No podían hacer otra cosa que tener esperanzas, e intentar algo.
En otros mundos quizá era diferente. Mejor, con el bien y el mal como alternativas bien claras, no esa oscura confusión, esas mezclas; y no había herramienta capaz de separar las partes.
No tenían ese mundo ideal que ellos hubiesen querido, donde la moralidad es fácil de alcanzar porque el conocimiento es fácil de alcanzar. Donde es posible hacer el bien sin esfuerzo porque lo obvio se ve enseguida.
El Daimler se puso en marcha, con el capitán Wegener atrás, entre dos camisas negras, que llevaban armas automáticas sobre las rodillas. Otro camisa negra al volante.
Y quizá todo esto era también una trampa, se dijo Wegener. No lo llevaban a ver al general Heydrich en la división Leibstandarte de la OKW; lo llevaban a la cárcel del Partei, donde lo mutilarían y al fin lo matarían. Pero él había elegido; había elegido volver a Alemania, arriesgándose a que lo capturaran antes que la gente de la Abwehr pudiera protegerlo.
La muerte en todos los momentos, una avenida que estaba abierta para ellos, en cualquier sitio. Y eventualmente la habían elegido, a pesar de sí mismos. O estaban cansados y la habían buscado con deliberación. Wegener observó las casas de Berlín, que pasaban. Mi Volk, se dijo, él y, yo, de nuevo juntos. Se volvió hacia los hombres de la SS.
—¿Cómo andan las cosas? ¿Algún cambio reciente en la situación política? He estado afuera varias semanas, desde antes de la muerte de Bormann en verdad. —Hay mucho de histeria de masas, por supuesto, en el apoyo al Pequeño Doctor, en esa chusma que lo llevó al gobierno. Sin embargo, no es verosímil que cuando prevalezca de nuevo una mayor sobriedad continúen apoyando a un tullido y demagogo que sobrevive inflamando a las masas con mentiras y malas artes.
—Ya veo —dijo Wegener.
La historia continuaba. Los odios intestinos. Quizá las semillas estaban allí, en eso, se dijo Wegener. Se devorarían unos a otros, y el resto quedaría con vida diseminado por el mundo, aquí y allá. Un número suficiente como para edificar, confiar y hacer planes, pocos y simples.
A la una de la tarde Juliana Frink entraba en Cheyenne, Wyoming. En el barrio comercial, frente al enorme y viejo depósito del ferrocarril, se detuvo a comprar cigarrillos y dos periódicos del mediodía. Estacionada junto al cordón de la acera buscó hasta que al fin encontró la noticia.
VACACIONES TERMINAN EN TAJO FATAL
Buscada para ser interrogada en relación con el tajo fatal que recibió su marido Joe Cinnadella en las elegantes habitaciones del Hotel Presidente Garner en Denver, la señora Cinnadella de Canon City dejó inesperadamente el hotel, según declaraciones de los empleados, en lo que parece haber sido el clímax trágico de una disputa matrimonial. Unas hojas de afeitar encontradas en el cuarto, suministradas irónicamente por el hotel para comodidad de los huéspedes, parecen haber sido usadas por la señora Cinnadella, descrita como morena, atractiva, bien vestida y delgada, de unos treinta años, para rebanar el cuello de su marido, cuyo cuerpo fue encontrado por Theodore Ferris, empleado del hotel que había recogido unas camisas de Cinnadella media hora antes y estaba llevándolas de vuelta como se le había pedido cuando se encontró con la terrible escena. El cuarto del hotel, dice la policía, mostraba huellas de lucha, sugiriendo que una violenta discusión…
De modo que estaba muerto, pensó Juliana mientras doblaba el periódico. Y no sólo eso, no sabían cómo se llamaba ella, ni quién era. No sabían nada de ella.
Más tranquila, siguió manejando hasta que encontró un motel adecuado. Tomó una habitación y llevó allí las cosas que tenía en el coche. Desde ahora no tendría que darse prisa, se dijo. Hasta podía esperar a la noche para ver a los Abendsen, y de ese modo tendría ocasión de ponerse el vestido nuevo. No era posible llevar un vestido así antes de cenar.
