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Childan lo miró con la boca abierta.

—Encontrará la manera —dijo Paul—. Cómo hacer que estos objetos se pongan realmente de moda.

Childan estaba estupefacto. ¡El hombre le hablaba de responsabilidad moral en relación con las joyas de Edfrank! La concepción japonesa del universo, insensata y neurótica: a los ojos de Paul Kasoura la relación con las joyas no podía ser sino de primer orden, tanto en un sentido espiritual como comercial, y lo peor era que Paul hablaba con autoridad, desde el callejón sin salida de la cultura y la tradición japonesas.

Mi obligación, pensó Childan con amargura. La había tomado una vez y ahora la arrastraría consigo hasta el último día, directamente hasta la tumba. Paul se había librado de ella, y se sentía satisfecho, sin duda. Pero para Childan, ah, el problema llevaba la marca inequívoca de lo que no tiene fin.

Han perdido la cabeza, se dijo Childan. Por ejemplo. no prestan ayuda a un hombre herido en la calle por las obligaciones que seguirían. ¿Qué nombre darle a esto? Parecía típico, lo que podía esperarse de una raza que cuando se le pide que duplique un destructor británico llega al extremo de copiar las abolladuras de la caldera además de…

Paul estaba mirándolo a la cara. Por fortuna, Childan había desarrollado el hábito de no mostrar automáticamente sus verdaderos sentimientos. Tenía la expresión sobria y tranquila de alguien que entiende perfectamente la naturaleza de la situación. Podía sentirla sobre su propia cara, la máscara.

Esto es terrible, comprendió. Una catástrofe. Hubiera sido mejor que Paul creyera que él, Childan, quería quitarle la mujer.

Betty. Ya no había posibilidad de que ella viese la pieza, de que el plan original resultara. Wu y la sexualidad no parecían compatibles; wu era, como decía Paul, algo solemne y sagrado, como una reliquia.

—Le di una tarjeta de usted a cada uno de estos individuos —dijo Paul.

—¿Perdón? —dijo Childan, preocupado.

—Una tarjeta comercial. Así ellos pueden ir y mirar otras muestras.

—Ya veo —dijo Childan.

—Hay algo más —dijo Paul—. Uno de estos individuos quiere que usted vaya a verlo y discutir allí la totalidad del asunto. He anotado aquí el nombre y la dirección. —Paul le tendió a Childan un papel plegado. —Quiere que otros colegas estén también presentes —añadió Paul—. Es un importador. Exporta a importa en niveles masivos. Especialmente a América del Sur. Radios, cámaras, binoculares, grabadores, cosas así.

Childan le echó una ojeada al papel.

—Trabaja, por supuesto, con grandes cantidades —dijo Paul—. Quizá decenas de miles de cada artículo.

La compañía de este hombre controla otras varias empresas que trabajan para él a bajo precio, todas situadas en el Oriente donde la mano de obra es más barata.

—Por qué él… —comenzó Childan.

—Piezas como esta… —dijo Paul tomando otra vez el alfiler, un instante. Cerró el estuche, y se lo devolvió a Childan—… podrían producirse en masa. En metal o plástico, de un molde, y en cualquier cantidad.

Al cabo de un rato Childan preguntó: —¿Y qué me dice del wu? ¿Quedará algo en las piezas?

Paul no respondió.

—¿Me aconseja pues que lo vea? —dijo Childan.

—Sí —dijo Paul.

—¿Por qué?

—Amuletos —dijo Paul.

Childan lo miró.

—Amuletos de buena suerte, para gentes relativamente pobres de toda la América Latina y el Oriente. —La cara de Paul era de madera y hablaba sin ninguna entonación en la voz. —La mayor parte de la masa cree todavía en la magia, ya sabe usted. Encantamientos. Pociones. Es un gran negocio, me han dicho.

—Parece —dijo Childan lentamente —que hay ahí mucho dinero en juego.

Paul asintió.

—¿Esto fue idea suya? —dijo Childan.

—No —dijo Paul y calló.

Tu patrón, pensó Childan. Le mostraste la pieza a tu jefe, que conocía a este importador. El jefe o alguien de influencia que estaba por encima de él, alguien que tenía poder sobre él, importante y de mucho dinero, se había puesto en contacto con ese comerciante.

Y por eso Paul le devolvía ahora el alfiler, comprendió Childan. Se lavaba las manos. Pero sabe algo que yo también sé, se dijo Childan:. que iré a esta dirección y veré a este hombre. Tenía que hacerlo. No había otra posibilidad. Arrendaría los dibujos, o los vendería de acuerdo con un porcentaje; algo se negociaría sin duda.

