—Muchas gracias por su ayuda en el negocio —dijo Childan ya listo para irse—. Algún día le devolveré la atención. Lo recordaré.
No se veía aún ninguna reacción en el joven japonés. Demasiado cierto lo que dicen de ellos, recordó Childan: son inescrutables.
Paul lo acompañó hasta la puerta, como abstraído en algo. De pronto estalló: —Esta pieza fue hecha a mano por artesanos de aquí, ¿no es cierto? ¿Trabajo físico personal?
—Sí; desde el diseño hasta el pulido.
—Señor, ¿estarán de acuerdo estos artesanos? Pienso que imaginaron otro destino para sus piezas.
—Me atrevería a asegurar que se convencerán —dijo, Childan; el problema le parecía menor.
—Sí —dijo Paul—, supongo que sí.
Childan advirtió algo en el tono de Paul. Un énfasis nebuloso y peculiar, que de pronto lo inundó. Era indudable, había dejado atrás la ambigüedad: ahora veía.
Por supuesto. Todo el asunto había sido un duro rechazo a cualquier esfuerzo de las gentes del país, y había ocurrido ante los propios ojos de Childan. Cinismo, pero por Dios, se había tragado el anzuelo, la plomada y el sedal. Lo habían llevado paso a paso por el sendero de jardín hasta esta conclusión: los productos manufacturados norteamericanos no servían para nada sino como modelos de talismanes baratos.
Así gobernaban los japoneses, sin crudeza, con perspicacia, ingenio, y una astucia intemporal.
Cristo, los norteamericanos eran bárbaros comparados con esos hombres, se dijo Childan, unos pobres bobos enfrentados a una razón implacable. Paul no había dicho —no se lo había dicho —que el arte norteamericano no tenían ningún valor; había conseguido en cambio que él, Childan, lo dijera. Y, como ironía final, concluyó Childan, lamentó que yo se lo dijera. Apenas una civilizada expresión de tristeza oyendo cómo la verdad salía de mí.
Me ha hecho pedazos, dijo Childan casi en voz alta. Por fortuna logró que no fuera más que un pensamiento; como antes se lo guardó para sí mismo, en una zona apartada y secreta. Lo habían humillado, a él y a su raza, y no había posibilidad de venganza. Habían sido derrotados, y la derrota era así, tan tenue, tan delicada que uno apenas se daba cuenta. En verdad, era como si tuviesen que subir otro peldaño en la escala de la evolución antes de saber qué había ocurrido. ¿Qué más se necesitaba para probar que los japoneses eran buenos gobernantes? Childan tuvo ganas de reírse, quizá con aprobación. Sí, así era, como cuando uno oye una buena anécdota. Tenía que recordarla, saborearla luego, aun contársela a alguien. ¿Pero a quién? Un problema. La historia era demasiado personal.
Un cesto de papeles en el rincón de aquella oficina. Tíralo ahí, se dijo Childan, tira ahí esa baratija, esa pieza cargada de wu.
¿Podía hacerlo? ¿Tirarla? ¿Poner fin a esa situación ante los propios ojos de Paul?
Ni siquiera podía tirarla al cesto, descubrió, mientras apretaba la pieza en la mano. No tenía que hacerlo, si pensaba en volver a ver al joven japonés.
Malditos, ni siquiera podía librarse de la influencia de estos hombres, ceder a un impulso. Le habían quitado toda espontaneidad. Paul lo examinaba, y no tenía necesidad de hablar, bastaba la presencia de ese norteamericano allí delante, esa conciencia que había caído en una trampa; un hilo invisible le ataba la pieza que Childan apretaba en la mano, brazo arriba hasta el cerebro.
Parecía evidente que había vivido con ellos demasiado tiempo. Demasiado tarde ahora para escapar y vivir entre los blancos con costumbres blancas.
Robert Childan dijo: —Paul… —La voz, notó Childan, fue como un quejido involuntario; incontrolada, sin tono.
—Sí, Robert.
—Paul, me siento… humillado.
El cuarto dio vueltas alrededor de Childan.
