—Yo sigo llevando sin embargo el peso de la culpa —dijo el señor Tagomi—; la sangre no es tan fácil de borrar como la tinta.
el cónsul parecía perplejo.
—Necesito el perdón —dijo el señor Tagomi—, pero no es usted quien puede dármelo. Quizá nadie pueda. Me he prometido leer ese famoso diario de un viejo adivino de Massachusetts, Goodman C. Mather. Trata, me han dicho, de la culpa y los fuegos del infierno y esas cosas.
El cónsul fumaba rápido el cigarrillo, los ojos clavados en el señor Tagomi.
—Permítame advertirle —dijo el señor Tagomi —que la nación de usted está a punto de cometer la mayor de las vilezas de la historia. ¿Conoce usted el hexagrama el Abismo? Hablando como persona privada, no como representante oficial del Japón, le digo a usted: el corazón se sofoca de horror. Indescriptible baño de sangre. —Y sin embargo, aun ahora está usted luchando por alguna meta egoísta y sin importancia. ¿Imponerse a la facción rival, la SD, eh? Mientras tiene usted a Herr Kreuz vom Meere metido en agua caliente… —No pudo continuar, algo le constreñía el pecho. Asma, pensó, como en la infancia, cuando se enojaba con la vieja señora —Estoy sufriendo —le dijo a Herr Reiss, que ahora había apagado el cigarrillo de una enfermedad que empezó hace años pero que se hizo virulenta el día que oí, agobiado, de las andanzas de los jefes de usted. De cualquier modo no hay posibilidades terapéuticas. Lo mismo para usted, señor. En el lenguaje de Goodman C. Mather, si recuerdo bien: “¡Arrepentíos!”
El cónsul alemán dijo roncamente: —Recuerda bien. —Asintió con un movimiento de cabeza y encendió otro cigarrillo con dedos temblorosos.
El señor Ramsey vino desde la oficina. Llevaba un manojo de formularios y papeles, y le dijo al señor Tagomi que callaba ahora tratando de respirar: —Mientras él está aquí. Cuestiones de rutina.
Pensativo, el señor Tagomi tomó los formularios y les echó una ojeada. Formulario 20-50. Requerido por el Reich y por conducto del representante en los EEPA, cónsul Freiherr Hugo Reiss. Criminal en custodia en el Departamento de Policía de San Francisco. Frank Frink, judío, ciudadano de Alemania de acuerdo con las leyes del Reich, retroactivas a junio de 1960. Para protección y custodia bajo las leyes del Reich, etcétera. El señor Tagomi miró el formulario otra vez.
—Lapicera, señor —dijo el señor Ramsey—. Esto cierra los asuntos pendientes con el gobierno alemán hasta el día de la fecha. —El señor Ramsey miró con desagrado al cónsul mientras le tendía la lapicera al señor Tagomi.
—No —dijo el señor Tagomi. Le devolvió el formulario 20-50 al señor Ramsey. Enseguida se lo arrebató de vuelta y escribió al pie: Libre de culpa y cargo. Misidn Comercial de S.F. Protocolo militar 1947. Tagomi. Le pasó una copia al cónsul alemán, y las otras al señor Ramsey junto con el original—. Buenos días, Herr Reiss. —el señor Tagomi hizo una reverencia.
El cónsul alemán saludó también con una reverencia. Apenas se molestó en mirar el papel.
—Cualquier asunto futuro trátelo por favor a través de máquinas intermediarias, correo, teléfono, cable —dijo el señor Tagomi—. No personalmente.
—Me hace usted responsable de una situación general que no corresponde a mi jurisdicción.
—Mierda —dijo el señor Tagomi—. Contesto eso a eso.
—Un modo de hablar impropio entre gente civilizada —dijo el cónsul—. Está usted poniendo aquí amargura y sentimientos de venganza donde no hay más que una cuestión formal sin implicaciones personales. —El cónsul arrojó el cigarrillo al piso del corredor, se volvió, y se alejó.
—Llévese con usted ese cigarrillo pestilente —alcanzó a decir el señor —Tagomi, pero el cónsul ya había desaparecido en una vuelta del pasillo—. Qué conducta infantil —le dijo Tagomi Al señor Ramsey—. Hit sido usted testigo de una conducta infantil y repelente.