Además podía terminar el libro.
Se puso cómoda en el cuarto del motel, encendiendo la radio, consiguiendo que le trajeran café del bar, y se recostó en la cama limpia y bien tendida con el ejemplar de La langosta que había comprado en la librería del hotel en Denver.
A las seis y cuarto de la tarde había terminado el libro. Se preguntó si Joe lo habría leído todo. Había muchas otras cosas allí que Joe no había llegado a entender. ¿Qué había querido decir Abendsen? Nada acerca del mundo imaginario que él describía. ¿Y era ella, Juliana, la única persona que, se había dado cuenta? Sí, casi podía asegurarlo. Ningún otro había entendido realmente La langosta; creían haber entendido.
Todavía un poco inquieta, guardó el libro en la valija y luego se puso la chaqueta y salió a buscar un sitio para comer. El aire olía bien y los letreros y luces de Cheyenne parecían particularmente excitantes. Frente a un bar peleaban dos bonitas prostitutas indias, de ojos negros. Juliana aminoró el paso. Muchos coches brillantes iban y venían por las calles; toda la escena tenía un aura de brillo y expectación, como si se estuviese mirando hacia adelante, donde ocurriría un acontecimiento importante y feliz, y no hacia atrás…, la ranciedad y la pesadez, lo consumido y desechado.
En un caro restaurante francés —donde un hombre de chaqueta blanca estacionaba los coches de los clientes, y en cada mesa ardía una vela puesta en un botellón de vino, y la manteca no se servía en cubos sino en pálidas bolitas —disfrutó de veras de la cena, y luego, con mucho tiempo de sobra, paseó de vuelta hasta el motel. Las letras del Reichsbank habían desaparecido casi del todo, pero no le importaba. Abendsen les hablaba del mundo en que vivían, pensó mientras abría la puerta del cuarto en el motel, de lo que estaba alrededor. Encendió de nuevo la radio. Abendsen quería que viesen cómo era. Y ella lo veía ahora, cada vez más claramente.
Sacó el vestido azul italiano de la caja y lo tendió con cuidado sobre la cama. Estaba intacto; todo lo que necesitaba, a lo sumo, era un buen cepillado para quitarle las hebras de hilo. Pero cuando abrió los otros paquetes descubrió que no había traído los corpiños nuevos comprados en Denver.
—Maldita sea —dijo dejándose caer en una silla. Encendió un cigarrillo y fumó un rato.
Quizá pudiera llevarlo con un corpiño común, se dijo. Se quitó la blusa y la falda y se probó el vestido. Pero los sostenes asomaban con la mitad superior del corpiño… ¿Por qué no tratar de llevarlo sin ningún corpiño? Habían pasado años desde la última vez, en los días de colegio, cuando tenía pechos tan pequeños que hasta se había preocupado. Pero luego los años y el judo habían aumentado sus medidas hasta un treinta y ocho. Se probó de nuevo el vestido, sentada en una silla, mirándose en el espejo del cuarto de baño.
El vestido mismo era asombroso, pero inadecuado para la ocasión. Todo lo que ella tenía que hacer era inclinarse para apagar un cigarrillo o recoger una copa… y el desastre.
Un alfiler. Podría llevar el vestido sin corpiño, cerrando el escote. Vació la cajita sobre la cama y separó los alfileres, reliquias que guardaba desde años atrás, regalos de Frank y otros hombres de sus días de soltera, y el nuevo que Joe le había comprado en Denver. Sí, un alfiler de plata de México, de forma de caballo, parecía bien. Buscó el punto exacto en el escote; de manera que al fin podría ponerse el vestido.
La alegraba de algún modo tener eso ahora, pensó. Tantas cosas habían ido mal; de aquellos planes maravillosos no le quedaba casi nada.
Se cepilló un buen rato el cabello hasta que le crepitó y brilló, de modo que lo único que necesitaba ahora era elegir un par de zapatos y unos pendientes. Y luego se puso la chaqueta nueva, tomó el bolso de cuero hecho a mano, y salió.