En el otro extremo de la línea el lacayo de la SD farfullaba ansiosamente.
El señor Tagomi le guiñó un ojo al señor Baynes.
…no estamos enterados de nada —decía el lacayo. —¡Mentiroso! —gritó el señor Tagomi—. Entonces no nos queda otra salida. —Cortó golpeando el receptor. —Quizá no sea más que un gesto —les dijo al señor Baynes y al general Tedeki—, pero no puede hacer daño. Siempre es posible que haya gente nerviosa, aun en la SD.
El general Tedeki iba a hablar cuando se oyó un tremendo estruendo a las puertas de la oficina. El general se volvió y la puerta se abrió bruscamente.
Dos hombres blancos, corpulentos, irrumpieron en la oficina; los dos exhibían unas pistolas equipadas con silenciadores. Vieron al señor Baynes.
—Da ister —dijo uno, y fueron hacia Baynes.
Sentado al escritorio el señor Tagomi apuntó con el Colt 44, antigua pieza de colección, y apretó el gatillo. Uno de los hombres de la SD cayó al suelo. El otro volvió la pistola con silenciador hacia el señor Tagomi y disparó. El señor Tagomi vio un débil mechón de humo sobre el arena y, oyó el silbido de una bala que le pasaba cerca. Rápido como campeón de torneos martilló el Colt y lo disparó una y otra vez.
La mandíbula del hombre de la SD saltó en pedazos. Trozos de hueso, carne, pedazos de dientes, volaron por el aire. Alcanzado en la boca, se dio cuenta el señor Tagomi. Mal sitio, especialmente con una bala que asciende. Había aún una cierta vida en los ojos de aquel hombre sin mentón. Todavía me ve, pensó el señor Tagomi. Luego los ojos perdieron su lustre, y el hombre de la SD se desplomó soltando la pistola, haciendo un ruido inhumano de gárgaras.
—Nauseabundo —dijo el señor Tagomi.
No aparecieron otros hombres de la SD en el umbral.
—Quizá todo ha terminado —dijo el general Tedeki al cabo de una pausa.
El señor Tagomi, que estaba entregado a la tediosa tarea de recargar el revólver, y que no le llevaba menos de tres minutos, se interrumpió para apretar el botón del intercomunicador.
—Traigan auxilio médico urgente —ordenó—. Gente muy mal herida aquí.
Ninguna respuesta, sólo un zumbido.
Inclinándose, el señor Baynes había recogido las dos armas de los alemanes; le pasó una al general, y se guardó la otra.
—Ahora los tendremos bien a raya —dijo el señor Tagomi sentándose otra vez con el Colt 44—. Formidable triunvirato en esta oficina.
Desde el vestíbulo llamó una voz: —¡La canalla alemana se ha rendido!
—Ya nos hemos ocupado aquí —llamó a su vez el señor Tagomi—. Tendidos y muertos, o muriéndose. Avancen y vean.
Un grupo de empleados del Times nipón apareció titubeando: varios traían partes del equipo contra motines del edificio: hachas, rifles, granadas de gay.
—Cause célebre —dijo el señor Tagomi—. El gobierno de los Estados del Pacífico en Sacramento podría declarar la guerra al Reich sin más dudas. —Abrió el revólver. —De cualquier modo, ha terminado.
—Negarán estar implicados —dijo el señor Baynes—. Técnica usual, y muy repetida. —Puso la pistola equipada con silenciador sobre el escritorio del señor Tagomi. —Fabricada en el Japón.
No era una broma. Una excelente pistola de tiro japonesa. El señor Tagomi la examinó.
—Y los hombres no son alemanes —dijo el señor Baynes. Le había sacado la cartera a uno de los blancos, el muerto—. Ciudadano de los Estados del Pacífico. Vive en San José. Ninguna relación con la SD. Se llama Jack Sanders. —Soltó la camera.
—Un asalto —dijo el señor Tagomi—. Motivo: la caja de caudales, ninguna implicación política.
