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—¿Por qué cambia de tema? —lijo Juliana—. Evadiendo mi pregunta y haciendo una observación sin sentido. Es infantil.

—Todos —dijo Hawthorne Abendsen —tienen su secreto profesional. Usted tiene el suyo, y yo el mío.

Tiene que aceptar mi libro tal como es, así como yo acepto lo que veo. —Señaló otra vez a Juliana con el vaso —Sin preguntarle si todo es genuino o hecho con alambres y espuma de goma. ¿No son estas cosas parte de la confianza que uno tiene en la gente y en lo que uno ve en general? —Abendsen parecía irritado, pensó Juliana, y aturdido; había dejado de lado toda cortesía. Ya no era un anfitrión, y Caroline, advirtió Juliana de reojo, tenía una cara exasperada, tensa; apretaba los labios, no sonreía.

—Usted muestra en el libro —dijo Juliana —que hay una salida. ¿No es eso lo que quiere decir?

—Una salida —repitió Abendsen irónicamente.

—Ha hecho usted mucho por mí —dijo Juliana—. Ahora veo que no hay nada que temer, nada que desear, odiar o evitar, aquí, nada de que huir, y nada que perseguir.

Abendsen dijo, observándola, moviendo el hielo en el vaso: —Hay muchas cosas que valen la pena en este mundo, opino.

—Sé a lo que usted se refiere —dijo Juliana. Para ella no era más que la vieja y familiar expresión en la cara de un hombre, y no la molestaba encontrarla allí, no se sentía en esto como antes—. Los archivos de la Gestapo dicen que a usted le gustan las mujeres como yo.

Abendsen dijo, cambiando apenas de expresión: —No hay Gestapo desde 1947.

—La SD entonces, o como se llame.

—¿Por que no nos explica? —dijo Caroline con vivacidad.

—Lo haré —dijo Juliana—. Viajé hasta Denver con uno de ellos. Tarde o temprano se aparecerán por aquí. Tiene que irse a un lugar donde no lo encuentren, en vez de tener una casa como esta, abierta a todos. El próximo que venga… No habrá aquí alguien como yo para detenerlo.

—Usted habla del próximo —dijo Abendsen luego de una pausa—. ¿Qué pasó con el que viajó con usted a Denver? ¿Por qué no ha venido?

—Le corté la garganta —dijo Juliana.

—No es poca cosa —dijo Abendsen—. Una muchacha que le dice eso a uno, una muchacha que uno nunca ha visto antes.

—¿No me cree?

Abendsen asintió con un movimiento de cabeza. —Claro que le creo. —Sonrió a Juliana con una sonrisa tímida, gentil, lejana, como si nunca se le hubiese ocurrido no creer —Gracias —dijo.

—Por favor, ocúltese de ellos —dijo Juliana.

—Bueno —dijo Abendsen—, hemos tratado, como usted sabe, como ha leído en la contratapa del libro… las armas y la cerca electrificada. Y dijimos eso para que creyeran que hemos tomado muchas precauciones. —Abendsen hablaba con una voz fatigada y seca.

—Al menos podrías llevar un arma —dijo Caroline—. Sé que algún día alguien a quien invitaste a conversar te matará de un tiro, algún experto nazi que se cobrará las cuentas. Y tú habrás estado filosofando con él de este modo, puedo verlo.

—Siempre te darán caza —dijo Hawthorne—, si quieren hacerlo. Aun con el castillo, la cerca electrificada y todo lo demás.

Un fatalista, decidió Juliana. Resignado a que lo destruyan. ¿Conocía él eso, así como conocía el mundo del libro?

—El oráculo escribió el libro, ¿no es así?

—¿Quiere la verdad? —dijo Hawthorne.

—Quiero la verdad y tengo derecho a la verdad —respondió Juliana—. Por lo que he hecho, ¿no es así? Usted sabe que es así.

—El oráculo —dijo Abendsen —durmió profundamente todo el tiempo que yo escribí el libro. Durmió en un rincón de la biblioteca.

En los ojos de Abendsen no había diversión. La cara parecía más larga y sombría que nunca.

