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—Déjame en paz, ¿quieres? —dijo Juliana.

Joe la miró con curiosidad y preocupación.

—Seattle es como hubiese sido San Francisco —dijo Juliana —si no se hubiera incendiado. Edificios de madera realmente viejos y algunos de ladrillos, y con lomas como San Francisco. Los japoneses de allí están desde mucho antes de la guerra. Tienen todo un barrio de casas y tiendas, muy antiguo; es un puerto. —Ese viejito japonés que me enseñó… Yo había ido allí con un tipo de la marina, y fue entonces cuando empecé a tomar esas lecciones. Minoru Ichoyasu; llevaba chaqueta y corbata; redondo como un yo —yo. Daba lecciones en el piso de arriba, en un edificio de oficinas japonés. Tenía en la puerta uno de esos letreros anticuados, de letras doradas, y una sala de espera, como un dentista, con números viejos dcl National Geographics.

Inclinándose sobre Juliana, Joe la tomó del brazo y la sentó, sosteniéndola con un brazo. —¿Qué te pasa? Pareces enferma. —La miró, estudiándole la cara.

—Me estoy muriendo, —dijo Juliana.

—No es más que una crisis de ansiedad. ¿No las tienes todo el día? Puedo traerte un sedante de la farmacia del hotel. ¿Qué te parece fenobarbital? Y no comemos nada desde las diez de la mañana. No te preocupes, te pondrás bien. Cuando lleguemos a casa de Abendsen no tendrás que hacer nada, sólo estar conmigo. Yo llevaré la conversación; tú muéstrate amable, con él y conmigo, no te separes de él y háblale para que se quede con nosotros y no se vaya. Estoy seguro de que cuando te vea con ese vestido italiano nos dejará entrar. Yo mismo te invitaría a entrar, si fuese él.

—Déjame ir al cuarto de baño —dijo Juliana—. Me siento enferma, por favor. —Trató de librarse de Joe. —Déjame ir, tengo náuseas.

Joe la dejó ir, y Juliana cruzó el dormitorio tambaleándose y se encerró en el baño.

Puedo hacerlo, se dijo, y encendió la luz. Cerró los ojos, enceguecida, y buscó en el botiquín: un paquete de hojas de afeitar, jabón, pasta de dientes. Abrió el paquetito nuevo de hojas; sí, eran de un solo filo; sacó una hoja nueva, aceitosa, negroazulada.

El agua corrió en la ducha. Juliana dio un paso adelante… Dios, estaba vestida, se había estropeado la ropa, le chorreaba el pelo. Horrorizada, trastabilló, cayó, sosteniéndose en alguna parte; tenía las medias empapadas… Se echó a llorar.

Joe la encontró de pie junto al lavabo. Juliana se había quitado las ropas arruinadas y estaba allí de pie, desnuda, apoyada en un brazo, descansando.

—Jesucristo —le dijo a Joe cuando se dio cuenta de que él estaba allí—, no sé qué hacer. Me estropeé el traje de lana. —Juliana señaló con una mano; Joe se volvió y vio el montón de ropas empapadas.

En un tono tranquilo, pero con una cara alterada, Joe dijo: —Bueno, no ibas a ponerte ése de todos modos. —Tomó una toalla blanca de mano y secó a Juliana, llevándola de vuelta a la habitación alfombrada y tibia. —Ponte la ropa interior, ponte algo. Haré que la peinadora venga aquí, no hay otro remedio. —Levantó otra vez el tubo del teléfono.

—¿Me conseguiste esas píldoras? —preguntó Juliana cuando Joe acabó de hablar.

—Me olvidé. Llamaré a la farmacia. No, espera, tengo algo. Nembutal o una cosa parecida. —Joe fue deprisa hasta la valija y buscó dentro.

Cuando volvió con dos cápsulas amarillas, Juliana le dijo: —¿Me destruirán? —Tomó las cápsulas con mano torpe.

—¿Qué? —dijo Joe, torciendo la cara.

Me pudrirán el bajo vientre, pensó Juliana. Me lo secarán para toda la vida.

—Quiero decir —explicó con cuidado—, ¿no impedirán que me concentre?

—No. Es un producto de la A.G. Chemie que me dieron allá. Las tomo cuando no puedo dormir, Te traeré un vaso de agua. —Joe corrió.