Caminó de vuelta hasta la oficina, con paso no muy firme. De pronto notó que no podía respirar. El dolor le bajaba por el brazo izquierdo, y al mismo tiempo la palma de una mano le apretaba más y más las costillas. Delante de él no estaba más la alfombra; unas chispas rojizas se elevaban en el aire.
Por favor, señor Ramsey, dijo, pero no se oyó ningún sonido. Alargó una mano, trastabilló. No había nada en qué apoyarse alrededor.
Mientras caía apretó dentro de la chaqueta el triángulo de plata que le había dado el señor Childan. No lo había ayudado, pensó, no lo había salvado. Tantas pruebas.
El cuerpo del señor Tagomi golpeó el piso, cayendo sobre manos y rodillas, jadeando, con la nariz en la alfombra. El señor Ramsey corría ahora de un lado a otro, balando. Mantenga la compostura, pensó el señor Tagomi.
—Es un pequeño ataque al corazón —llegó a decir.
Varias personas habían aparecido ahora y lo llevaban al sofá. —Tranquilícese, señor —le dijo uno de ellos.
—Avisen a mi mujer, por favor —dijo Tagomi.
Enseguida el sonido de una ambulancia que remontaba la calle. Luego más alboroto aún. La gente iba y venía. Lo cubrieron con una manta hasta las axilas, le sacaron la corbata, le aflojaron el cuello.
—Estoy mejor ahora —dijo Tagomi. Estaba cómodamente acostado, y no trataba de moverse. La vida pública había terminado para él, era evidente. El cónsul alemán elevaría su protesta a las más altas autoridades, sin duda, quejándose de descortesía. Una queja justa, quizá. De cualquier modo el trabajo allí había terminado. Había hecho su parte y ahora les tocaba el turno a Tokio y las facciones alemanas. Una lucha, en todo caso, que escapaba a su voluntad.
Había pensado que se trataba sólo de plásticos, se dijo. Un vendedor de moldes. El oráculo había dado una pista en esa dirección, pero…
—Sáquenle la camisa —dijo una voz que pertenecía sin duda al médico del edificio. Una voz de tono muy autoritario. El señor Tagomi sonrió; el torso es todo.
¿Podría ser esta la respuesta? se preguntó Tagomi. Misterios del organismo humano, que sabía y decidía por su cuenta. Era tiempo de descansar, o por lo menos de descansar en parte. Un propósito que él, Tagomi, tenía que aceptar.
¿Qué había dicho el oráculo la última vez? La consulta en la oficina cuando los dos hombres estaban tendidos en el suelo, muertos o agonizando. El Sesenta y uno. La Verdad Interior. Los cerdos y los peces son los menos inteligentes; es difícil convencerlos. Los animales eran él mismo. El libro se refería a él. N mica entendería del todo; tal era la naturaleza de esas criaturas. ¿O la verdad interior era esto, lo que estaba ocurriéndole?
Esperaría. Vería qué era.
Quizá las dos cosas.
Aquella tarde, poco después de la cena, un oficial de policía llegó a la celda de Frank Frink, abrió la puerta, y le dijo que recogiera sus pertenencias en el escritorio.
Poco después Frank Frink se encontraba en la acera, frente a la estación de la calle Kearny, entre los numerosos transeúntes que iban y venían, los ómnibus y los coches que tocaban la bocina y los pedetaxis de conductores vocingleros. El aire era frío. Las sombras de los edificios eran largas. Frank Frink se detuvo un momento y luego se incorporó automáticamente a un grupo que cruzaba la calle en la esquina.
Lo habían arrestado sin motivo, pensó, para nada. Y habían tenido que soltarlo del mismo modo.
No le habían dado explicaciones; le habían devuelto simplemente el atado de ropas, la cartera, el reloj, los anteojos, y habían pasado al caso siguiente, un viejo borracho traído de la calle.
Era un milagro, que lo hubiesen dejado en libertad. Una casualidad sin sentido. En ese mismo momento tendría que haber estado volando a Alemania, para que lo exterminaran.