Todavía sentado en el piso, apretándose un lado del cuello, Joe dijo: —Escucha, eres muy hábil, me cortaste la aorta. La arteria del cuello. Riendo entre dientes, Juliana se llevó una mano a la boca. —Oh Dios, qué calamidad eres, confundes las palabras. La aorta está en el pecho. Quieres decir la carótida.
—Si me suelto el cuello —dijo Joe —me desangraré en dos minutos. Lo sabes muy bien. De modo que consígueme ayuda, un médico o una ambulancia. ¿Me entiendes? ¿Fue deliberado? Claro que sí. Muy bien, ¿llamas o buscas a alguien?
Después de pensarlo un rato Juliana dijo: —Fue deliberado.
—Bueno —dijo Joe—, pero ahora consígueme a alguien. Lo necesito.
—Vé tú mismo.
—No consigo cerrármela bien. —La sangre se le había deslizado entre los dedos, hasta la muñeca. Había un charco en la alfombra. —No me atrevo a moverme. Tengo que quedarme aquí. Juliana se puso la chaqueta nueva, cerró la cartera nueva de cuero hecha a mano, recogió la valija y todos los paquetes que pudo, asegurándose en particular de que llevaba la caja del vestido azul italiano. Mientras abría la puerta del pasillo se volvió a Joe. —Quizá pueda avisar en portería —dijo—. Abajo.
—Sí —dijo Joe.
—Muy bien —dijo Juliana—. Les avisaré… No me busques en mi casa de Canon City pues no volveré allí. Y tengo una buena parte de esas letras del Reichsbank, de modo que estoy bien, a pesar de todo. Adiós. Lo siento. —Juliana cerró la puerta y echó a correr por el pasillo cargando la valija y los paquetes. En el ascensor, un hombre de negocios de edad mediana y bien vestido y la mujer que lo acompañaba la ayudaron con los paquetes, y cuando llegaron al vestíbulo se los pasaron a un botones.
—Gracias —les dijo Juliana.
Luego que el botones llevó la valija y los paquetes a través del vestíbulo, hasta la entrada del hotel, Juliana encontró un empleado que le explicó cómo podía retirar el coche. Al rato estaba en el helado garaje de cemento debajo del hotel, esperando a que alguien le trajera el Studebaker. En el bolso había toda clase de cambio; le dio propina al hombre del garaje y subió por la rampa iluminada de amarillo y entró en la calle oscura con luces de autos y letreros de neón.
El portero uniformado del hotel la ayudó personalmente a cargar la valija y los paquetes en el baúl del coche, alentándola con una sonrisa tan constante y cordial que Juliana exageró la propina. Nadie trató de detenerla, y esto la asombró; ni siquiera habían levantado una ceja. Sabían sin duda que Joe pagaría, decidió, o quizá él ya había pagado al entrar.
Mientras esperaba junto con otros coches a que cambiaran las luces de una bocacalle, recordó que no había avisado en el hotel que Joe estaba sentado en el piso del cuarto, necesitando un médico. Todavía estaría allí esperando hasta el fin del mundo, o hasta que apareciese la mujer de la limpieza en algún momento de la mañana. Será mejor que vuelva, decidió Juliana, o que llame por teléfono. Buscaría una cabina.
Qué disparate, pensó mientras manejaba buscando un sitio para estacionar y llamar por teléfono. Nadie lo hubiese pensado una hora antes. Cuando habían entrado en el hotel, mientras hacían compras… Habían estado a punto de vestirse para cenar; casi habían llegado a ir a un club nocturno. Juliana descubrió que estaba llorando otra vez; las lágrimas le chorreaban por la nariz y le caían en la blusa, mientras manejaba. Qué error no haber consultado el oráculo, pensó; me hubiese prevenido de algún modo. ¿Por qué no lo había consultado? Hubiera podido hacerlo, en cualquier momento, en cualquier sitio a lo largo del viaje o aun antes de salir. Sintió de pronto que un gemido le nacía en la garganta y no pudo reprimirlo; era un ruido, un aullido que nunca se había oído antes; la horrorizaba, pero no podía acallarlo, aun apretando los dientes. Era un canto horrible, un quejido que le subía a la nariz.
