—¿No es posible evitar que se enteren?
—Demasiado tarde. Baynes ya está en camino hacia su cita. Habrá que detenerlo allí mismo. Entrar, apoderarse de Baynes, escapar.
—No me gusta —dijo Reiss—. ¿Y si la cita fuese con un japonés de muy alta jerarquía? Estoy seguro de que ahora mismo hay un representante personal del emperador, aquí en San Francisco. Oí un rumor el otro día…
Kreuz vom Meere lo interrumpió. —No importa. Baynes es ciudadano alemán, sujeto a las leyes del Reich.
Y ya sabemos lo que son las leyes del Reich, pensó Reiss.
—Tengo lista una patrulla de Kommando —siguió diciendo Kreuz vom Meere—. Cinco hombres estupendos. —Rió entre dientes. —Parecen violinistas. Caras simpáticas, ascéticas. Se los confundiría con seminaristas quizá. No les cerrarán el paso. Los japoneses creerán que son un cuarteto de cuerdas…
—Quinteto —dijo Reiss.
—Sí. Irán directamente a la puerta, y llevarán las ropas adecuadas. —Vom Meere miró a Reiss —Parecidas a ese traje suyo.
Gracias, pensó Reiss.
—Todo a plena luz. Directamente hasta Wegener. Lo rodearán. Como en una charla. Un mensaje importante. —Kreuz vom Meere prosiguió mientras Reiss abría el correo —Ninguna violencia. Sólo: “Herr Wegener. Acompáñenos, por favor. Entienda.” Y entre las vértebras de la espina dorsal, rápido una aguja. Los ganglios superiores paralizados.
Reiss asintió.
—¿Me escucha?
—Ganz bestimmt.
—Afuera de nuevo. Al coche. De vuelta a mi oficina. Los japoneses no nos dejarán tranquilos un momento, pero corteses hasta lo último. —Herr vom Meere bajó del escritorio para hacer la pantomima de una reverencia japonesa —“Muy vulgar de parte de usted, Herr Kreuz vom Meere, engañarnos de este modo. En fin, adiós Herr Wegener…”
—Baynes —dijo Reiss—, ¿no es así como lo llaman?
—Baynes. “Lástima que se vaya. Quizá podamos hablar un poco más la próxima vez.” —Sonó el teléfono en el escritorio de Reiss, y Kreuz vom Meere se interrumpió —Ha de ser para mí.
Kreuz von Meere extendió la mano, pero Reiss se adelantó y alzó el tubo.
—Habla Reiss.
Una voz desconocida dijo: —Cónsul, esta es la Ausland Fernsprechamt de Nova Scotia. Llamada transatlántica de Berlín para usted, urgente.
—Muy bien —dijo Reiss.
—Un momento, cónsul. —Estática débil, siseos. Luego otra voz, una telefonista —Kanzlei.
—Sí, la Ausland Fernsprechamt de Nova Scotia. Llamada para el cónsul del Reich en San Francisco, Herr H. Reiss. El cónsul está en la línea.
—Que espere. —Una larga pausa. Reiss continuó inspeccionando el correo, con una mano. Kreuz vom Meere miraba sin ver, las mandíbulas flojas. —Herr cónsul, lamento haberlo hecho esperar. —La voz de un hombre. Reiss sintió que la sangre se le helaba en las venas, un instante. Una voz de barítono, cultivada, fácil, que Reiss conocía. —Aquí el doctor Goebbels.
—Sí, Kanzler.
Frente a Reiss, Kreuz vom Meere esbozó una sonrisa, apretando las mandíbulas.
—El general Heydrich me ha pedido que lo llame. Hay un agente de la Abwehr ahí en San Francisco, Rudolf Wegener. La policía necesitará de la más amplia cooperación de usted. No hay tiempo de darle los detalles. Basta con que usted los ayude. Ich danke Ihnen sehr dafür.
—Entendido, Herr Kanzler —dijo Reiss.
—Buenos días, Konsul.
El Reichskanzler cortó la comunicación.
Kreuz vom Meere miró ansiosamente mientras Reiss colgaba el tubo.
—¿Yo tenía razón?
Reiss se encogió de hombros.
—Todo está muy claro.
—Necesitamos una autorización escrita de usted para repatriar por la fuerza a Wegener.
Reiss tomó una lapicera, escribió la autorización, la firmó, y se la dio al jefe de la SD.