Paul se había lavado de veras las manos, del todo, pensó Childan, ahorrándose así el mal gusto de pretender que no estaba de acuerdo, o de enredarse en una discusión.

—Tiene usted aquí la posibilidad —dijo Paul mirando estoicamente adelante —de llegar a ser muy rico.

—La idea es bastante extraña —dijo Childan—, cambiar objetos de arte en amuletos. No puedo imaginarlo.

—Porque no está en la línea de negocios de usted, que se ha dedicado a las curiosidades esotéricas. Lo mismo me pasa a mí, y también a esos caballeros que le he mencionado y que pronto lo visitarán.

—¿Qué haría usted en mi lugar? —dijo Childan.

—No subestime las posibilidades que el estimado importador ha sugerido. Es un personaje astuto. Usted y yo… no tenemos idea de la cantidad de gente que no ha tenido educación, capaz de obtener de productos idénticos fabricados en serie una satisfacción que a nosotros nos ha sido negada. Tendríamos que suponer ante todo que el objeto es único entre los de su clase, o por lo menos algo raro, que sólo conocen unos pocos.. Y, por supuesto, algo realmente auténtico. No un modelo o una réplica. —Paul miraba aún el espacio vacío, más allá de Childan. —No algo fabricado en decenas de miles.

¿Habrá tropezado Paul, se dijo Childan, con la idea correcta de que algunos de los objetos históricos exhibidos en tiendas como la mía (o en colecciones como la suya) son meras imitaciones? Algo insinuaban sus palabras. Como si en un irónico sobreentendido me estuviese trasmitiendo un mensaje muy diferente. La ambigüedad del oráculo… la cualidad, decían, de la mente oriental.

El hombre le preguntaba realmente: ¿Quién eres, Robert? ¿Aquel a quien el oráculo llama “el hombre inferior”, o ese otro a quien están destinados todos los buenos consejos? Había que decidirlo, allí mismo. Se podía tomar un camino o el otro, pero no ambos. El momento de la decisión, ahora.

¿Y qué camino tomaría el hombre superior? se preguntó Childan. Por lo menos de acuerdo con las ideas de Paul Kasoura. Y lo que tenía allí delante no era una compilación de sabiduría divinamente inspirada y de miles de años atrás, sino simplemente la opinión de una criatura mortal, un joven hombre de negocios japonés.

Sí, esto tenía su fondo. Wu, como diría Paul. El wu de la situación era este: dejando a un lado las aversiones personales parecía evidente que la realidad estaba en la dirección del importador. Nada de acuerdo con lo previsto, pero había que adaptarse, como decía el oráculo.

Y al fin y al cabo todavía podía vender los originales en la tienda. A conocedores, como los amigos de Paul.

—No se decide usted —observó Paul—. Sí, en situaciones como esta siempre es mejor estar solo.

Paul había empezado a ir hacia la puerta.

—Ya he decidido.

Los ojos de Paul centellearon.

Inclinándose, Childan dijo:

—Seguiré su consejo. Me iré ahora mismo a visitar al importador —y alzó el papelito plegado.

Curiosamente, Paul no parecía complacido; gruñó entre dientes y volvió a su escritorio. No muestran hasta el fin ninguna emoción, reflexionó Childan.

—Muchas gracias por su ayuda en el negocio —dijo Childan ya listo para irse—. Algún día le devolveré la atención. Lo recordaré.

No se veía aún ninguna reacción en el joven japonés. Demasiado cierto lo que dicen de ellos, recordó Childan: son inescrutables.

Paul lo acompañó hasta la puerta, como abstraído en algo. De pronto estalló: —Esta pieza fue hecha a mano por artesanos de aquí, ¿no es cierto? ¿Trabajo físico personal?

—Sí; desde el diseño hasta el pulido.

—Señor, ¿estarán de acuerdo estos artesanos? Pienso que imaginaron otro destino para sus piezas.

—Me atrevería a asegurar que se convencerán —dijo, Childan; el problema le parecía menor.

—Sí —dijo Paul—, supongo que sí.

Childan advirtió algo en el tono de Paul. Un énfasis nebuloso y peculiar, que de pronto lo inundó. Era indudable, había dejado atrás la ambigüedad: ahora veía.

Por supuesto. Todo el asunto había sido un duro rechazo a cualquier esfuerzo de las gentes del país, y había ocurrido ante los propios ojos de Childan. Cinismo, pero por Dios, se había tragado el anzuelo, la plomada y el sedal. Lo habían llevado paso a paso por el sendero de jardín hasta esta conclusión: los productos manufacturados norteamericanos no servían para nada sino como modelos de talismanes baratos.

