De cuando en cuando uno escoraba excéntricamente, perdido todo sentido del equilibrio.
El señor Tagomi volvió a sentarse, se guardó el triángulo de plata en un bolsillo de la chaqueta, y se quedó allí con el portafolios sobre las piernas. Lo que tenía que hacer ahora, se dijo, era ir y mirar de nuevo aquella maligna construcción. ¿Cómo la había llamado el hombre? La carretera del Embarcadero, si aún estaba allí.
Pero tenía miedo.
Y sin embargo, pensó, no podía quedarse allí sentado.
Tenía muchas cargas que llevar, como decía la vieja expresión popular norteamericana. Trabajos que hacer.
Un dilema.
Dos muchachitos negros pasaron corriendo ruidosamente por el sendero. Una bandada de palomas se elevó en el aire; los niños hicieron una pausa.
El señor Tagomi llamó: —Eh, muchachos. —Buscó en los bolsillos —Vengan aquí.
Los niños se acercaron cautelosamente.
—Aquí tienen una moneda —dijo el señor Tagomi tirándoles una moneda; los niños lucharon disputándosela—. Vayan a la calle Kearny y vean si hay pedetaxis. Vuelvan y díganme.
—¿Nos dará otra moneda? —dijo uno de los niños—. ¿Cuando volvamos?
—Sí —dijo el señor Tagomi—, pero díganme la verdad.
Los niños corrieron por el sendero.
Si no hay pedetaxis, se dijo el señor Tagomi, será señal de que debo retirarme a un lugar solitario y suicidarme. Apretó el portafolios. Todavía tenía el arma. No sería difícil.
Los niños volvieron atropellándose. —¡Seis! —gritó uno de ellos—. Conté seis.
—Yo conté cinco —jadeó el otro.
El señor Tagomi dijo: —¿Están seguros que hay pedetaxis? ¿Vieron claramente a los conductores pedaleando?
—Sí señor —dijeron los dos niños.
el señor Tagomi les dio una moneda a cada uno. Los niños se fueron corriendo.
De vuelta a la oficina y al trabajo, pensó el señor Tagomi. Se puso de pie, aferrando la manija del portafolios. Las obligaciones llamaban, en un día como otros.
Una vez más fue por el sendero hasta la calle.
—¡Taxi! —llamó.
Un pedetaxi apareció en medio del tránsito. El conductor se detuvo junto al cordón de la acera, volviendo una cara oscura y brillante, el pecho agotado.
—Sí señor.
—Lléveme al edificio del Times nipón —ordenó el señor Tagomi. Se subió al asiento y se puso cómodo.
Pedaleando furiosamente, el conductor del pedetaxi se movió entre los otros taxis y coches.
Era poco antes del mediodía cuando el señor Tagomi llegó al edificio del Times nipón. En el vestíbulo principal le dijo a una de las telefonistas que lo comunicaran con el señor Ramsey, arriba.
—Aquí Tagomi —dijo en el aparato cuando le pasaron la comunicación.
—Buenos días, señor. Me siento aliviado. Preocupado por la ausencia de usted llamé a su casa a las diez y allí me dijeron que usted había salido con rumbo desconocido.
—¿Limpiaron todo? —dijo el señor Tagomi.
—No queda una huella.
—¿Está usted seguro?
—Mi palabra, señor.
Satisfecho, el señor Tagomi cortó la comunicación y caminó hacia los ascensores.
Arriba, mientras entraba en la oficina, se permitió una breve búsqueda. Dentro de los límites de su visión no observó nada, como se lo habían prometido. Se sintió aliviado. Nadie que no hubiese estado allí podría saber ahora. La historicidad oculta en un piso de baldosas de nylon…
El señor Ramsey le esperaba en la oficina. —El coraje de usted es tema hoy de un panegírico en el Times —comenzó a decir—. Una nota que describe… —Le vio la cara al señor Tagomi y se interrumpió.
—Vayamos a las cuestiones urgentes —dijo el señor Tagomi—. ¿El general Tedeki? Es decir el llamado señor Yatabe.
—En vuelo de vuelta a Tokio, muy en secreto. Dejó unas cuantas pistas falsas aquí y allá. —El señor Ramsey cruzó los dedos, como símbolo de esperanza.
