—No, llévate la mitad de todo.
—¿La mitad del motor?
Los dos callaron.
—Tres tiendas más —dijo McCarthy—, y hablaremos de nuevo. Bajó la máscara y se puso a soldar la sección de una varilla de bronce en un brazalete.
Frank Frink dejó el banco. Alzó el pendiente en espiral y lo puso en el panel de piezas incompletas.
—Salgo a fumar un rato —dijo, y cruzó el sótano hacia las escaleras.
Un momento después estaba en la puerta de calle con un T’ien-lai entre los dedos.
Todo ha terminado, se dijo. No necesitó que el oráculo me lo diga. Reconozco el Momento, se siente el olor. Derrota.
Y era difícil decir por qué. Quizá, en teoría, hubiesen podido continuar así, de tienda en tienda, por otras ciudades. Pero… algo estaba mal, y ningún esfuerzo ni ninguna ingeniosidad podrían cambiar ese hecho.
Quisiera saber por qué, pensó Frink, pero no lo sabré nunca.
¿Qué tendrían que haber hecho? ¿Qué otra cosa tendrían que haber fabricado?
Habían azuzado el momento, habían azuzado el Tao, corriente arriba, en la dirección equivocada. Y ahora… disolución, caída.
Estaban en manos del yin. La luz les mostraba el culo, había ido a otra parte.
No les quedaba otra cosa que rendirse.
Frink estaba allí bajo el alero, dando rápidas chapadas al cigarrillo de marihuana y observando distraídamente el tránsito, cuando un hombre blanco de mediana edad y aspecto común se le acercó a paso lento.
—¿Señor Frink? ¿Frank Frink?
—Acertó, amigo —dijo Frink.
El hombre mostró un papel plegado y una tarjeta de identidad.
—Del departamento de policía de San Francisco. Traigo una orden de arresto —dijo tomando a Frink por el brazo.
—¿Por qué? —preguntó Frink.
—Estafa. El señor Childan, Artesanías Americanas.
El policía obligó a caminar a Frink por la acera hasta que se les reunieron otros policías vestidos también de civil y se pusieron a los lados de Frink y lo empujaron hasta un Topoyet que estaba allí estacionado y no parecía de la policía.
Estas son las exigencias del momento, pensó Frink mientras lo metían en el coche y lo sentaban entre los dos hombres. La portezuela se cerró; el coche se precipitó en la corriente del tránsito conducido por otro policía, de uniforme. Estos eran los hijos de perra a quienes había que someterse, se dijo Frink.
—¿Tiene abogado? —preguntó uno de los hombres.
—No —dijo Frink.
—Le darán una lista de nombres.
—Gracias.
—¿Qué hizo con el dinero? —preguntó al rato otro de los policías, cuando entraban en el garaje del puesto de la calle Kearny.
—Lo gasté —dijo Frink.
—¿Todo?
Frink no respondió.
Uno de los policías sacudió la cabeza y se echó a reír…
Mientras salía del coche uno de ellos le preguntó a Frink: —¿No te llamarás Fink realmente?
Frink tuvo un estremecimiento de terror.
—Fink —repitió el policía mostrando una carpeta gris —eres un refugiado de Europa.
—Nací en Nueva York —dijo Frank Frink.
—Has escapado de los nazis —dijo el policía—, ¿sabes lo que significa eso?
Frank Frink se libró de las manos de los hombres y echó a correr por el garaje. Los tres policías gritaron, y un coche de la policía con hombres armados de uniforme se cruzó en el umbral cerrando el paso a Frink. Los policías le sonrieron y uno de ellos salió apuntando con un arma y con un rápido movimiento le esposó una muñeca.
Arrastrando a Frink por la muñeca —el delgado metal se le hundía en la carne, hasta el hueso —el policía lo llevó de vuelta al otro extremo del garaje.
—De vuelta a Alemania —dijo un policía, mirándolo.
—Soy norteamericano —dijo Frank Frink.
—Eres judío —dijo el policía.
Mientras llevaban a Frink arriba uno de los policías dijo: —¿Lo anotamos aquí?
—No —dijo otro—. Lo tendremos guardado para el cónsul alemán. Querrán someterlo a las leyes alemanas.
Así que al fin y al cabo no había habido lista de abogados.
