Háblame ahora, le dijo al triángulo, ahora que te has adueñado de mí. Quería oír la voz, esa voz que vendría de la cegadora luz blanca, semejante a la que esperamos ver sólo en la existencia de más allá de la vida, en el Bardo Thodol. Pero él no tendría que esperar a la muerte, a la descomposición del animus en busca de un nuevo útero. No se le presentaría ninguna deidad, ni terrorífica ni benéfica, ni vería tampoco las luces humosas, ni las parejas en coito. Lo evitaría todo, excepto esta luz. Estaba preparado para enfrentarla, sin temor, y nada lo haría retroceder.
Sentía que los cálidos vientos del karma lo empujaban más y más, y sin embargo no se movía. El entrenamiento había sido correcto. No tenía que acobardarse ante la clara luz blanca. Si se acobardaba entraría de nuevo en el ciclo de nacimientos y muertes, y nunca conocería la libertad, nunca obtendría la liberación. El velo de maya se extendería una vez más si…
La luz desapareció. La mano del señor Tagomi sólo sostenía un triángulo opaco. Una sombra había borrado el sol. El señor Tagomi alzó los ojos.
Un policía alto, de uniforme azul, estaba de pie junto al banco, sonriendo.
—¿Eh? —dijo el señor Tagomi, sobresaltado.
—Sólo miraba cómo trabajaba usted en ese rompecabezas —dijo el policía volviéndose al sendero.
—Rompecabezas —repitió el señor Tagomi—. No es ningún rompecabezas.
—¿No es uno de esos pequeños rompecabezas que uno tiene que separar y juntar? Mi chico tiene muchos. Algunos son difíciles. —El policía se alejó.
Arruinada, se dijo el señor Tagomi, mi posibilidad de alcanzar el Nirvana. Había desaparecido interrumpida por aquel yank de Neanderthal, bárbaro y blanco. Una criatura subhumana había supuesto que el señor Tagomi se entretenía con un juguete infantil.
Tagomi se puso de pie y dio unos pocos pasos, trastabillando. Tenía que calmarse. No podía permitirse esas terribles invectivas, racistas y de clase baja, esas irredimibles y contradictorias pasiones. Cruzó el parque diciéndose: No te pares; la catarsis del movimiento.
Al fin llegó a la periferia del parque, la acera de la calle Kearny. El tránsito era apretado y ruidoso. Tagomi se detuvo al borde de la acera.
No había pedetaxis a la vista. Caminó por la acera, uniéndose a la multitud. Nunca se conseguía un pedetaxi cuando uno lo necesitaba.
Dios, ¿qué era aquello? El señor Tagomi se detuvo mirando boquiabierto algo espantosamente deforme que cerraba el horizonte. Una nave de pesadilla, suspendida en el cielo; una enorme construcción —de metal y cemento que ocultaba el paisaje.
El señor Tagomi se volvió a un transeúnte, un hombre flaco de traje arrugado.
—¿Qué es eso? —le preguntó apuntando con el dedo.
El hombre sonrió mostrando los dientes. —¿Horrible, eh? Es la carretera elevada del embarcadero. Mucha gente piensa que arruina el panorama.
—Nunca la había visto antes —dijo el señor Tagomi.
—Hombre afortunado —dijo el otro y se fue.
Una pesadilla, pensó el señor Tagomi; tengo que despertarme. ¿Dónde están hoy los pedetaxis? Echó a caminar más aprisa. En toda esa zona había como una sombra pesada, humosa y mortuoria, y que olía a cosas quemadas. Los edificios y las aceras eran de un color gris opaco, y la gente iba de un lado a otro en un tempo peculiar, convulsivo. Y todavía ningún pedecoche a la vista.
—¡Taxi! —gritó apresurándose.
Era inútil, sólo se veían coches privados y ómnibus. Coches que parecían trituradoras brutales y enormes, de formas desconocidas. Apartó los ojos, mirando adelante. Algo le estaba distorsionando la percepción óptica, de un modo particularmente siniestro. Una perturbación que le afectaba el sentido del espacio. La línea del horizonte parecía quebrada y retorcida, como en un astigmatismo repentino y letal.
