Por supuesto, hizo el viaje de vuelta. Pero era sólo una formalidad, comprendió, mientras miraba las calles, los edificios, el tránsito que iba ahora en la otra dirección.
Cerca de Stockton se levantó para bajar. Pero en la parada, cuando ya descendía, el conductor lo llamó:
—Señor, su portafolios.
—Gracias —dijo el señor Tagomi. Extendiendo un brazo tomó el portafolios y luego saludó con una inclinación de cabeza mientras el coche se ponía otra vez en marcha con un sonido metálico. Cosas de valor en el portafolios, pensó Tagomi. Un Colt 44, inapreciable pieza de colección. Ahora siempre al alcance de la mano por si los asesinos de la SD intentaban una venganza individual. Nunca se sabía. Y sin embargo… el señor Tagomi pensó que esta nueva costumbre, a pesar de todo lo que había ocurrido, era neurótica. No podía vivir atado a eso, se dijo de nuevo mientras caminaba llevando el portafolios. Una fobia compulsiva —obsesiva. Pero no podía librarse.
Yo aferrado al arma, y el arma aferrada a mí, pensó.
¿Había perdido entonces aquella actitud de complacencia? ¿La memoria de lo ocurrido le había pervertido todos los instintos? Quizá la colección entera estaba estropeada ahora, y no sólo su relación con una pieza particular. La colección había sido un área muy importante en su vida, en la que se había demorado, ay, con una excesiva satisfacción.
Llamó a un pedetaxi y le dio al conductor la dirección de la tienda de Robert Childan en la calle Montgomery. Quería hacer la prueba. Había quedado un hilo colgado, lo único quizá que admitía aún una intervención voluntaria, un truco que podía calmar aquella ansiedad: negociar el revólver como una pieza de auténtico valor histórico. El revólver tenía para él demasiada historia subjetiva… de una especie inadecuada. Pero la historia terminaba en éclass="underline" el revólver no tendría ese significado para ningún otro.
Libérate, decidió excitado. Cuando el revólver desaparezca, todo se irá con él, las nubes del tiempo. Pues esas nubes no estaban sólo en su mente, estaban —como la teoría de la historia lo había dicho siempre —dentro del revólver mismo. Una ecuación entre ambos.
Llegó a la tienda, donde había tenido tantos asuntos, se dijo mientras le pagaba al conductor. Tanto de negocios como privados. Entró en la tienda llevando el portafolios.
Allí estaba el señor Childan, junto a la caja, pasándole un paño a algún artefacto.
—Señor Tagomi —dijo el señor Childan con una reverencia.
—Señor Childan. —Tagomi saludó también inclinándose.
—Qué agradable sorpresa. —Childan dejó el objeto y el paño y se acercó dando vuelta al mostrador. El rito de costumbre, la bienvenida, etcétera. Sin embargo el señor Tagomi sentía que algo había cambiado en Childan. Muy callado ante todo. Mejor, decidió. Childan había sido siempre un poco ruidoso, chillón, agitado. Pero esto quizá era un mal augurio.
—Señor Childan —dijo el señor Tagomi poniendo el portafolios sobre el mostrador y abriendo el cierre relámpago—. Quisiera ofrecerle una pieza que compré hace años, aquí mismo.
—Si —dijo el señor Childan—. Depende del estado, por ejemplo. —Observó al señor Tagomi, atento.
—Un revólver Colt 44 —dijo el señor Tagomi.
Los dos hombres callaron mirando el revólver en el estuche abierto de madera de teca y la caja empezada de munición.
Una sombra más fría del lado del señor Childan. Ah, comprendió el señor Tagomi. Bueno, así era. —No está usted interesado —dijo.
—No, señor —dijo el señor Childan con una voz tensa.
—No insistiré. —El señor Tagomi se sentía sin fuerzas y cedió, invadido, de yin, adaptable, receptivo, temeroso…
—Perdóneme, señor Tagomi.
El señor Tagomi hizo una reverencia y guardó el arma, la munición, el estuche en el portafolios. Era el destino, tenía que conservar el revólver.
—Parece usted… muy decepcionado —dijo el señor Childan.