—Cuénteme del señor Baynes, por favor:
—No sé. Durante la ausencia de usted hizo una aparición rápida, casi furtiva, pero no habló. —El señor Ramsey titubeó un momento. —No sé, quizá volvió a Alemania.
—Mucho mejor para él que hubiese ido a las Islas —dijo el señor Tagomi, casi entre dientes. De cualquier modo el motivo principal de preocupación era el anciano general. Y eso estaba fuera de su alcance. Mi yo, mi oficina, pensó; lo utilizaban allí en San Francisco, lo que era adecuado y bueno. El era para ellos lo que se llamaba una cobertura. Una máscara que ocultaba lo real. Detrás del señor Tagomi, escondida, la realidad continuaba a salvo de ojos indiscretos.
Raro, pensó. Es vital a veces ser sólo un frente de cartón. Un asomo de satori ahí, si pudiera aprehenderlo. El propósito de un esquema de ilusión universal, insondable. De acuerdo con la ley de economía nada se perdía, ni siquiera lo irreal. Qué sublimidad en ese proceso.
La señorita Ephreikian apareció, agitada. —Señor Tagomi, me mandan de portería.
—Tranquila, señorita —dijo el señor Tagomi. La corriente del tiempo nos lleva deprisa, pensó.
—Señor, el cónsul de Alemania está aquí. Quiere hablar con usted. —La señorita Ephreikian miró del señor Tagomi al señor Ramsey y luego de vuelta al señor Tagomi con una cara muy pálida. —Dice que ya estuvo antes aquí, pero le dijeron que usted…
El señor Tagomi la despidió en silencio, con «ci ademán. —Señor Ramsey, por favor recuérdeme el nombre del cónsul.
—Freiherr Hugo Reiss, señor.
—Ya recuerdo. —Bueno, pensó, era evidente que el señor Childan le había hecho un favor al fin y al cabo, no aceptando el revólver.
El señor Tagomi, llevando el portafolios, dejó la oficina y salió al corredor.
Un hombre blanco, bien vestido, algo corpulento, estaba allí de pie; pelo anaranjado y corto, zapatos Oxford de cuero negro, postura erecta. Una afeminada boquilla de marfil en una mano. Era él, sin duda.
—¿Herr H. Reiss? —dijo el señor Tagomi.
El alemán saludó con una inclinación de cabeza.
—Es cierto —dijo el señor Tagomi —que usted y yo hemos manejado negocios por correo, teléfono, etcétera. Pero nunca hasta ahora nos habíamos visto cara a cara.
—Un honor —dijo Herr Reiss adelantándose—. Aun teniendo en cuenta las circunstancias tan irritantes perturbadoras.
—Quizá —dijo el señor Tagomi.
El alemán alzó una ceja.
—Perdón —dijo el señor Tagomi—. El conocimiento se me nubla en relación con estas señaladas circunstancias. Fragilidad de una sustancia hecha de arcilla, podría decirse.
—Terrible —dijo Herr Reiss sacudiendo la cabeza—. Cuando supe…
—Antes que usted inicie una letanía —dijo el señor Tagomi—, permítame que hable.
—Por cierto.
—Yo maté personalmente a los dos hombres de la SD —dijo el señor Tagomi.
—El Departamento de Policía de San Francisco me citó en la calle Kearny —dijo Herr Reiss echando alrededor de los dos un humo de cigarrillo de olor ofensivo—. Me pasé horas allí y en la morgue, y luego estuve leyendo el informe preparado por ustedes para los inspectores de la policía. Absolutamente terrible todo esto, del principio al fin.
El señor Tagomi no dijo nada.
—Sin embargo —continuó Herr Reiss—, la sospecha de que los criminales pudiesen estar conectados con el Reich no ha sido confirmada. En lo que a mí concierne toda la historia es una locura. Estoy seguro de que actuó usted de un modo absolutamente correcto, señor Tagomi.
—Tagomi.
—Mi mano —dijo el cónsul tendiendo la mano—. Estrechemos un pacto de caballeros olvidando el asunto. No vale la pena, sobre todo en estos tiempos críticos. Cualquier publicidad estúpida podría inflamar a las masas, en detrimento de los intereses de nuestras dos naciones.