La dificultad era que no había tiempo. Mientras trataba dé decir cómo…
La campanilla del teléfono.
Esta vez Kreuz vom Meere se inclinó hacia el aparato y Reiss no se lo impidió.
—Hola —dijo Kreuz vom Meere en el receptor. Un momento de silencio.
¿Ya? pensó Reiss.
Pero el jefe de la SD le estaba alcanzando el aparato. —Para usted.
Secretamente aliviado, Reiss tomó el tubo.
—Es una maestra —dijo Kreuz von Meere—. Quiere saber si usted puede darle unos posters de Austria para la escuela.
A las once de la mañana Robert Childan cerró la tienda y se encaminó a pie hacia las oficinas del señor Paul Kasoura.
Por suerte Paul no estaba ocupado. Saludó amablemente a Childan y le ofreció una taza de té.
—No lo molestaré mucho —dijo Childan cuando ya estaban tomando el té, a sorbos. La oficina de Paul aunque pequeña era moderna y sencilla. En la pared se veía un grabado notable: El tigre de Mokkei, una obra maestra de fines del siglo trece.
—Me hace feliz verlo, Robert —dijo Paul en un tono que a Childan le pareció de algún modo distante.
O quizá era todo imaginaciones suyas. Childan echó una mirada por encima de la taza. El hombre parecía sincero. Y sin embargo… Childan sentía que algo había cambiado.
—Mi regalo tan torpe —dijo Childan —ha decepcionado a la esposa de usted. Quizá se sintió insultada. No obstante, cuando se trata de algo nuevo y todavía poco probado, no es fácil una evaluación justa, sobre todo desde el punto de vista del comerciante. Por cierto que usted y Betty están en mejores condicione, que yo…
—Betty no está decepcionada, Robert —dijo Paul—. No le di esa pieza de orfebrería. —Buscó en el escritorio y mostró la cajita blanca —No la he sacado de aquí.
Paul sabía, pensó Childan. Para un hombre listo. Ni siquiera se lo había dicho a ella. Ahora solo tocaba esperar que Paul no se enfureciera, acusándolo por ejemplo de querer seducir a Betty.
Paul podría arruinarme, se dijo Childan. Siguió tomando el té, impasible.
—Oh —dijo —Interesante.
Paul abrió la cajita, extrajo el alfiler, y se puso a examinarlo. Lo alzó a la luz, mirándolo de un lado y del otro.
—Me he tomado la libertad de mostrárselo a alguno, pocos conocidos —dijo Paul—. Gente aficionada como yo a los objetos históricos norteamericanos o artefactos artísticos en general. —Le echó una mirada a Robert Childan. —Nadie por supuesto había visto nunca algo parecido. Como usted me explicó, no ha habido hasta ahora obras contemporáneas de esta especie. Creo recordar que es usted el representante exclusivo.
—Sí, así es —dijo Childan.
—¿Quiere saber cómo reaccionaron?
Childan asintió con una reverencia.
—Esas personas —dijo Paul —se rieron.
Childan no dijo nada.
—Yo también me reí, llevándome la mano a la boca para que usted no se diese cuenta —dijo Paul—. Fue el otro día cuando usted me mostró la pieza. Por supuesto, oculté esa diversión, en honor de usted. Recordará usted que mi reacción aparente no fue muy notable.
Childan asintió.
—Sí —dijo Paul—, la he mirado varios días y sin ninguna razón lógica siento ahora un —cierto apego emocional. ¿Por qué? Ni siquiera proyecto en la pieza mi propia psique, como en ciertos tests psicológicos alemanes. No veo aún ni forma ni estilo. Pero sin embargo de algún modo participa del Tao. ¿Ve usted? —Le hizo una seña —a Childan. —Hay equilibrio.. Las fuerzas interiores están estabilizadas, en reposo. Podría decirse que este objeto ha hecho las paces con el universo. Se ha separado del mundo y de ese modo ha alcanzado el nivel de la homeostasis.
Childan asintió, estudiando la pieza; pero Paul no le prestaba atención.
—No tiene wabi —dijo Paul—, ni podría tenerlo. Sin embargo —tocó el alfiler con la uña—, Robert, esto tiene wu.