Tenía que tranquilizarse, tomar un respiro. Enfrente, un mísero mostrador —restaurante. Sólo blancos adentro, todos almorzando. El señor Tagomi empujó las puertas de vaivén. El cuarto olía a café, y en un rincón un grotesco aparato automático aullaba una música. El señor Tagomi parpadeó y fue hacia el mostrador. Todos los taburetes ocupados por blancos. El señor Tagomi habló y algunos de los blancos alzaron los ojos. Pero nadie se movió. Nadie le dejó el sitio.
Todos se volvieron de nuevo hacia sus platos.
—¡Insisto! —le dijo el señor Tagomi en voz alta al blanco más cercano, gritándole casi en el oído.
El hombre dejó su taza de café y dijo: —Cuidado, Tojo.
El señor Tagomi miró a los otros blancos; todos lo miraban con expresiones hostiles. Y nadie se movía.
La existencia del Bardo Thodol, se dijo el señor Tagomi. Unos vientos cálidos que lo llevaban quién sabe a dónde. La visión de… ¿qué? ¿Era posible que el animus la resistiera? Sí, el Libro de los Muertos preparaba para esto: luego de la muerte creemos ver a otros hombres, pero todos nos parecerán hostiles. Uno está solo entonces, y no encuentra ayuda en ninguna parte. El viaje es terrible, y ahí están siempre los reinos del sufrimiento, el renacimiento, preparados para recibir el espíritu flaco y sin ánimo. Apariciones ilusorias.
El señor Tagomi escapó del mostrador —restaurante. Las puertas oscilaron juntas detrás de él; una vez más se encontró en la acera.
¿Dónde estaba? Fuera del mundo cotidiano, el espacio y el tiempo de costumbre.
El triángulo de plata lo había desorientado. Había soltado amarras, y desde entonces no encontraba punto de apoyo, sometido a terribles pruebas. Una lección para siempre. ¿Por qué trataba uno de contravenir las propias percepciones? ¿Para ir extraviado de un lado a otro, sin señales ni guía?
Una condición hipnagógica. La facultad de la atención disminuida, permitiendo así que sobrevenga un estado crepuscular: el mundo visto sólo en un aspecto meramente simbólico y arquetípico, del todo confundido con material inconsciente. Un caso típico de sonambulismo inducido por hipnosis. Había que parar ese terrible deslizarse entre sombras: reenfocar la concentración y restaurar así el centro del ego.
Buscó en los bolsillos el triángulo de plata. No estaba. Lo había dejado en el banco dentro del portafolios. Una catástrofe.
El señor Tagomi inclinó el cuerpo y echó a correr calle arriba hacia el parque.
Unos vagabundos somnolientos lo miraron sorprendidos mientras Tagomi corría. Allí estaba el banco. Y apoyado contra el banco, el portafolios. No había señales del triángulo. El señor Tagomi buscó, y lo vio al fin medio oculto entre la hierba. EL mismo, seguramente, lo había arrojado allí, furioso.
Se sentó en el banco tratando de serenarse, sin aliento.
Tenía que mirar otra vez el triángulo de plata, se dijo, cuando pudo respirar. Tenía que examinarlo muy atentamente, contar hasta diez y emitir entonces un sonido sobrecogedor. Erwache, por ejemplo.
Ensoñaciones idiotas que evadían la realidad, emulando los más nocivos aspectos de su adolescencia.
Nada había allí de la inocencia prístina de la verdadera infancia. De cualquier modo, era lo que merecía ahora. No había otros responsables, y no podía culpar al señor Childan o a los artesanos, sino sólo a su propia codicia. EL entendimiento no se conseguía por la fuerza.
El señor Tagomi contó lentamente, y de pronto se incorporó de un salto.
—Maldita estupidez —dijo en voz alta.
¿Se le habían aclarado las nieblas?
Espió alrededor. Aquella difusión de la luz había desaparecido, probablemente. Ahora entendía de veras la incisiva elección de las palabras en San Pablo… Visto a través de un vidrio oscuro no era una metáfora sino una astuta referencia a la distorsión óptica. En realidad toda visión del mundo era astigmática, en un sentido fundamental. El espacio y el tiempo eran creaciones de la propia psique, y cuando faltaban estos factores… Lo mismo que en las perturbaciones agudas del oído medio.