Todo estaba desplegándose exactamente como ella quería.
—¿Cuánto tiempo estaremos en Denver? —le preguntó a Joe que había empezado a abrir unos paquetes sobre la cama—. Antes de seguir a Cheyenne.
Joe no contestó; estaba mirando algo dentro de la valija.
—¿Un día, o dos? —preguntó Juliana mientras se sacaba el abrigo nuevo—. ¿Piensas que podríamos quedarnos tres días?
Alzando la cabeza, Joe contestó: —Nos vamos esta noche.
Al principio Juliana no entendió, y luego no pudo creerlo. Se quedó mirando a Joe y él le devolvió la mirada, con una expresión torva, casi amenazadora, la cara apretada, con una tensión que ella no le había visto nunca antes. Joe no se movía, parecía paralizado, las manos metidas en la ropa de la valija, inclinado hacia adelante.
—Después de la cena —concluyó.
Juliana no sabía qué decir.
—De modo que ponte ese vestido azul que costó tanto dinero —dijo Joe—. El que te gusta, el bueno de veras, ¿me entiendes? —Comenzó a desabrocharse la camisa —Mientras me afeitaré y tomaré una buena ducha caliente. —La voz de Joe tenía una cierta cualidad mecánica, como si estuviese hablando desde muy lejos por medio de algún aparato. Volviéndose fue hacia el cuarto de baño con pasos duros y como a sacudidas.
Juliana pudo decir al fin con mucho trabajo: —Ya es demasiado tarde para salir.
—No. Terminaremos de comer a las cinco y media, a las seis a lo sumo. Llegaremos a Cheyenne en dos horas, dos horas y media. Es decir a las ocho y media, a las nueve como máximo. Podemos telefonear desde aquí, avisándole a Abendsen que vamos, explicarle la situación. Eso lo impresionará, un llamado de larga distancia. Le diremos que vamos a la costa del Atlántico, que estamos en Denver sólo esta noche, pero que el libro nos entusiasma tanto que iremos en coche hasta Cheyenne, ida y vuelta, sólo para…
Juliana lo interrumpió:
—¿Para qué?
Las lágrimas le venían ahora a los ojos y descubrió que tenía los puños apretados, con los pulgares dentro, como cuando era niña; sintió que la mandíbula le temblaba y al fin habló con una voz que apenas alcanzaba a oírse. —No quiero ir y verlo esta noche. No voy contigo. No quiero ir, no, ni siquiera mañana. Sólo quiero ver los espectáculos de aquí, como me prometiste. —Y mientras hablaba sintió que aquel miedo reaparecía y se le instalaba de nuevo en el pecho, ese pánico ciego y peculiar que nunca se le había ido del todo, aun en los mejores momentos con Joe. Era un pánico que subía y al fin la dominaba; Juliana lo sentía como un temblor en la cara, un color encendido que Joe podía notar fácilmente.
—Iremos enseguida —dijo Joe —y luego a la vuelta… veremos lo que haya que ver aquí. —Hablaba en un tono tranquilo y sin embargo con aquella dureza de muerte, como si estuviese recitando.
—No —dijo Juliana.
—Ponte el vestido azul. —Joe anduvo un momento entre los paquetes hasta que al fin encontró la caja más grande. La desató con cuidado, sacó el vestido, lo depositó sobre la cama, sin prisa —¿De acuerdo? Darás el gran golpe. Escucha, vamos a comprar una buena botella de scotch, de las caras, y la llevaremos con nosotros. Aquel Vat 69.
Frank, pensó Juliana, ayúdame. Estoy en algo que no entiendo.
—Es mucho más lejos de lo que piensas —respondió—. Miré en el mapa. Llegaremos de veras tarde, como a las once o después de medianoche.
Joe dijo entonces: —Ponte ese vestido o te mataré. Cerrando los ojos, Juliana se echó a reír entre dientes. Mi entrenamiento, pensó, fue eficaz, al fin y al cabo. Veremos ahora. ¿Podría este hombre matarme, o no podría yo pellizcarle un nervio en la espalda y dejarlo tullido por el resto de su vida? Pero él había luchado en un tiempo con los comandos ingleses; ya había pasado por eso, hacía años.
—Sé que quizá podrías eliminarme —dijo Joe—, o quizá no.
