Estacionó y salió trabajosamente del coche, contenta de poder estirar las piernas. Todo el día en el camino, desde las ocho de la mañana. Calle abajo, no muy lejos, podía verse una cafetería nocturna. Fue hacia allí con las manos en los bolsillos de la chaqueta, y muy pronto se encontró encerrada en la intimidad de una cabina telefónica, pidiéndole a la operadora información sobre Cheyenne.
Gracias a Dios los Abendsen estaban en la guía. Juliana puso las monedas y la operadora llamó.
—Hola —dijo una voz de mujer, joven, vigorosa, agradable; una mujer que tiene aproximadamente mi edad, reflexionó Juliana.
—¿Señora Abendsen? —dijo —¿Podría hablar con el señor Abendsen?
—¿Quién habla, por favor?
—Leí el libro —dijo Juliana —y he viajado en auto todo el día desde Canon City en Colorado. Estoy en Greeley ahora. Pensé que llegaría ahí esta noche, pero no, de modo que quisiera saber si podría verlo mañana en algún momento.
Luego de una pausa la señora Abendsen dijo con una voz todavía amable: —Sí, es demasiado tarde ahora; nos acostamos temprano aquí. ¿Hay alguna… razón especial por la que quiera usted ver a mi marido? Está trabajando mucho últimamente.
—Quiero hablar con él —dijo Juliana, y le pareció que estaba hablando con una voz dura y gris; se quedó mirando la pared de la cabina, no sabiendo qué otra cosa decir. Le dolía el cuerpo, y tenía la boca reseca y con un gusto amargo. Más allá de la cabina alcanzaba a ver al hombre de la cafetería, sirviéndole batidos de leche a cuatro adolescentes. Tuvo ganas de estar allí, con ellos. Apenas prestaba atención a lo que decía la señora Abendsen. Necesitaba tomar algo frío, y quizá un sándwich de ensalada de pollo para acompañar la bebida.
—Hawthorne trabaja irregularmente —estaba diciendo la señora Abendsen con aquella voz alegre y vivaz—. Si se aparece usted mañana por aquí no puedo prometerle nada porque quizá él esté ocupado, pero si usted ya lo sabía antes de viajar…
—Si —interrumpió Juliana.
—Sé que le gustaría hablar con usted unos pocos minutos —continuó la señora Abendsen—. Pero por favor no se sienta decepcionada si no encontrara tiempo de hablar con usted o aun de verla.
—Leímos el libro y nos gustó —dijo Juliana—. Lo tengo conmigo.
—Ya veo —dijo la señora Abendsen cordialmente.
—Nos detuvimos en Denver y estuvimos de compras, de modo que perdimos mucho tiempo. —No, pensó Juliana, todo ha cambiado, todo es diferente ahora. Escuche —dijo—, el oráculo me aconsejó que viniera a Cheyenne.
—Oh Dios —dijo la señora Abendsen, como si supiese lo del oráculo, y no se tomara la situación en serio.
—Le leeré las líneas. —Juliana había llevado el libro a la cabina. Poniendo los volúmenes en el estante junco al teléfono, volvió trabajosamente las páginas. Sólo un segundo. —Encontró la página y le leyó a la señora Abendsen primero el juicio y luego las líneas. Cuando llegó al nueve en la última (la línea que hablaba de alguien que era golpeado y de desgracia) oyó que la señora Abegdsen exclamaba algo. —¿Perdón? —lijo Juliana, haciendo una pausa.
—Adelante —dijo la señora Abendsen. El tono de la mujer, pensó Juliana, parecía ahora más atento, un tono de alerta.
Luego que Juliana leyó el juicio del hexagrama Cuarenta y tres, con la advertencia de peligro, hubo un silencio. La señora Abendsen no dijo nada y Juliana no dijo nada.
—Bueno, trataremos de verla mañana entonces —dijo al fin la señora Abendsen—. ¿Me dice su nombre, por favor?
—Juliana Frink —dijo Juliana—. Muchas gracias, señora Abendsen.
