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—Ya veo —dijo el señor Ramsey, retorciendo la cara caucásica en una dolorosa expresión de concentración.

—Por lo tanto nos pondremos del lado de sus prejuicios y le daremos en cambio un invalorable artefacto norteamericano.

—Sí.

—Usted, señor, es de ascendencia norteamericana. A no ser que se haya tornado la molestia de oscurecerse el color de la piel. —El señor Tagomi escudriñó la cara del señor Ramsey.

—Me tosté con una lámpara de ultravioletas —murmuró el señor Ramsey —Para adquirir vitamina D, nada más —continuó sin poder ocultar una humillación reveladora —Le aseguro que me siento aún profundamente enraizado… —El señor Ramsey tropezó con las palabras. —No he cortado todos los lazos con… las estructuras étnicas aborígenes.

El señor Tagomi le dijo a la señorita Ephreikian: —Continuemos por favor. —El grabador chirrió otra vez —Consultando el oráculo y obteniendo el hexagrama Ta kuo, Veintiocho, recibí también un nueve desfavorable en el quinto lugar. Dice así:

El álamo seco florece.

La mujer vieja se casa.

Ni culpa, ni orgullo.

“Esto indica claramente que el señor Childan no nos traerá a las dos nada de valor. —El señor Tagomi hizo una pausa. —Seamos francos. No puedo confiar en mi propio juicio cuando se trata de objetos de arte norteamericanos. Por esa razón me pareció que un… —Titubeó buscando la palabra adecuada —Por eso, señor Ramsey, como usted es un nativo, digamos, podría ayudarme. Es evidente que hemos de hacer un esfuerzo.

El señor Ramsey no respondió. Pero no pudo disimular una expresión de humillación, ira y frustración.

—Bien —dijo el señor Tagomi—, luego consulté el oráculo otra vez. Por razones de política no puedo repetirle la pregunta, señor Ramsey. —El señor Tagomi quería decir en otras palabras que Ramsey y toda la clase de los pinocs no estaban autorizados a compartir las cuestiones importantes. —Baste decir, sin embargo, que recibí una respuesta muy provocativa. Me hizo meditar largo rato.

Tanto el señor Ramsey como la señorita Ephreikian lo miraron atentamente.

—Se refiere al señor Baynes.

Los otros dos asintieron.

—En mi pregunta acerca del señor Baynes las operaciones ocultas del Tao me dieron el hexagrama Sheng, Cuarenta y seis. Buen augurio. Un seis en el comienzo y un nueve en la segunda línea.

La pregunta había sido: “¿Tendré éxito en mis tratos con el señor Baynes?” Y el nueve en la segunda le había asegurado que sí:

Si uno es sincero,

basta una pequeña ofrenda.

No hay culpa.

El señor Baynes, obviamente, quedaría satisfecho con cualquier regalo que pudiera recibir de la Misión Comercial mediante los buenos oficios del señor Tagomi. Pero al hacer la pregunta, el señor Tagomi había estado preocupado con otro problema más profundo, del que apenas había tenido conciencia. Y como muchas otras veces, el oráculo había advertido la duda más importante, y había respondido no sólo a la pregunta formulada en voz alta sino también a la otra, la subliminal.

—Como sabemos —dijo el señor Tagomi—, el señor Baynes nos trae unos informes detallados acerca de un nuevo molde de inyección inventado en Suecia. Si llegamos a un acuerdo con la firma del señor Baynes podríamos reemplazar muchos metales hoy escasos por materiales plásticos.

El Pacífico, durante años, había procurado obtener una ayuda sustancial de parte del Reich en el campo de los productos sintéticos. Sin embargo, las grandes firmas químicas alemanas, I. G. Farben en particular, se habían resistido a ceder sus patentes, creando en la práctica un monopolio mundial de los plásticos, especialmente en el dominio de los poliésteres. De este modo, el Reich había aventajado comercialmente al Pacífico, y en cuestiones tecnológicas marchaba diez años adelante. Los cohetes interplanetarios que dejaban la, Europa Festung estaban fabricados, principalmente, con plásticos que resistían muy altas temperaturas, livianos, y tan duros que soportaban el impacto de los mayores meteoros. El Pacífico no tenía nada semejante. Allí se continuaban usando las maderas y las ubicuas aleaciones de cobre y plomo. El señor Tagomi se sentía rebajado cada vez que lo pensaba. Había visto en las ferias comerciales algunos de los productos alemanes últimos: un automóvil, por ejemplo, todo de material sintético, el DSS —Der Schnelle Spuk —que se vendía en dinero de los Estados del Pacífico a unos seiscientos dólares.