—Se ha dado usted cuenta.
El señor Tagomi estaba perturbado. ¿Estaba haciendo un espectáculo público de su mundo interior? Se encogió de hombros.
—¿Hay alguna razón especial por la que quiera usted desprenderse de esta pieza? —dijo el señor Childan.
—No —dijo el señor Tagomi, ocultando otra vez su mundo personal, como tenía que ser.
El señor Childan titubeó, y enseguida dijo: —Me pregunto… si esta pieza vendrá de mi tienda. No trabajo en esa línea.
—Estoy seguro —dijo el señor Tagomi—, pero no importa. Acepto la decisión de usted. No me siento ofendido.
—Señor —dijo Childan—, permítame mostrarle algo que acaba de entrar. ¿Tiene usted libre un momento?
El señor Tagomi sintió el viejo cosquilleo. —¿Algo de interés insólito?
—Venga, señor. —Childan cruzó la tienda enseñando el camino. Tagomi lo siguió.
Dentro de una caja de vidrio, en bandejas de terciopelo negro, había unas piecitas de metal, de formas apenas esbozadas. El señor Tagomi tuvo una impresión extraña mientras se inclinaba a examinar las piezas.
—Se las muestro sin excepciones a todos mis clientes —dijo Robert Childan—. Señor, ¿sabe usted qué son?
—Joyas, parece —dijo el señor Tagomi distinguiendo un alfiler.
—Hechas aquí en Norteamérica, sí, por supuesto. Pero señor, estas piezas no son antiguas.
El señor Tagomi alzó los ojos.
—Señor, son nuevas. —Las facciones blancas, algo parduscas de Robert Childan estaban alteradas por la pasión. —Esta es la vida nueva de mi país, señor. El comienzo, en semillas diminutas a imperecederas. Semillas de belleza.
El señor Tagomi, adecuadamente interesado, se tomó tiempo en examinar en sus propias manos varias de las piezas. Sí, había allí algo nuevo que les daba vida, decidió. Una confirmación de la ley del Tao; cuando el yin se extiende alrededor, el primer movimiento de la luz aparece de pronto en los abismos más oscuros… Todos conocían el fenómeno; lo habían visto antes, como él lo veía ahora. Y sin embargo esas joyas no eran para él sino pedacitos de hierro. No podía entusiasmarse, como el señor R. Childan, allí presente. Lástima, por los dos. Pero así era.
—Muy bonitas —murmuró, dejando las piezas.
El señor Childan dijo con una voz forzada: —Señor, no se obtiene enseguida.
—¿Cómo dice?
—La nueva visión del corazón.
—Habla usted como un converso —dijo el señor Tagomi—. Ojalá yo lo fuera, pero no lo soy. —Hizo una reverencia.
—Otra vez será —dijo el señor Childan acompañándolo hasta la salida; no había intentado mostrarle ninguna otra pieza, notó el señor Tagomi.
—La seguridad de usted no me parece del mejor gusto —dijo el señor Tagomi—. La siento como un arma de presión.
El señor Childan no se inmutó. —Perdóneme —dijo—, pero no me equivoco. Siento muy claramente que estas piezas son los apretados gérmenes del futuro.
—Que así sea —dijo el señor Tagomi—, pero ese fanatismo anglosajón no me atrae demasiado. —Sin embargo, sentía ahora algo así como una esperanza renovada, su propia esperanza. —Buenos días. —Una reverencia. Volveré pronto. Quizá podamos examinar entonces la profecía de usted.
El señor Childan se inclinó, sin decir nada.
El señor Tagomi partió llevándose el portafolios con el Colt 44 dentro. Salía como había entrado, reflexionó. Buscando todavía, sin eso que tanto necesitaba, si quería volver al mundo.
¿Y si hubiese comprado una de aquellas piecitas raras? Hubiera podido llevarla consigo y examinarla y contemplarla, y quizá así, de algún modo, encontrar el camino de vuelta. No. Eran piezas para el señor Childan, no para él. Y sin embargo, si alguien encontraba su camino… había de veras un Camino, aunque uno personalmente no lo alcanzara nunca.