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—La Wehrmacht —dijo el señor Baynes—, el aparato militar, es la única organización en el Reich que tiene bombas de hidrógeno. Cuando la usaron los camisas negras el ejército estaba ahí supervisando. En tiempos de Bormann no se permitió nunca que las armas nucleares fueran a manos de la policía. En el plan Diente de León todo será llevado a cabo por la OKW, los altos mandos del ejército.

—Me doy perfecta cuenta —dijo el general Tedeki.

—Las prácticas morales de los camisas negras exceden en ferocidad a las de la Wehrmacht. Pero son menos poderosos. Tenemos que atenernos a la realidad, a los factores de poder. No podemos apoyarnos en consideraciones éticas.

—Sí, tenemos que ser realistas —dijo en voz alta el señor Tagomi.

El señor Baynes y el general Tedeki echaron tina mirada a Tagomi.

El general le dijo al señor Baynes: —¿Qué sugiere usted de modo específico? ¿Que nos pongamos en contacto con la SD aquí en los Estados del Pacífico? Negociar directamente con… no sé quién es jefe aquí. Alguna criatura repelente, —imagino.

—La SD local no sabe nada —dijo el señor Baynes—. El jefe, Bruno Kreuz von Meere, es una vieja mula del Partei. Ein Altparteigenosse. Un imbécil. A nadie en Berlín se le ocurriría contarle algo. No hace otra cosa que trabajo de rutina.

—¿Qué entonces? —El general parecía enojado ¿El cónsul local, o el embajador del Reich en Tokio?

Esta conversación fracasará, pensó el señor Tagomi. No importa lo que esté en juego. No podemos meternos en esa monstruosa ciénaga esquizofrénica de sanguinarias intrigas nazis. Nuestras mentes no se adaptarían.

—Hay que actuar con delicadeza —dijo el señor Baynes —a través de una serie de intermediarios. Un hombre cercano a Heydrich y que esté fuera del Reich, en un país neutral; o que viaje a menudo entre Berlín y Tokio.

—¿Ha pensado en alguien?

—El ministro de relaciones exteriores de Italia, el conde Ciano. Un hombre inteligente, de coraje, en quien se puede confiar, dedicado por entero al entendimiento de las naciones. El inconveniente es que no tiene contacto alguno con el aparato de la SD, pero puede llegar a ellos apoyándose en intereses económicos como los Krupp o el general Seidel o aun en algún personaje de la Waffen —SS. La Waffen —SS es menos fanática, más en la corriente principal de la sociedad alemana.

—La organización de usted, la Abwehr… Sería inútil tratar de llegar a Heydrich a través de ustedes.

—Los camisas negras nos odian. Desde hace veinte años están tratando de que el Partei apruebe la liquidación de la Abwehr in toto.

—¿No corre usted un riesgo excesivo? —dijo el general Tedeki—. Son muy activos aquí en la costa del Pacífico, he oído decir.

—Activos, pero ineptos —dijo el señor Baynes—. El representante de la cancillería; Reiss, es un hombre hábil, pero se opone a la SD.

El señor Baynes se encogió de hombros.

El general Tedeki dijo: —Me gustará tener esos fotostatos, para pasárselos a mi gobierno. Cualquier material en relación con esas disputas en Alemania, y… —El general pensó un momento: —Pruebas, y de naturaleza objetiva.

—Por supuesto —dijo el señor Baynes. Buscó en su chaqueta y sacó una cigarrera de plata—. Verá usted que los cigarrillos son cilindros huecos, cada uno con un microfilm. —Le pasó la cigarrera al general Tedeki.

—¿Y qué ocurre con la cigarrera? —dijo el general, examinándola—. Parece demasiado valiosa para darla así.

El general comenzó a sacar los cigarrillos.

Sonriendo, el señor Baynes dijo: —La cigarrera incluida.

—Gracias.

Sonriendo también, el general se guardó la cigarrera en el bolsillo superior del chaleco.

El intercomunicador zumbó sobre el escritorio. El señor Tagomi apretó el botón.

