En vez de manejar el viejo Studebaker, Juliana le pidió al dueño del motel que le consiguiera un taxi. Mientras esperaba en la oficina del motel, tuvo ganas de pronto de llamar a Frank. No sabía cómo había llegado a ocurrírsele, pero allí estaba la idea. ¿Y por qué no? La comunicación podían cargársela al otro teléfono. Frank estaría tan contento de oírla que pagaría con gusto.
De pie detrás del mostrador, en la oficina, Juliana apoyó el tubo contra la oreja escuchando con deleite a las operadoras de larga distancia que se hablaban de una ciudad a otra tratando de comunicarla con Frank. Alcanzaba a oír a la operadora de San Francisco, pidiendo el número a la operadora de información, y luego unos pequeños estallidos y crujidos, y al fin el sonido del teléfono que llamaba. Mientras, miraba la calle, alerta a la llegada del taxi que aparecería en cualquier momento, aunque no importaba mucho; estaban acostumbrados a esperar.
—No contestan —dijo la operadora de Cheyenne al fin—. Llamaremos de nuevo más tarde y…
—No —dijo Juliana sacudiendo la cabeza; de cualquier modo sólo había sido un capricho—. No estaré aquí, gracias. —Colgó, saludó al dueño del motel que se había quedado allí cerca para que no le cargaran nada por error, y salió rápidamente de la oficina a la calle fresca y oscura.
Un coche reluciente se acercaba en ese momento a la acera y se detenía; la puerta se abrió y el conductor salió de un salto a ayudar a Juliana.
Un momento después Juliana estaba en camino, cómodamente sentada en el asiento de atrás del taxi, cruzando Cheyenne hacia la casa de los Abendsen.
Las luces de la casa de los Abendsen estaban encendidas y Juliana alcanzaba a oír música y voces. Era una casa de estuco dé un solo piso con muchos arbustos y un jardín donde abundaban los rosales trepadores. Mientras se acercaba por el sendero de losas, Juliana se preguntó si aquella sería en verdad la casa de los Abendsen, lo que llamaban el Castillo. Había oído muchos rumores a historias, pero la casa era común, bien mantenida, con terrenos cuidados. Hasta había un triciclo de niño en el largo camino de cemento.
¿Podrían ser otros Abendsen? Había sacado la dirección de la guía de teléfonos de Cheyenne, pero el número coincidía con el de la noche anterior, cuando había llamado desde Greeley.
Entró en el porche adornado con barandas de hierro forjado y apretó el timbre. La puerta entreabierta dejaba ver el vestíbulo, unos grupos de gente, de pie, persianas venecianas en las aberturas, un piano, una chimenea, bibliotecas… todo bien arreglado, concluyó. ¿Estaban en medio de una fiesta? Las ropas no eran nada formales.
Un muchachito despeinado, de unos trece años, con una camiseta y unos jeans, abrió del todo la puerta.
—¿Sí?
—¿Es… la casa del señor Abendsen? —dijo Juliana—. ¿Está ocupado?
Hablándole a alguien que estaba detrás, en la casa, el muchacho llamó: —Mamá, quiere ver a papá.
Junto al muchacho apareció una mujer de pelo rojizo castaño, de unos treinta y cinco años, de ojos firmes y grises y una sonrisa tan competente y directa que Juliana supo que estaba delante de Caroline Abendsen.
—Llamé anoche —dijo Juliana.
—Oh sí, por supuesto. —La sonrisa de la mujer aumentó, mostrando unos dientes blancos y regulares. Irlandesa, decidió Juliana. Sólo la sangre irlandesa podía dar feminidad a aquella mandíbula. —Permítame que le tome el bolso y la chaqueta. Ha llegado usted en buen momento; hay aquí unos pocos amigos. Qué vestido más hermoso. Un modelo de Cherubini, ¿no es así? —Caroline Abendsen llevó a Juliana a través de la sala hasta un dormitorio y allí puso el bolso y la chaqueta sobre la cama, junto con otras ropas. Mi marido anda por alguna parte. Busque a un hombre alto de anteojos que bebe algo pasado de moda. —Los ojos de la señora Abendsen derramaron una luz de inteligencia. Juliana sintió que le temblaban los labios; había tanto entendimiento entre ellas. ¿No era asombroso?