Durante los últimos veinte minutos el señor Tagomi no se había movido del escritorio, con el revólver apuntando a la puerta, mientras el señor Baynes se paseaba por la oficina. El viejo general, luego de pensar un rato, había levantado el teléfono y había llamado a la embajada japonesa de San Francisco. No había podido llegar sin embargo al barón Kaelemakule; un burócrata le informó que el barón estaba fuera de la ciudad.
Ahora el general Tedeki estaba haciendo una llamada transpacífica a Tokio.
—Consultaré con la Escuela de Guerra —le explicó al señor Baynes—. Se pondrán en contacto con fuerzas militares estacionadas por aquí cerca. —El general no parecía perturbado.
De modo que estaremos fuera de peligro en unas pocas horas, se dijo el señor Tagomi. Infantes de marina japoneses quizá, armados con ametralladoras y morteros… Los trámites oficiales aseguraban un mejor resultado final, pero llevaban tiempo. Allí en la planta baja unos cuantos camisas negras apaleaban mientras tanto a secretarias y empleados.
No obstante, él, Tagomi, no podía hacer mucho más.
—Me pregunto si valdrá la pena llamar al cónsul de Alemania —dijo el señor Baynes.
El señor Tagomi se vio a sí mismo llamando a la señorita Ephreikian y pidiéndole que viniera con el grabador para tomar dictado de una urgente protesta a Herr H. Reiss.
—Puedo llamar a Herr Reiss por otra línea —dijo el señor Tagomi.
—Por favor —dijo el señor Baynes.
Esgrimiendo todavía aquella pieza de colección, el Colt 44, el señor Tagomi apretó un botón del escritorio descubriendo una línea telefónica secreta, especialmente instalada para comunicaciones esotéricas.
El señor Tagomi marcó el número del consulado de Alemania.
—Buenos días, ¿quién llama? —Voz de hombre, cortante, de acento alemán. Un subordinado, evidentemente.
—Su excelencia Herr Reiss, por favor —dijo Tagomi con una voz dura, intencionada—. Aquí el señor Tagomi. Misión Comercial del Imperio, máxima autoridad.
—Sí señor. Un momento por favor.
Un momento largo. Ningún sonido en el teléfono. ni siquiera. un clic. El hombre estaba allí sin hacer nada al lado del teléfono, decidió el señor Tagomi. Un engaño típicamente nórdico.
Se volvió al general Tedeki, que esperaba en el otro teléfono, y al señor Baynes, que seguía paseándose.
—Parece que me dejaron colgado —les dijo.
Al fin de nuevo la voz del funcionario. —Siento haberlo hecho esperar, señor Tagomi.
—No es nada.
—El cónsul está en una conferencia. Sin embargo…
El señor Tagomi cortó la comunicación.
—Pérdida de energía, por no decir más —dijo, frustrado. ¿A quién podrían llamar ahora? La Tokkoka enterada ya, y lo mismo la policía militar de los muelles; era inútil telefonearles. ¿Llamada directa a Berlín? ¿Al canciller del Reich, Goebbels? ¿Al aeropuerto imperial de Napa, pidiendo socorro aéreo?
—Llamaré al jefe de la SD, Herr B. Kreuz vom Meere —decidió en alta voz—. Quejas amargas, aullidos e invectivas. —Empezó a marcar el número que en la guía de teléfonos de San Francisco correspondía formalmente, eufemísticamente, a “Lufthansa. Terminal de Aeropuerto. Vigilancia de cargas”. El teléfono zumbó y el señor Tagomi dijo: —Vituperios histéricos desafinados.
—Tenga usted una buena actuación —dijo el general Tedeki, sonriendo.
Una voz germánica dijo en la oreja del señor Tagomi: —¿Quién es? —El señor Tagomi no tenía ganas de infatuar otra vez la voz, pero estaba decidido. —Vamos, conteste —exigió la voz.
El señor Tagomi gritó:
—¡Ordeno el arresto y juicio inmediatos de esa banda de carniceros y degenerados que han perdido la cabeza y corren enloquecidos como bestias rubias feroces e indescriptibles. ¿Sabe usted quién soy, Kerl? Tagomi, consejero del gobierno imperial. Cinco segundos de plazo o adiós la legalidad y una tropa de infantería de choque iniciará una masacre con bombas incendiarias de fósforo. Una desgracia para la civilización.