Pero la pregunta oculta, que nunca podría revelar a los pinocs que iban de un lado a otro por las oficinas de la Misión, estaba relacionada con un cierto aspecto del señor Baynes. La idea primera le había llegado en un cable cifrado de Tokio. Los mensajes en clave eran poco frecuentes, y se los utilizaba sobre todo en el dominio militar, no en el comercio. Y la clave era de tipo metafórico, una alusión poética, de las que se empleaban para confundir a los monitores alemanes, capaces de descifrar las claves más complicadas. De modo que al enviar el mensaje las autoridades de Tokio habían pensado en el Reich, no en camarillas desleales de las Islas. La frase clave, “Leche desnatada en su dicta”, se refería a Delantal, la canción infantil que exponía la doctrina: “Las cosas no son siempre lo que parecen / la leche desnatada se disfraza de crema.” Y el I Ching, cuando lo consultó el señor Tagomi, confirmó esta sospecha. El comentario decía:

Se presupone que el hombre es fuerte. En verdad no se adapta al ambiente, pues es demasiado brusco y presta poca atención a las formas. Pero de carácter recto, responde de modo adecuado…

El oráculo informaba pues, simplemente, que el señor Baynes no era lo que parecía, y que el propósito de su viaje a San Francisco no era firmar un acuerdo sobre moldes de inyección, y que, al fin de cuentas, el señor Baynes era un espía.

Pero el señor Tagomi no alcanzaba a imaginar qué clase de espía podía ser el señor Baynes, a quién servía, y qué venía a buscar.

A la una y cuarenta de esa tarde, el señor Childan cerró de mala gana la puerta de calle de Artesanías Americanas S. A. Arrastró las pesadas maletas hasta el borde de la acera, llamó un pedetaxi, y le dijo al chink que lo llevara al edificio Times nipón.

El chink, de cara delgada, encorvado y sudoroso, murmuró jadeando un respetuoso saludo, y empezó a cargar las Maletas del señor Childan. Luego de haber ayudado al mismo señor Childan a instalarse en el asiento alfombrado, el chink puso en marcha el medidor, montó en su propio asiento, y pedaleó a lo largo de la calle Montgomery entre coches y ómnibus.

Childan se había pasado el día buscando el ítem para el señor Tagomi, y ahora la amargura y la ansiedad le abrumaban casi mientras miraba cómo pasaban los edificios. Y sin embargo… había triunfado. Tenía esa habilidad, independiente de todo el resto. Había encontrado el objeto exacto, y el señor Tagomi se quedaría tranquilo, y el cliente, quienquiera que fuese, quedaría contentísimo. Siempre doy satisfacciones, pensó Childan, a mis clientes.

Había podido procurarse, milagrosamente, un ejemplar casi nuevo del volumen uno número uno de Historietas Cómicas Tip Top. Impreso en la década del treinta, era una valiosísima pieza de arte norteamericano, uno de los primeros libros cómicos, un objeto de colección muy buscado. Por supuesto, llevaba otras cosas en las maletas, que mostraría primero. Iría ascendiendo gradualmente hasta la revista de historietas, bien guardada en una caja de cuero y envuelta en papel de seda en el centro de la maleta más grande.

La radio del pedetaxi aullaba melodías populares, compitiendo con las radios de los otros taxis, coches y ómnibus. Childan no oía, estaba acostumbrado. Ni siquiera veía los enormes avisos de neón que ocultaban los frentes de casi todos los edificios mayores. Al fin y al cabo Childan tenía también su letrero: a la noche se apagaba y encendía junto con todos los otros de la ciudad. ¿De qué otro modo era posible hacer propaganda? Había que ser realista.