—Creo que no se equivoca —dijo Childan, tratando de recordar el significado de wu. No era una palabra japonesa, sino china. Sabiduría, decidió, o comprensión. De cualquier modo, algo muy bueno.
—Las manos del artífice —continuó Paul —tienen wu, y han permitido que el wu pase a la pieza. Quizá lo único que él sabe es que la pieza transmite satisfacción. Es algo completo, Robert. Mirando el alfiler, tenemos más wu nosotros mismos. Alcanzamos entonces la serenidad que no se asocia comúnmente con el arte sino con lo sagrado. Recuerdo un santuario en Hiroshima donde se exhibía la tibia dé algún santo medieval. Sin embargo, esto es un artefacto, y aquello era una reliquia. Esto está vivo ahora, mientras que la reliquia viene de otro tiempo. En estas reflexiones que se me han ocurrido desde que estuvo usted aquí la última vez, he llegado a reconocer el valor de este objeto, y que no tiene relación con el sentido histórico. Estoy profundamente emocionado, como usted puede ver.
—Sí —dijo Childan.
—No tener valor histórico, ni siquiera valor artístico, estético, y sin embargo ser de algún modo expresión de un valor casi inasible… es maravilloso. Más precisamente porque esta pieza es mísera, pequeña, en apariencia sin valor. Esto, Robert, contribuye a que tenga wu. Pues es un hecho que el wu se encuentra en los sitios menos imponentes, como en el aforismo cristiano: “piedras rechazadas por el constructor”. Se tiene conciencia del wu en cosas tales como un viejo bastón, o una lata de cerveza a un costado del camino. Sin embargo, en esos casos, el wu está en el interior del observador. Es una experiencia religiosa. En este caso un artífice ha puesto wu en el objeto, y no ha sido sólo testigo del wu inherente. —Paul alzó los ojos —¿Soy claro?
—Sí —dijo Childan.
—En otras palabras, esto anuncia todo un nuevo mundo. No podemos llamarlo arte, pues carece de forma, ni religión. ¿Qué es? He meditado en este alfiler una y otra vez, y no he alcanzado a resolver el enigma. Es evidente que no hay palabras para un objeto de esta especie. De modo que tiene usted razón, Robert. La novedad es auténtica.
Auténtica, pensó Childan. Sí, ciertamente lo es. Entiendo eso; en cuanto a lo demás…
—Habiendo llegado en mi meditación hasta este punto —continuó Paul —convoqué aquí de nuevo a los mismos hombres de negocios. Hice con ellos lo que acabo de hacer con usted: darles una explicación directa. Tan imperiosa es la necesidad de que la conciencia de wu se manifieste que no es posible mantenerse dentro de las formalidades comunes. Les pedí a estos hombres una completa atención.
Childan sabía que para un japonés como Paul forzar a otro a que acepte alguna idea era una situación casi increíble.
—El resultado —dijo Paul —fue entusiasta. Todos advirtieron mi punto de vista, entendieron lo que yo les insinuaba. De modo que valió la pena. Luego, descansé. Nada más, Robert. Estoy agotado. —Puso el alfiler de vuelta en la cajita —Mi responsabilidad ha concluido.
Empujó la cajita hacia Childan.
—Señor, es suya —dijo Childan, sintiendo cierta aprensión; la situación no se parecía a nada que hubiese conocido antes. Un japonés de mucha autoridad que pone por las nubes un regalo que se le ha hecho, y que luego lo devuelve. Childan sintió que se le aflojaban las rodillas. No sabía qué hacer. Se —quedó sentado, tironeándose de la manga, el rostro encendido.
Serenamente, aun con cierta dureza, Paul dijo: —Robert, enfrente la realidad, muestre usted más coraje.
Palideciendo, Childan farfulló:
—Estoy confundido por…
Paul se puso de pie, frente a Childan.
—Preste atención. La tarea es suya. Es usted el único que tiene estas piezas. Además es usted un profesional. Retírese un tiempo, a solas. Medite usted, consulte el Libro de los cambios. Luego dedique un tiempo al estudio de los escaparates de la tienda, los anuncios, los sistemas de comercialización.