De cualquier modo el asesinato o rapto intentado por la SD había fracasado. Al menos este primer intento había fracasado. Sabían, por supuesto, quién era el señor Baynes, y a qué había venido.
—La prognosis —dijo el señor Tagomi —es sombría.
Se preguntó si serviría de algo consultar ahora el oráculo. El libro podía protegerlos, advertirles, aconsejarles.
Todavía temblando sacó los cuarenta y nueve tallos de milenrama. Toda la situación era confusa y anómala, decidió. Ninguna inteligencia humana podría descifrar el enigma; tenía que recurrir a una mente de cinco mil años de antigüedad, no había alternativa. La sociedad totalitaria alemana le parecía al señor Tagomi una forma de vida defectuosa, separada del mundo natural. Defectuosa en todas sus panes, un potpourri de insensateces.
Allí, pensó, la SD local actuaba como instrumento de policía en contradicción con la jefatura de Berlín. ¿Dónde estaba el sentido en esta criatura compuesta?
¿Qué era realmente Alemania? ¿Qué había sido antes? El señor Tagomi sintió que estaba analizando una pesadilla, una parodia de los problemas comunes de la existencia.
El oráculo iría a la médula del asunto. Hasta Tina extraña camada de gatos como la Alemania nazi era comprensible para el I Ching.
El señor Baynes, viendo cómo el señor Tagomi manipulaba distraídamente el puñado de tallos vegetales, entendió que el hombre sufría de veras. Para él, reflexionó, haber tenido que matar y mutilar a esos dos hombres no sólo es terrible sino también inexplicable.
¿Cómo podía consolarlo? El señor Tagomi había tirado para protegerlo, y él, Baynes, era responsable por aquellas dos vidas; no había ninguna duda.
Acercándose al señor Baynes, el general Tedeki dijo en voz baja: —Es usted testigo de la desesperación de un hombre. Es evidente que ha sido educado en el budismo. Aunque no de modo formal, la influencia está de veras ahí. Una cultura en la que no se ha de quitar ninguna vida, donde todo lo que vive es sagrado.
El señor Baynes asintió.
—Recuperará su equilibrio —continuó el general Tedeki—, después de un tiempo. En este momento no hay punto de vista que le permita examinar y entender lo que ha hecho. El libro lo ayudará, pues proporciona un marco exterior de referencia.
—Ya veo —dijo el señor Baynes, pensando en otro marco de referencia que también podía ayudar en este caso: la doctrina del pecado original. Se preguntó si aquel hombre la conocería. Todos estaban condenados a cometer actos de crueldad o violencia o maldad; ese era el destino del hombre, movido por factores antiguos. El karma de la humanidad.
Para salvar una vida Tagomi había quitado dos. Una mente lógica y equilibrada no encontraba ahí ningún sentido. Un hombre bondadoso como el señor Tagomi podía volverse loco si reconocía las implicaciones posibles.
Sin embargo, pensó el señor Baynes, el punto crucial no está en el presente ni tiene relación con mi muerte o la muerte de los dos hombres de la SD. El punto crucial se encontraba, hipotéticamente, en el tiempo futuro. Lo que ahora ocurría estaba justificado o no por lo que ocurriría luego. ¿Alcanzarían a salvar las vidas de millones, de todo el Japón?
Pero el hombre que movía los tallos de milenrama no podía pensar en eso; el presente, la actualidad, era demasiado tangible, con un muerto y un moribundo caídos en el piso de la oficina.
El general Tedeki tenía razón. El tiempo le proporcionaría una perspectiva al señor Tagomi. La alternativa era la retirada a las sombras de la enfermedad mental, la mirada desviada para siempre, a causa de una perplejidad sin remedio.
Y ellos no eran diferentes, pensó el señor Baynes. Tenían que enfrentarse a las mismas confusiones, y por eso mismo, lamentablemente, no podían ayudar al señor Tagomi. No podían hacer otra cosa que esperar, confiando en que al fin se recuperaría y no sucumbiría para siempre.