La hoja, pensó Juliana. Me la tragué. Ahora me hará pedazos el vientre. El castigo por haberme casado con un judío y complicarme la vida con un asesino de la Gestapo. Sintió que las lágrimas le venían otra vez a los ojos, hirviendo. El castigo de todos los crímenes.

—Vamos —dijo, poniéndose de pie—. La peinadora.

—¡No estás vestida! —Joe la sostuvo, la hizo sentar, y trató sin éxito de ponerle los calzones. —Tengo que hacer que te arreglen el pelo —dijo con una voz desesperada —¿Dónde está esa Hur, esa mujer?

Juliana habló, lenta y dolorosamente: —El pelo esconde manchas en la piel. Manchas que no se pueden guitar con un gancho. El gancho de Dios. Pelo, manchas, Hur. —Las píldoras que había tornado, probablemente ácido de trementina. Habrían tenido una reunión y decidieron que a ella le darían el solvente más corrosivo.

Joe estaba mirándola y palideció. Me lee los pensamientos, se dijo Juliana. Me lee la mente con la máquina, aunque no la encuentro.

—Esas píldoras —dijo—. Estoy confundida y aturdida.

—No te las tomaste —dijo Joe, señalando el puño de Juliana; las píldoras estaban todavía allí—. Estás mentalmente enferma —continuó Joe. Ahora parecía pesado, lento, como una masa inerte—, Estás muy enferma. No podemos ir.

—No, doctor —dijo Juliana—. Pronto estaré bien. —Trató de sonreír, y miró a Joe a la cara, como para ver si lo había conseguido.

—No puedo llevarte a la casa de Abendsen —dijo Joe—. No hoy por lo menos. Mañana. Quizá estarás mejor. Lo intentaremos mañana, tenemos que hacerlo.

—¿Puedo ir ahora al baño otra vez?

Joe asintió, temblándole la cara, oyéndola apenas. Juliana volvió al cuarto de baño y cerró de nuevo. Sacó otra hoja del botiquín, y la tomó en la mano derecha. Reapareció en el cuarto.

—Adiós —dijo..

Abría la puerta del corredor cuando Joe gritó y la tomó entre los brazos tratando de retenerla.

Un movimiento rápido. —Horrible —dijo Juliana—, violadores. Cómo no lo supe antes. —Listos para arrebatarle la cartera, bestias que acechaban en la noche. Ella podía manejárselas Bola. ¿Adónde había ido a parar el último? Se abofeteaba el cuello, bailaba alrededor. —Déjame pasar —dijo ella—. No me cierres el paso si no quieres que te dé una lección. Sólo para mujeres, sin embargo. —Levantando la mano con la hoja de afeitar, Juliana continuó abriendo la puerta. Joe estaba sentado en el piso, con las manos apretadas alrededor de la garganta. La posición quemadura de sol. —Adiós —dijo Juliana, y cerró la puerta, detrás de ella. El corredor era tibio y alfombrado.

Una mujer de delantal blanco, tarareando o cantando, venía empujando un carrito, la cabeza baja. Miraba al pasar los números en las puertas y llegó frente a Juliana. Alzó la cabeza, vio a Juliana, y se quedó mirándola, boquiabierta.

—Oh querida —dijo—, parece que está usted borracha de veras. Necesita bastante más que una peinadora. Métase en su cuarto y póngase unas ropas antes que la echen del hotel. Señor. —Abrió la puerta detrás de Juliana. —Que ese hombre de usted la ayude. Pediré abajo café caliente. Entre ahora, por favor. —La mujer empujó a Juliana dentro del cuarto, cerró de un portazo, y se alejó empujando el carrito.

La peinadora, comprendió Juliana. Se miró y vio que no tenía nada puesto.

—Joe —dijo—. No me dejarán. —Encontró la cama, la valija; la abrió y desparramó unas ropas. Ropa interior, una blusa, una falda… un par de zapatos bajos. —Hazme volver —dijo. Encontró un peine, se lo pasó rápidamente por el pelo, y luego se cepilló—. Qué experiencia. La mujer estaba justo afuera, a punto de llamar. —Se enderezó y buscó el espejo. —¿Mejor ahora? —Había un espejo en la puerta del ropero. Juliana se examinó, volviéndose, poniéndose de lado, de puntillas. —Estoy tan aturdida —dijo mirando alrededor—. Apenas sé lo que hago. Times que haberme dado algo, y sea lo que sea me ha enfermado todavía más en vez de ayudarme.