—Gracias —dijo Kreuz vom Meere—. Bien, cuando las autoridades japonesas lo llamen a usted quejándose…
—Si llaman.
Kreuz vom Meere miró a Reiss de reojo.
—Llamarán. Estarán aquí quince minutos después que nosotros nos hayamos llevado a este Wegener. —Vom Meere había abandonado el tono de chanza.
—Ningún quinteto de cuerdas —dijo Reiss.
Kreuz vom Meere no replicó.
—Lo tendremos en algún momento de esta mañana —dijo—, así que esté preparado. Puede decirle a los japoneses que es un homosexual o un monedero falso, o algo parecido. Que lo reclaman allá por un crimen grave: No les diga que se trata de crímenes políticos. Ya sabe usted que se niegan a reconocer el noventa por ciento de las leyes nacionalistas.
—Lo sé muy bien —dijo Reiss—, no se preocupe.
Se sentía irritado y humillado. Otra vez pasaron por encima de mí, se dijo: Como de costumbre. Hablaron con la cancillería. Bastardos.
Notó que las manos le temblaban. Un llamado del doctor Goebbels, ¿era esto el problema? ¿Asustado por la autoridad? O quizá se trataba de resentimiento, la impresión de que lo manejaban… Maldita policía; pensó. Cada día era más fuerte. Ya habían conseguido que Goebbels trabajara para ellos. Estaban gobernando el Reich.
¿Pero quién podía oponerse? Ni él ni ningún otro.
Había que resignarse, pensó. Lo mejor era cooperar, y no tomar decisiones equivocadas. Parecía muy posible que este Kreuz vom Meere tuviera un poder ilimitado en Alemania, y que esto incluyese la eliminación de todos aquellos que se mostraran hostiles.
—Alcanzo a ver —dijo en voz alta —que no exagera usted la importancia del asunto, Herr Polizeiführer. Es evidente que la seguridad de Alemania depende en gran parte de que usted sea capaz de detectar enseguida a este espía, traidor, o lo que sea.
Reiss calló sintiendo que estaba adulando a Kreuz vom Meere de un modo demasiado ostensible.
No obstante, Kreuz vom Meere parecía complacido.
—Gracias, cónsul.
—Quizá nos haya salvado usted a todos nosotros.
Kreuz vom Meere dijo sombríamente: —Bueno, todavía no lo tenemos. Ojalá todo marche bien. Cómo tarda ese llamado.
—Deje a los japoneses a mi cuidado —dijo Reiss—. No me falta experiencia, como usted sabe. Las quejas posibles…
—No divague, por favor —interrumpió Kreuz vom Meere—. Tengo que pensar.
Era evidente que el llamado de la cancillería los había molestado a los dos. Kreuz vom Meere se sentía también presionado.
Si este hombre llega a escapar, pensó el cónsul Hugo Reiss, quizá me cueste el puesto., Este puesto a mí, y el suyo a vom Meere. No sería raro que pronto se encontraran los dos de patitas en la calle. En verdad ninguno tenía por qué sentirse más seguro que el otro.
En realidad, pensó, valdría la pena ver cómo una leve zancadilla aquí o allá echaba por tierra los planes del Herr Polizeiführer. Algo negativo, donde nunca habría pruebas. Por ejemplo, cuando los japoneses se aparecieran por allí a quejarse, podía dejar caer como al descuido. una insinuación acerca del vuelo de la Lufthansa en que se llevarían al hombre… Aunque quizá fuese preferible animarlos a que se envalentonaran, mostrándoles apenas un cierto desprecio, sugiriéndoles que el Reich estaba muy divertido con ellos, que no se tomaba en serio a los hombrecitos amarillos. Era fácil aguijonearlos. Y si se enojaban lo suficiente, quizá recurriesen directamente a Goebbels.
Toda clase de posibilidades. La SD no podía sacar de veras a aquel hombre de los EEPA sin su cooperación activa. Si llegaba a acertar con la triquiñuela adecuada…
Odio que la gente me pase por encima, se dijo Freiherr Reiss. Sé sentía incómodo, y nervioso, y no podía dormir, y cuando no dormía no hacía bien su trabajo. De modo que entre sus obligaciones para con Alemania estaba la de resolver ese problema. Se habría sentido mucho mejor de noche, y también de día, si esa bestia bávara no hubiera salido de Alemania y estuviese aún allí redactando informes en algún puesto policial subalterno.