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El señor Tagomi envidió al señor Childan. Dio media vuelta y regresó a la tienda. Allí, en el umbral, estaba el señor Childan, mirándolo. No había entrado todavía.

—Señor —dijo el señor Tagomi—, le compraré una de esas, la que usted elija. No tengo fe, pero últimamente estoy curioseando aquí y allá. —Siguió al señor Childan una vez más a través de la tienda hasta la caja de vidrio —No creo, pero la llevaré conmigo y la miraré a intervalos regulares. Día por medio, por ejemplo. Luego de dos meses, si no veo…

—Puede usted traérmela de vuelta —dijo el señor Childan.

—Gracias —dijo el señor Tagomi. Se sentía mejor. A veces había que intentar cualquier cosa, decidió. No era una desgracia. Al contrario, era un signo de sabiduría, de comprensión de la situación.

—Esto le dará paz —dijo el señor Childan. Sacó un pequeño triángulo de plata adornado con unas concavidades diminutas, como huellas de gotas. Negro debajo, brillante y luminoso arriba.

—Gracias —dijo el señor Tagomi.

El señor Tagomi fue en pedetaxi hasta Portsmouth Square, un parque pequeño en la ladera sobre la calle Kearny y que miraba al puesto de policía. Se sentó en un banco al sol. Unas palomas caminaban por los senderos de piedra en busca de comida. En otros bancos unos hombres mal entrazados leían el periódico o cabeceaban. Otros estaban tendidos en el césped aquí y allá, casi durmiendo.

Sacando del bolsillo el saquito de papel donde se leía el nombre de la tienda del señor Childan, el señor Tagomi lo sostuvo entre las dos manos, como calentándose al fuego. Luego abrió el saquito para mirar a solas aquella nueva adquisición, allí en aquel jardincito para ancianos, de hierba y senderos.

Sostuvo a la luz el triángulo de plata que reflejaba la luz del mediodía como una de esas chucherías que se obtienen cambiándolas por tapas de cajas de cereales, el cristal de aumento de Jack Armstrong. O también… miró dentro de la pieza. Om, como decían los brahmines. Un punto concentrado que es reflejo de todo. Las dos cosas, por lo menos insinuadas. El tamaño, la forma. Tagomi siguió mirando debidamente la pieza.

¿Llegaría la nueva visión, como el señor R. Childan había profetizado? Cinco minutos. Diez minutos. Se quedaría allí todo el tiempo posible. El tiempo, ay, daba prisa a los hombres. ¿Qué era aquello que tenía en la mano, mientras todavía había tiempo?

Perdóname, pensó el señor Tagomi mirando el triángulo. Las presiones externas lo obligaban a ponerse en marcha y actuar. Lamentándolo, empezó a poner el objeto de vuelta en el saco de papel. Una última mirada esperanzada, una mirada absorta, como la de un niño. Había que imitar la inocencia y la fe. En la Costa uno se lleva un caracol al oído y se oye un rumor que es la sabiduría del mar.

Aquí el ojo reemplazaba al oído. El señor Tagomi esperaba que el triángulo entrara al fin en él y le informara qué había ocurrido, qué significaba eso, y por qué. La comprensión y el entendimiento en un pequeño triángulo finito.

Pedía mucho, y quizá por eso no obtenía nada.

—Escucha —le dijo sotto voce al triángulo—. Te vendieron prometiéndome mucho.

Quizá si lo sacudía con violencia, como un viejo reloj recalcitrante. Así lo hizo, hacia arriba y abajo. O como un par de dados en un momento crítico de la partida, para despertar a la deidad interior. Era muy posible que estuviese durmiendo, o de viaje. La titilante y pesada ironía del profeta Elías. O quizá estaba persiguiendo a alguien. El señor Tagomi sacudió violentamente el triángulo de plata en el puño cerrado. Le habló en voz alta, lo miró de nuevo.

Triángulo, estás vacío, pensó. Maldícelo, se dijo, asústalo.

—Estoy perdiendo la paciencia —añadió en voz baja.

¿Qué le quedaba por hacer? ¿Arrojar la pieza a una alcantarilla? Echarle el aliento encima, sacudirla, echarle otra vez el aliento. Ganarle la partida.