—Viajé mucho tiempo —dijo Juliana.
—Sí, es cierto. Oh, ahora lo veo. —Carolina Abendsen la llevó otra vez a la sala, hacia un grupo de hombres. —Querido —llamó—, acércate. Esta es una de tus lectoras, ansiosa por decirte algo.
Un hombre del grupo se movió, se separó y se acercó trayendo un vaso. Juliana vio un hombre inmensamente alto de pelo negro rizado. La piel era también oscura, y los ojos parecían tanto purpúreos como castaños, apenas coloreados detrás de los lentes. Llevaba un traje caro, hecho a mano, de fibra natural, quizá de lana inglesa, perfectamente ajustado a los hombros anchos, donde no añadía una sola línea. Juliana nunca había visto un traje semejante y se quedó mirándolo, fascinada.
—La señora Frink —dijo Caroline —hizo todo el camino desde Canon City en Colorado sólo para hablarte de La langosta.
—Creí que vivían ustedes en una fortaleza —dijo Juliana.
Inclinándose a mirarla, Hawthorne Abendsen sonrió con una sonrisa meditativa.
—Sí, en otro tiempo. Pero teníamos que subir en ascensor y desarrollé una fobia. Estaba bastante borracho cuando me vino la fobia, pero según lo que yo recuerdo, y lo que me contaron otros, parece que yo no quería entrar en el ascensor porque el cable lo manejaba Jesucristo y nunca dejaríamos de subir. Y yo estaba decidido a no ir de pie.
Juliana no entendía.
Caroline explicó: —Hawth dice desde que lo conozco que cuando vea a Cristo podrá sentarse al fin; no se quedará de pie.
El himno, recordó Juliana. —De modo que abandonaron el castillo y se vinieron a la ciudad.
—Quisiera servirle una copa —dijo Hawthorne.
—Muy bien —dijo Juliana—, pero no algo pasado de moda. —Había alcanzado ya a echarle una ojeada a la mesa donde había varias botellas de whisky, vasos, hielo, hors d’oeuvres, y una ensalada de cerezas y naranjas. Fue hacia allí, acompañada por Abendsen. Un I.W. Harper con hielo —dijo—. Siempre me gustó. ¿Conoce usted el oráculo?
—No —dijo Hawthorne mientras le preparaba la bebida.
Asombrada Juliana dijo: —el Libro de los Cambios.
—No, no —repitió Abendsen y le alcanzó la copa.
—No la turbes —dijo Caroline Abendsen.
—Leí su libro —dijo Juliana—. En realidad lo terminé esta tarde. ¿Cómo sabe usted todo eso, acerca de ese otro mundo?
Hawthorne no dijo nada; frotándose los nudillos contra el labio superior miraba más allá de Juliana, el ceño fruncido.
—¿No recurrió al oráculo? —preguntó Juliana.
Hawthorne la miró.
—No me conteste con una broma o un chiste —dijo Juliana—. Dígamelo sin tratar de parecer ingenioso.
Mordiéndose el labio, Hawthorne clavaba los ojos en el piso; se había cruzado de brazos y se inclinaba hacia adelante y hacia atrás. Los otros que estaban cerca en el cuarto habían callado, y Juliana los Potó distintos. No eran felices ahora, por lo que ella acababa de decir, pero no por eso iba a echarse atrás ni trataría de disimular. La cuestión era demasiado importante. Y había venido de muy lejos y había hecho mucho para aceptar de Abendsen algo menos que la verdad.
—Es una pregunta… difícil de contestar —dijo Abendsen al fin.
—No, no es difícil —dijo Juliana.
Ahora todos callaban en la sala. Todos miraban a Juliana junto a Caroline y Hawthorne Abendsen.
—Lo siento —dijo Abendsen—, no puedo responder directamente. Tiene usted que aceptarlo.
—¿Entonces por qué escribió el libro? —dijo Juliana.
Señalando con el vaso, Abendsen dijo: —¿Qué es ese alfiler que tiene en el vestido? ¿Protege contra los peligrosos espíritus del ánima en el mundo inmutable o sólo sostiene las cosas juntas?