—No eliminarte —dijo Juliana—. Dejarte incapacitado para siempre. Puedo hacerlo. Viví en la costa oriental y los japoneses me enseñaron, en Seattle. Vete a Cheyenne si quieres y déjame aquí. No trates de obligarme. Te tengo miedo y lo intentaré. —Se le quebró la voz. Intentaré lo peor para ti, si te acercas.
—Oh, vamos, ponte ese maldito vestido. ¿A qué viene todo esto? Tienes que estar loca hablando así de matarme y dejarme impedido, sólo porque quiero que subas al coche después de cenar y vayamos a ver al autor de ese libro que tu…
Llamaron a la puerta.
Joe caminó a grandes pasos y abrió. Un muchacho uniformado dijo en el corredor: —Servicio de valet, señor. Lo pidió usted en portería.
—Oh sí —dijo Joe yendo hacia la cama. Juntó las camisas que acababan de comprar y se las dio al botones—. ¿Pueden tenerlas listas en media hora?
—Sólo un poco de plancha en los pliegues —dijo el muchacho, examinando las camisas—. No necesitan limpieza. Sí, señor, seguro.
Joe cerraba la puerta cuando Juliana dijo: —¿Cómo sabes que hay que planchar las camisas blancas nuevas, antes de usarlas?
Joe no contestó; se encogió de hombros.
—Alguien me lo dijo alguna vez —continuó Juliana—. Como mujer tendría que saberlo. Cuando las sacas del celofán están todas arrugadas…
—Cuando yo era más joven me gustaba mucho salir y vestirme bien.
—¿Cómo sabías que había aquí servicio de valet? Yo no lo sabía. ¿Es cierto que te cortaste y teñiste el pelo? Pienso que siempre fuiste rubio y que estabas usando peluca. ¿No es así?
Joe se encogió otra vez de hombros.
—Tienes que ser un hombre de la SD —dijo Juliana—. Presentándote como un chofer de camiones. Nunca luchaste en África del Norte, claro que no. Te encomendaron que vinieras aquí y mataras a Abendsen, ¿no es cierto? Por supuesto que sí. Me parece que he sido una tonta.
Juliana se sentía ahora reseca, marchita. Al cabo de un rato, Joe dijo: —Claro que luché en África del Norte. Quizá no con la artillería de Pardi, pero sí con los brandenburgueses —continuó—. Wehrmacht Kommando. Infiltrados en las filas británicas. No entiendo qué diferencia hace, vimos mucha acción. Yo estaba en El Cairo; obtuve una medalla y me nombraron cabo.
—¿Esa lapicera fuente es un arma?
Joe no respondió.
—Una bomba —comprendió Juliana de pronto—. Una bomba trampa \que estalla cuando la tocas.
—No —dijo Joe—. Un transmisor y receptor de dos vatios. Así puedo mantenerme en contacto por si hay un cambio de planes, lo que no sería raro con la actual situación política de Berlín.
—Te pones en contacto con ellos justo antes de hacerlo. Para estar seguro.
Joe asintió.
—No eres italiano, eres alemán.
—Suizo.
—Mi marido es judío —dijo Juliana.
—No me interesa lo que es tu marido. Lo único que quiero es que te pongas ese vestido y que lo arregles para ir a cenar. Péinate de algún modo. Me gustaría que hubieses ido a la peluquería. Quizá el salón de belleza del hotel esté todavía abierto. Puedes ir mientras espero por mis camisas y tomo una ducha.
—¿Cómo vas a matarlo?
—Por favor, ponte ese vestido nuevo, Juliana —dijo Joe—. Llamaré abajo y preguntaré por el peluquero. —Fue hacia el teléfono.
—¿Por qué necesitas que, vaya contigo?
Marcando un número en el teléfono Joe, dijo: —Tenemos informes sobre Abendsen y parece que le atrae cierto tipo de muchacha morena, libidinosa. Un tipo específico del Mediterráneo o del Medio Oriente.
Mientras Joe le hablaba a la gente del hotel, Juliana se volvió y se echó sobre la cama, tapándose la cara con un brazo.
—Tienen una peinadora —dijo Joe mientras colgaba el teléfono—, y puede atenderte ahora mismo. Baja al salón, está en el entrepiso. —Joe extendió la mano, alcanzándole algo. Juliana abrió los ojos y vio que eran más letras del Reichsbank. —Para pagarle a la mujer.