La operadora estaba diciendo algo ahora a propósito del tiempo de la comunicación, y juliana colgó, recogió la cartera y los volúmenes del oráculo, dejó la cabina y se acercó al mostrador de la cafetería.
Luego de haber ordenado un sándwich y una coca, y mientras estaba sentada fumando y descansando, se dio cuenta en un arrebato de incrédulo horror que no le había dicho nada a la señora Abendsen del hombre de la Gestapo o la SD o lo que fuera, el llamado Joe Ginnadella que ella había dejado en un cuarto de hotel en Denver. Le costaba creerlo. Se le había olvidado. Se le había ido completamente de la cabeza. ¿Cómo era posible? Tenía que estar trastornada. Enferma, estúpida y trastornada.
Durante un momento revolvió el bolso tratando de encontrar cambio para otra llamada. No, decidió cuando ya iba a dejar el banquillo. No podía llamarlos de nuevo esa noche. Lo dejaría así. Era demasiado tarde, estaba cansada, y ellos quizá ya dormían.
Se comió el sándwich de ensalada de pollo, se bebió la coca, y fue luego en el auto hasta el motel más próximo. Alquiló un cuarto, y temblando se escurrió en la cama.
Capítulo 14
El señor Nobusuke Tagomi pensó que no había respuesta, ni siquiera la posibilidad de entender, aun en el oráculo. Sin embargo, tenía que seguir viviendo, día tras día.
Pasaría algún tiempo retirado oculto, hasta que más tarde, cuando…
De cualquier modo se despidió de su mujer y dejó la casa. Pero hoy no iría al edificio del Times nipón. ¿Un poco de distracción? ¿Ir a visitar el zoo y los peces del parque de la Puerta de Oro? Visitar cocas incapaces de pensar y sin embargo felices.
Tiempo. El viaje era largo para un pedetaxi, y eso le daba más tiempo para ver. Si así podía decirse.
Pero los árboles y el zoo no eran personales. Nobusuke Tagomi no tenía otro punto de apoyo posible que la vida de los hombres. Era como si hubiesen hecho de él un niño, aunque eso quizá estaba bien. Quizá podía sacarle algún provecho.
El conductor del pedecoche, pedaleó a lo largo de la calle Kearny hacia el centro de San Francisco. Tomaría un coche funicular, pensó de pronto el señor Tagomi. Un viaje feliz, claro, que casi arrancaba lágrimas. Un objeto que debiera haberse desvanecido a principios del siglo y que sin embargo todavía existía.
Despidió al pedetaxi, y caminó a lo largo de la acera hasta la línea funicular más rápida.
Quizá, pensó, nunca vuelva al edificio del Times nipón, que hiede a Muerte. Mi camera ha terminado, pero eso no es un problema. El Consejo de las Misiones Comerciales le encontraría pronto un reemplazante. Pero él todavía caminaba, existía, recordándolo todo. De modo que nada había llegado a un fin definitivo.
En cualquier caso la guerra, la operación Diente de León, los barrería a todos. No importaba lo que estuviesen haciendo entonces. El enemigo, el aliado de la última guerra, ¿qué beneficio les había traído? Quizá hubiera sido mejor que hubiesen combatido contra ellos, se dijo Tagomi, o haber permitido que perdiesen ayudando al enemigo, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia.
Ninguna esperanza, a cualquier lado que uno mirase.
El oráculo, enigmático. Quizá se había retirado del mundo afligido de los hombres. Los sabios se iban.
Habían entrado en un Momento en que estaban solos. No podían buscar ayuda, como antes. Bueno, pensó el señor Tagomi, quizá también, esto fuese beneficioso, o quizá pudiera cambiárselo en algo beneficioso. Había que seguir buscando el camino.
Subió al coche funicular de la calle California, y fue hasta el fin de la línea. Hasta bajó del coche y ayudó a moverlo en la plataforma giratoria de madera. Esta, de todas las experiencias de la ciudad, era la que tenía más significado para él, de costumbre. Ahora el efecto se había debilitado mucho; sentía todavía más la presencia del vacío; la malignidad lo había invadido todo.