Así gobernaban los japoneses, sin crudeza, con perspicacia, ingenio, y una astucia intemporal.

Cristo, los norteamericanos eran bárbaros comparados con esos hombres, se dijo Childan, unos pobres bobos enfrentados a una razón implacable. Paul no había dicho —no se lo había dicho —que el arte norteamericano no tenían ningún valor; había conseguido en cambio que él, Childan, lo dijera. Y, como ironía final, concluyó Childan, lamentó que yo se lo dijera. Apenas una civilizada expresión de tristeza oyendo cómo la verdad salía de mí.

Me ha hecho pedazos, dijo Childan casi en voz alta. Por fortuna logró que no fuera más que un pensamiento; como antes se lo guardó para sí mismo, en una zona apartada y secreta. Lo habían humillado, a él y a su raza, y no había posibilidad de venganza. Habían sido derrotados, y la derrota era así, tan tenue, tan delicada que uno apenas se daba cuenta. En verdad, era como si tuviesen que subir otro peldaño en la escala de la evolución antes de saber qué había ocurrido. ¿Qué más se necesitaba para probar que los japoneses eran buenos gobernantes? Childan tuvo ganas de reírse, quizá con aprobación. Sí, así era, como cuando uno oye una buena anécdota. Tenía que recordarla, saborearla luego, aun contársela a alguien. ¿Pero a quién? Un problema. La historia era demasiado personal.

Un cesto de papeles en el rincón de aquella oficina. Tíralo ahí, se dijo Childan, tira ahí esa baratija, esa pieza cargada de wu.

¿Podía hacerlo? ¿Tirarla? ¿Poner fin a esa situación ante los propios ojos de Paul?

Ni siquiera podía tirarla al cesto, descubrió, mientras apretaba la pieza en la mano. No tenía que hacerlo, si pensaba en volver a ver al joven japonés.

Malditos, ni siquiera podía librarse de la influencia de estos hombres, ceder a un impulso. Le habían quitado toda espontaneidad. Paul lo examinaba, y no tenía necesidad de hablar, bastaba la presencia de ese norteamericano allí delante, esa conciencia que había caído en una trampa; un hilo invisible le ataba la pieza que Childan apretaba en la mano, brazo arriba hasta el cerebro.

Parecía evidente que había vivido con ellos demasiado tiempo. Demasiado tarde ahora para escapar y vivir entre los blancos con costumbres blancas.

Robert Childan dijo: —Paul… —La voz, notó Childan, fue como un quejido involuntario; incontrolada, sin tono.

—Sí, Robert.

—Paul, me siento… humillado.

El cuarto dio vueltas alrededor de Childan.

—¿Por qué, Robert? —Un tono de preocupación, pero desinteresado, por encima de todo compromiso.

—Paul, un momento. —Childan tocó la pieza con los dedos, resbaladiza ahora, mojada por la transpiración. Me siento… orgulloso de este trabajo. Ni pensar siquiera en amuletos comerciales de buena suerte. Me opongo.

Una vez más no alcanzó a ver ninguna reacción en el joven japonés, sólo el oído que escuchaba, la mera atención.

—Gracias de todos modos —dijo Childan.

Paul saludó con una reverencia.

Childan saludó con otra reverencia.

—Los hombres que hicieron esto —dijo Childanson norteamericanos orgullosos de su arte. Me incluyo entre ellos. Sugerirnos que se los convierta en talismanes mercantiles es un insulto para nosotros, y le pido que se excuse usted.

Un silencio muy largo.

Paul lo observaba. Una ceja levantada apenas y una mueca en los labios delgados. ¿Una sonrisa?

—Le exijo que se excuse —dijo Childan. No podía ir más lejos. Ahora sólo quedaba esperar.

Nada ocurrió.

Por favor, pensó Childan. Ayúdame.

—Olvide mi arrogante actitud —dijo Paul, y extendió la mano.

—Muy bien —dijo Robert Childan.

Se estrecharon las manos.

La calma descendió al corazón de Childan. Había estado metido en el asunto hasta las orejas y había conseguido salir. Gracias a Dios. La ocasión se había presentado en el momento justo. En otro tiempo todo hubiera sido distinto. ¿Podría atreverse una vez más, aprovechar esa racha de suerte? Quizá no.

Se sintió melancólico. Un breve instante, como si hubiese subido a la superficie y descubriera que no había allí ningún obstáculo.

La vida es corta pensó. El arte, o algo que no podía llamarse vida, era largo, y se extendía interminablemente, como un gusano de cemento. Chato, blanco, de una superficie irregular que ningún pie había pulido aún. Allí estaba él, pero ya no más. Tomó el estuche y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.