—¿Por qué, Robert? —Un tono de preocupación, pero desinteresado, por encima de todo compromiso.
—Paul, un momento. —Childan tocó la pieza con los dedos, resbaladiza ahora, mojada por la transpiración. Me siento… orgulloso de este trabajo. Ni pensar siquiera en amuletos comerciales de buena suerte. Me opongo.
Una vez más no alcanzó a ver ninguna reacción en el joven japonés, sólo el oído que escuchaba, la mera atención.
—Gracias de todos modos —dijo Childan.
Paul saludó con una reverencia.
Childan saludó con otra reverencia.
—Los hombres que hicieron esto —dijo Childanson norteamericanos orgullosos de su arte. Me incluyo entre ellos. Sugerirnos que se los convierta en talismanes mercantiles es un insulto para nosotros, y le pido que se excuse usted.
Un silencio muy largo.
Paul lo observaba. Una ceja levantada apenas y una mueca en los labios delgados. ¿Una sonrisa?
—Le exijo que se excuse —dijo Childan. No podía ir más lejos. Ahora sólo quedaba esperar.
Nada ocurrió.
Por favor, pensó Childan. Ayúdame.
—Olvide mi arrogante actitud —dijo Paul, y extendió la mano.
—Muy bien —dijo Robert Childan.
Se estrecharon las manos.
La calma descendió al corazón de Childan. Había estado metido en el asunto hasta las orejas y había conseguido salir. Gracias a Dios. La ocasión se había presentado en el momento justo. En otro tiempo todo hubiera sido distinto. ¿Podría atreverse una vez más, aprovechar esa racha de suerte? Quizá no.
Se sintió melancólico. Un breve instante, como si hubiese subido a la superficie y descubriera que no había allí ningún obstáculo.
La vida es corta pensó. El arte, o algo que no podía llamarse vida, era largo, y se extendía interminablemente, como un gusano de cemento. Chato, blanco, de una superficie irregular que ningún pie había pulido aún. Allí estaba él, pero ya no más. Tomó el estuche y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Capítulo 12
El señor Ramsey dijo:
—Señor Tagomi, el señor Yatabe.
Ramsey se retiró a un rincón de la oficina y el caballero delgado y de edad madura se adelantó unos pasos.
El señor Tagomi extendió la mano y dijo: —Me alegra verlo a usted aquí en persona, señor.
La mano leve y frágil se deslizó en la mano de Tagomi, que la estrechó sin apretarla y la soltó enseguida. Espero no haber roto nada, pensó. Examinó los rasgos del anciano caballero, y se sintió complacido.
Un carácter tan serio, coherente. Una inteligencia libre de nieblas, y la lúcida presencia de las tradiciones más antiguas y estables. Las mejores virtudes de la ancianidad…Y de pronto Tagomi descubrió que estaba frente al general Tedeki, el penúltimo jefe imperial del concejo.
Tagomi saludó con una reverencia.
—General —dijo.
—¿Dónde está esa tercera persona? —dijo el general Tedeki.
—Ya viene hacia aquí —dijo el señor Tagomi—. Lo llamé yo mismo a la habitación del hotel.
Azorado, el señor Tagomi retrocedió varios pasos todavía doblando el cuerpo, como si casi no fuera capaz de alcanzar de nuevo una posición erecta.
El general se sentó. El señor Ramsey, quien sin duda ignoraba aún la identidad del anciano, ayudó con la silla pero no mostró ninguna particular atención. El señor Tagomi se sentó titubeando en una silla, frente a los dos hombres.
—Perdemos el tiempo —dijo el general—. Lamentablemente, e inevitablemente.
—Es cierto —dijo el señor Tagomi.
Pasaron diez minutos. Ninguno habló.
—Perdón; señor —dijo al fin el señor Ramsey, inquieto—. Tendré que irme, si no me necesitan.
El señor Tagomi asintió y el señor Ramsey salió del cuarto.
—¿Té, general? —dijo el señor Tagomi.
—No, señor.
—Señor —dijo Tagomi—. Admito que siento miedo. Siento que en este encuentro hay algo de terrible.
El general inclinó la cabeza.