—Cuéntale —dijo Caroline—. Es verdad, tiene derecho a saber, por lo que hizo por ti. —Se volvió a Juliana. —Se lo diré, señora Frink. Hawth fue armando el libro pedazo a pedazo en miles de consultas, por medio de las líneas. Período histórico, tema, caracteres, argumento. Le llevó años. Hawth llegó a preguntarle al oráculo si el libro tendría éxito, y el oráculo le contestó que sería un gran éxito, el primero de su carrera. Lo que usted dice es cierto; y tiene que haber consultado mucho el oráculo, para averiguarlo.

—Me pregunto qué razones llevaron al oráculo a escribir una novela. ¿Pensó en preguntárselo? Y eso de que los japoneses y alemanes perdieron la guerra. ¿Por qué esa historia particular y no alguna otra? ¿Por qué no puede decirlo directamente, como de costumbre? Esto tiene que ser distinto, ¿no creen?

Ni Hawthorne ni Caroline dijeron nada.

—El y yo —dijo Hawthorne al fin —llegamos hace tiempo a un acuerdo en cuanto a las regalías. Si le pregunto por qué escribió La langosta yo estaría implicando que no hice nada sino el trabajo de máquina, lo que no es cierto ni decente.

—Yo se lo preguntaré —dijo Caroline—. Si tú no quieres.

—No es una pregunta tuya —dijo Hawthorne—, deja que ella pregunte. —Se volvió a Juliana: —Tiene usted una mente… poco natural. ¿Lo sabe usted?

—¿Dónde está su ejemplar? —dijo Juliana—. El mío está en el coche, allá en el motel. Iré a buscarlo, si no me deja usar el suyo.

Hawthorne se volvió y echó a caminar, seguido por Juliana y Caroline, entre la gente, hacia una puerta cerrada. Hawthorne desapareció un momento y reapareció trayendo los dos volúmenes de lomo negro.

—No use los tallos —le dijo a Juliana—. Se me caen a cada rato.

Juliana se sentó delante de una mesita de café, en un rincón.

—Necesitaré papel y lápiz.

Uno de los invitados le trajo papel y lápiz. La gente se había agrupado ahora en un círculo alrededor de ella y los Abendsen que escuchaban y observaban.

—Puede hacer la pregunta en voz alta —dijo Hawthorne—. No tenemos secretos entre nosotros.

—Oráculo —dijo Juliana—, ¿por qué escribiste La langosta se ha posado? ¿Qué quisiste que supiéramos?

—Tiene una manera de presentar la pregunta que es de veras supersticiosa; me desconcierta usted —dijo Hawthorne, pero ya se había sentado en cuclillas para observar el tiro de las monedas—. Adelante —dijo, y le pasó a Juliana tres monedas chinas de bronce agujereadas en el centro—. Son las que use yo generalmente. Juliana empezó a tirar las monedas; se sentía tranquila y confiada. Hawthorne iba trazando las líneas. Luego del sexto tiro Hawthorne miró el papel y dijo:

—Sun arriba, Tui abajo, Vacío en el centro.

—¿Conoce usted el hexagrama? —dijo Juliana—. ¿Lo recuerda sin recurrir al libro?

—Sí —dijo Hawthorne.

—Es Chung Fu —dijo Juliana—. La Verdad Interior. Yo también lo recuerdo sin el libro. Y sé lo que significa.

Alzando la cabeza, Hawthorne observó a Juliana un rato. Tenía ahora una expresión casi salvaje en la cara. —Significa que mi libro dice la verdad, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Juliana.

Había cólera en la voz de Hawthorne: —¿Alemania y Japón perdieron la guerra?

—Sí.

Hawthorne cerró entonces los dos volúmenes y se puso de pie; no dijo nada.

—Ni siquiera usted se ha enfrentado a la verdad —dijo Juliana.

Durante un tiempo pareció que Abendsen reflexionaba. Tenía una mirada vacía, vio Juliana; vuelta hacia dentro. Preocupado, por él mismo… y de pronto los ojos volvieron a aclararse. Abendsen gruñó, sacudiéndose.

—No estoy seguro de nada —dijo.

—Crea —dijo Juliana.

Abendsen negó con la cabeza.

—¿No puede? —dijo Juliana—. ¿Está seguro?

Hawthorne Abendsen dijo. —¿No quiere que le autografíe un ejemplar de La langosta?

Juliana se puso también de pie. —Creo que me iré —dijo—. Muchas gracias. Lamento haber interrumpido la velada. Fueron ustedes muy amables.