Estacionó al fin y se quedó sentada en el auto, con el motor encendido, temblando, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Cristo, se dijo a sí misma, agobiada, son cosas que ocurren a veces. Salió del coche y sacó la valija del baúl; en el asiento de atrás abrió la valija y buscó entre las ropas y zapatos hasta que encontró los dos volúmenes negros del oráculo. Allí, en el asiento de atrás, con el motor en marcha, se puso a tirar las monedas de los EEMR a la luz de un escaparate cercano. ¿Qué haré? preguntó. Dime qué hago, por favor.
Hexagrama Cuarenta y dos, Aumento, con líneas móviles en el segundo tercero, cuarto y sexto lugar, y que daban como segundo hexagrama el Cuarenta y tres, Irrupción, Recorrió el texto ansiosamente, atendiendo a los sucesivos niveles de significado, juntando y comprendiendo. Jesús, describía exactamente la situación; un milagro una vez más. Todo lo que había ocurrido, allí ante sus ojos, resumido, esquemático.
Es favorable tener una meta. Es favorable cruzar las grandes aguas.
Viajar, irse, hacer algo importante, no quedarse allí. Ahora las líneas. Los labios de Juliana se movieron, buscando…
Diez pares de tortugas no pueden oponérsele. La perseverancia firme trae buena fortuna. El rey se presenta ante el Señor.
Ahora un seis en la tercera. Juliana leyó sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
Se enriquece por acontecimientos infortunados. No hay culpa si eres sincero y caminas por el medio y llevando el sello informal al príncipe.
El príncipe… era Abendsen. El sello, el ejemplar del libro. Acontecimientos infortunados; el oráculo sabía lo que le había ocurrido, ese horror con Joe o como se llamara. Seis en el cuarto lugar:
Si caminas por el medio e informas al príncipe, él se convencerá.
Tengo que ir allí, comprendió Juliana, aun si Joe me sigue. La última línea móvil, nueve arriba.
No aumenta a nadie. En verdad, alguien lo golpea. No tiene firmeza de corazón. Desgracia.
Oh Dios, pensó Juliana. Se refiere al asesino, la gente de la Gestapo. Me dice que Joe o alguien como él, algún otro, irá allá y matará a Abendsen. Rápido, volvió la página. Hexagrama Cuarenta y tres. El juicio:
Hay que proclamar la verdad resueltamente en la corte del rey. Hay que ser franco. Peligro. Es necesario informar a la propia ciudad. No es favorable llevar armas. Es favorable tener una meta.
De modo que de nada servía regresar al hotel y terminar con Joe; era inútil, pues enviarían a otros. De nuevo el oráculo decía, aún con más énfasis: Vé a Cheyenne y avisa a Abendsen, por más peligroso que sea. Tienes que decirle la verdad —
Juliana cerró el libro.
Sentándose otra vez al volante, se metió en la corriente del tránsito. Poco después había encontrado el camino de salida de la ciudad y entraba en la autobahn del norte, con el acelerador a fondo. El motor parecía palpitar de algún modo, sacudiendo el volante y el asiento y todo lo que había en el coche.
Gracias a Dios por el doctor Todt y sus autobahns, se dijo Juliana mientras se precipitaba en la oscuridad, viendo sólo las luces de sus propios faros y las líneas blancas sobre el asfalto.
A las diez de la noche y a causa de dificultades en un neumático, no había llegado todavía a Cheyenne, de modo que no le quedaba otra cosa que hacer que salir del camino y buscar algún sitio donde dormir.
Un letrero que indicaba una salida de la autobahn decía GREELEY OCHO KILÓMETROS. Iré a Cheyenne mañana a la mañana temprano, se dijo Juliana mientras conducía el coche por la calle principal de Greeley pocos minutos más tarde. Había por allí varios moteles con anuncios de habitaciones disponibles, de modo que ya tenía donde pasar la noche. Decidió que llamaría enseguida a Abendsen anunciándole que iba.