vuelta al cuarto de baño, a terminar de afeitarse. No había tiempo de desayunar. Le pediría algo al señor Ramsey cuando ya estuviera instalado en la oficina. Quizá los tres podrían compartir… Mientras se afeitaba el señor Tagomi planeó un buen desayuno para tres.
En pijama, el señor Baynes se quedó junto al teléfono, frotándose la frente y pensando. Era una lástima que hubiera perdido todo contacto con aquel agente. Si hubiera esperado por lo menos un día más…
No obstante, nada parecía aun irremediable. Aunque se suponía que esa tarde visitaría de nuevo la tienda. ¿Y si no iba? Podía desencadenarse una reacción en cadena. Pensarían que lo habían asesinado, o algo semejante. Tratarían de seguirle el rastro.
No importa. El hombre estaba allí. Al fin. La espera había terminado.
El señor Baynes entró en el baño y se dispuso a afeitarse.
No tenía dudas de que el señor Tagomi reconocería enseguida al hombre, decidió. Podrían dejar de lado aquel disfraz: “señor Yatabe”. En realidad podían dejar de lado todas las ocultaciones, todos los fingimientos.
Tan pronto como terminó de afeitarse, el señor Baynes se metió bajo la ducha. Mientras el agua le caía ruidosamente encima, cantó a voz en cuello:
Era probablemente demasiado tarde para que la SD pudiese hacer algo, se dijo. Aun cuando descubrieran la trama. De modo que lo mejor era olvidar las preocupaciones triviales; la limitada y privada preocupación por el propio pellejo.
Capítulo 11
Para el cónsul del reich en San Francisco, Freiherr Hugo Reiss, la primera tarea con que tropezó en ese día particular fue inesperada y perturbadora. Cuando llegó a la oficina ya había alguien esperándolo, un hombre corpulento, de mediana edad, mandíbulas prominentes, piel arrugada y un ceño fruncido que le juntaba las cejas revueltas y espesas. El hombre se incorporó a hizo el saludo del Partei murmurando al mismo tiempo:
—Heil.
—Heil —dijo Reiss, ahogando un gruñido,, pero exhibiendo siempre una cordial sonrisa de negocios—. Herr Kreuz vom Meere. Estoy sorprendido. ¿No quiere entrar? —Reiss abrió la puerta de la oficina privada preguntándose dónde demonios estaría el vicecónsul y quién habría dejado entrar al jefe de la SD. De cualquier modo aquí estaba el hombre ahora. Nada podía hacerse.
Herr vom Meere caminó sin prisa detrás de Reiss, con las manos metidas en el abrigo de lana oscura, y dijo: —Escuche, Freiherr. Encontramos a ese individuo de la Abwehr. Rudolf Wegener. Lo descubrimos en un viejo escondrijo de la Abwehr que teníamos vigilado. —Kreuz vom Meere rió mostrando unos enormes dientes de oro.
—Magnífico —dijo Reiss observando que le habían dejado la correspondencia sobre la mesa. De modo que Pferdehuf no andaba lejos. Era evidente: había cerrado la oficina para que el jefe de la SD no tuviera la tentación de echar un vistazo.
—Esto es importante —dijo Kreuz vom Meere—. Ya le avisaré a Kaltenbrunner. Prioridad máxima. Es muy posible que en cualquier momento le llegue a usted un mensaje de Berlín. A no ser que esos Unratfressers lo confundan todo allá en casa. —El hombre se sentó en el escritorio del cónsul, sacó unos papeles del bolsillo de la chaqueta, los desplegó cuidadosamente, moviendo los labios. —El nombre por el que se hace llamar es Baynes. Se presenta como industrial a hombre de negocios sueco, conectado de algún modo con manufacturas. Esta mañana a las ocho y diez lo llamaron por teléfono a propósito de una cita a las diez y veinte en la casa del Japón. Estamos tratando de localizar la llamada. Quizá lo averigüemos antes de media hora. Me llamarán aquí.
—Ya veo —dijo Reiss.
—Bien, tenemos que echarle las manos encima a ese Baynes —continuó Kreuz vom Meere—. Si lo logramos lo mandaremos enseguida de vuelta al Reich, en el primer avión de la Lufthansa. No obstante, es posible que los japoneses o las autoridades de Sacramento protesten y traten de impedirlo. Le protestarán a usted, si se atreven. En realidad creo que presionarán de veras. Y hasta mandarán una patrulla de esos hombres de la Tokkoka al aeropuerto.