La voz del señor Ramsey: —Señor, hay un grupo de hombres de la SD en el vestíbulo de la planta baja y pretenden apoderarse del edificio. Los guardias del Tunes están forcejeando con ellos. —Se oyó el sonido de una sirena que venía de la calle, bajo la ventana del señor Tagomi. —La policía militar está en camino, además de la Kempeitai de San Francisco.

—Gracias, señor Ramsey —dijo el señor Tagomi—. Ha hecho usted algo encomiable, informando con tranquilidad. —El señor Baynes y el general Tedeki escuchaban rígidos. —Señores —les dijo el señor Tagomi—, es seguro que mataremos a esos criminales de la SD antes que lleguen aquí. —Le habló enseguida a Ramsey: —Corte la corriente de los ascensores.

—Sí, señor Tagomi. —El señor Ramsey interrumpió la comunicación.

—Esperaremos —dijo el señor Tagomi, y abriendo el cajón del escritorio sacó una caja de madera de teca, le levantó la tapa y descubrió un Colt 44 US 1860 de la guerra civil, en perfecto estado. Luego puso sobre el escritorio una caja de pólvora suelta y munición de bala y comenzó a cargar el revolver. El señor Baynes y el general Tedeki lo miraban con los ojos muy abiertos.

—Parte de mi colección personal —dijo el señor Tagomi—. Me he pasado horas y horas vanagloriándome en prácticas de tiro, compitiendo favorablemente con otros entusiastas. Pero el use de verdad había quedado postergado, hasta ahora.

Sosteniendo correctamente el revólver y apuntando a la puerta de la oficina el señor Tagomi se sentó a esperar…

Frank Frink estaba sentado junto al banco del sótano, trabajando en el torno, sosteniendo un pendiente de plata contra el ruidoso pulidor de algodón; unas escamas de peróxido de hierro le salpicaban los anteojos y le ennegrecían las uñas y las manos. La fricción calentaba el pendiente, una espiral en caracol, pero Frank apretaba las mandíbulas y no lo soltaba.

—No lo hagas demasiado brillante —dijo Ed McCarthy—. Trabaja sólo las partes salientes, no te preocupes por el resto.

Frank Frink gruñó algo.

—La plata tiene mejor mercado si no está demasiado pulida —dijo Ed—. A la gente le gusta que la platería parezca algo antiguo.

Mercado, pensó Frink.

No habían vendido nada. Excepto el pedido de Artesanías Americanas nadie había mostrado interés y habían visitado ya cinco tiendas.

No ganamos ningún dinero, se dijo Frink. Estamos haciendo más y más. joyas, que se apilan alrededor.

El tornillo del pendiente se enganchó en la rueda; la pieza saltó de las manos de Frink, golpeó la rodela del pulidor, cayó al suelo. Frink paró el torno.

—No sueltes las piezas —dijo McCarthy que trabajaba con el soplete.

—Cristo, es del tamaño de un guisante. No hay modo de sostenerla.

—Bueno, de cualquier modo levántala.

Al diablo con todo, pensó Frink.

—¿Qué pasa? —dijo McCarthy, viendo que Frink no recogía el pendiente.

—Estamos gastando dinero en nada —dijo Frink.

—No podemos vender lo que no hemos hecho.

—No podemos vender nada —dijo Frink—, hecho o no hecho.

—Cinco tiendas. No es todo.

—Pero la tendencia —dijo Frink —ya se ve cuál es. —No hagas chistes.

—No hago chistes —dijo Frink.

—¿Qué quieres decir entonces?

—Quiero decir que es tiempo de buscar un mercado para morralla.

—Muy bien —dijo McCarthy—, abandona entonces.

—Ya lo hice.

McCarthy encendió otra vez el soplete.

—Seguiré solo.

—¿Cómo dividiremos las cosas?

—No sé, pero encontraremos un modo.

—Cómprame mi parte —dijo Frink.

—Diablos, no.

Frink hizo cuentas.

—Págame seiscientos dólares.