Se rió. Una situación estúpida, allí a la luz cálida del sol. Un espectáculo para cualquiera que pasara. Espió alrededor, avergonzado. Nadie miraba. Unos viejos dormitaban cabeceando. Se sintió más tranquilo.

Lo había intentado todo, comprendió. Había rogado, contemplado, amenazado, filosofado. ¿Qué otra cosa podía hacerse?

No podía quedarse allí, no le era posible. Quizá se le presentara luego una nueva oportunidad. Y sin embargo, como decía W. S. Gilbert, una oportunidad semejante no se presentaría otra vez. ¿Era así? Sentía que sí.

Había sido niño y había tenido pensamientos de niño, pero ahora había que investigar nuevas áreas, examinar este objeto de nuevos modos.

Tenía que ser científico, agotar toda posibilidad mediante el análisis lógico, sistemáticamente, como una investigación en un laboratorio, clásica, aristotélica.

Se llevó un dedo a la oreja derecha para no oír el tránsito o cualquier otro ruido que pudiese distraerlo. Luego apretó el triángulo de plata, como un caracol, contra la oreja izquierda.

Ningún sonido. Ningún rumor de un fingido océano, en realidad los sonidos del movimiento de la sangre. Ni siquiera eso.

¿De qué otro sentido podía ayudarse para entender el misterio? el oído no servía, era evidente. El señor Tagomi cerró los ojos y pasó la punta de los dedos por toda la superficie de la pieza. Los dedos no le dijeron nada. El olfato. Se llevó la plata a la nariz y olió. Un débil olor metálico, pero sin significado especial. El gusto. Se metió en la boca el triángulo, como una galletita, pero no trató de morderlo. Ningún significado, sólo una cosa dura, fría y amarga.

Sostuvo otra vez el triángulo en la palma de la mano.

De vuelta a los ojos, el más elevado de los sentidos, de acuerdo con la escala de prioridad de los griegos. Miró el triángulo de plata de un lado y de otro, lo observó desde todo punto de vista extra rem.

¿Qué veía? se preguntó. Un largo, paciente y doloroso estudio lo estaba ayudando quizá a vislumbrar la verdad.

Cede, le decía el triángulo de plata, mostrando un arcano secreto.

Como una rana que sale de las profundidades, pensó el señor Tagomi. Apretada aquí en mi mano, venida a hablar de lo que yace bajo las aguas abisales. Pero esta rana ni siquiera se burla; se va endureciendo en silencio, convirtiéndose en piedra, o arcilla, o mineral. Inerte, desaparece volviendo a la rígida sustancia familiar en un mundo de tumbas.

El metal procede de la tierra, se dijo el señor Tagomi, de abajo, del reino interior, el más denso. El país de los gnomos y las cavernas, húmedo, siempre oscuro. El mundo yin, en su aspecto más melancólico. Un mundo de cadáveres, podredumbre y colapso. Un mundo de heces. Todo lo que ha muerto y vuelve atrás desintegrándose capa por capa. El mundo demoníaco de lo inmutable; el tiempo —que —fue.

Y sin embargo, a la luz del sol, el triángulo de plata resplandecía. Reflejaba la luz, el fuego, pensó el señor Tagomi. No era de ningún modo un objeto oscuro, húmedo, ni tampoco pesado, fatigado; palpitaba de vida. El reino elevado, el yang, el empíreo, lo etéreo, como correspondía a una obra de arte. Sí, esa era la tarea del artista: tomar el mineral de la tierra silenciosa y oscura, y transformarlo en una forma celeste, que refleja la luz.

El triángulo traía vida a los muertos; los cadáveres se encendían animándose; el pasado había cedido ante el futuro.

¿Quién eres? le preguntó el señor Tagomi al triángulo de plata. ¿El oscuro yin muerto o el brillante yang vivo? El triángulo de plata le bailó en la palma, encegueciéndolo. Tagomi entornó los ojos y miró el movimiento de las llamas.

Cuerpo de yin, alma de yang, el metal y el fuego unidos, lo interior y lo exterior; el microcosmo en la palma de la mano.

¿Y de qué espacio se hablaba aquí? el ascenso vertical, al cielo. ¿De qué tiempo? El mundo luminoso de lo mutable. El espíritu del objeto era ahora visible: la luz. Y el señor Tagomi clavaba los ojos en la luz, no podía mirar a otro lado, hechizado por una brillante superficie magnética.