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Pasando junto a Hawthorne y Caroline, Juliana atravesó el anillo de gente y fue hasta al dormitorio donde tenía la chaqueta y el bolso. Estaba poniéndose la chaqueta, cuando Hawthorne apareció detrás.

—¿Sabe lo que usted es? —Se volvió a Caroline, que estaba al lado. —Esta muchacha es un daemon de los mundos subterráneos que… —Alzó una mano y se la pasó por una ceja torciéndose en parte los anteojos. —Que recorre incansablemente la faz de la tierra. —Se acomodó los anteojos —Hace lo que le es instintivo, expresándose así. No tenía la intención de venir aquí y hacer daño; simplemente le ocurrió, así como nos ocurre a nosotros que llueva o haga sol. Me alegra que haya venido. No lamento haber descubierto esto, la revelación que ella encontró en el libro. No sabía lo que iba a hacer aquí o lo que iba a descubrir. Creo que todos podemos considerarnos afortunados. De modo que no nos enojemos, ¿eh?

—Es terriblemente destructiva —dijo Caroline.

—Así es la realidad —dijo Hawthorne y le tendió una mano a Juliana—. Gracias por lo que hizo en Denver.

Juliana le estrechó la mano. —Buenas noches —dijo—. Haga como dice su mujer. Lleve un arma de mano, por lo menos.

—No —dijo Abendsen—. Lo decidí hace mucho. No dejaré que eso me preocupe. Puedo buscar apoyo en el oráculo de cuando en cuando, si me siento demasiado intranquilo, sobre todo de noche. No está mal en situaciones semejantes. —Sonrió un poco —En realidad lo único que me preocupa ahora es esos inútiles que andan alrededor escuchando y bebiéndose todos los licores de la casa, mientras hablamos. —Hawthorne se volvió y retrocedió hasta el aparador en busca de hielo.

—¿Adónde irá, ahora que ha terminado aquí? —dijo Caroline.

—No sé. —El problema no la molestaba. Tenía que ser un poco como él, pensó. No permitir que ciertas cosas la molestaran, aunque parecieran importantes. Quizá vuelva a reunirme con mi marido, Frank. Traté de telefonearle esta noche. Puedo intentarlo de nuevo. Ya veremos cómo me siento más tarde.

—A pesar de lo que hizo por nosotros, de lo que dice usted que hizo…

—Desearía que yo nunca hubiera venido a esta casa, ¿no es cierto? —dijo Juliana.

—Si usted le ha salvado la vida a Hawthorne es terrible de mi parte, pero… estoy tan confundida. Me cuesta aceptarlo, lo que usted ha dicho y lo que Hawthorne ha dicho.

—Qué raro —dijo Juliana—. Nunca hubiese pensado que la verdad la enojaría a usted. —La verdad, pensó, tan terrible como la muerte, pero más difícil de encontrar. Había sido afortunada. —Pensé que se sentiría tan complacida y excitada como yo. ¿Se trata de algún malentendido, no es cierto? —Juliana sonrió, y al cabo de un rato la señora Abendsen logró contestar con otra sonrisa —En fin, buenas noches.

Un momento después Juliana volvía sobre sus pasos por el sendero de losas, alumbrada al principio por la luz que venía de la sala, y entrando luego en las sombras de más allá del césped, en la acera oscura.

Caminó sin volverse a mirar la casa de los Abendsen, y mientras caminaba observaba los extremos de la calle en busca de un coche que se moviera brillante y rápido y la llevara de vuelta al motel.

FIN

Reconocimientos

La versión del I Ching o Libro de los Cambios utilizada y citada en esta novela es la de Richard Wilhelm traducida al inglés por Cary F. Baynes, publicada por Pantheon Books, Bollingen Series XIX, 1950, Bollingen Foundation, Nueva York.

El ayllu de la página 50 es de Yosa Buson, traducido por Harold G. Henderson, en la Anthology of Japanese Literature, volumen uno, compilada y editada por Donald Keene, Grove Press, 1955, Nueva York.

La waka de la lidgina 144 es de Chiyo, traducida por Daisetz T. Suzuki, en Zen and Japanese Culture, publicado por Pantheon Books, Bollingen Series LXIV, 1959, Bollingen Foundation, Nueva York.

He utilizado, mucho The Rise and Fall of the Third Reich, A History of Nazy Germany, de William L. Shirer, Simon and Schuster, 1960, Nueva York; Hitler, a Study in Tyranny, de Alan Bullock, Harper, 1953, Nueva York: The Goebbels Diaries, 1942-1943, editados y traducidos por Louis P. Lochner, Doubleday & Co., Inc., 1948, Nueva York; The Tibetan Book of the Dead, compilado y editado por W. Y. Evans-Wentz, Oxford University Press, 1960, Nueva York; The Foxes of the Desert, de Paul Carell, E. P. Dutton and Co., Inc., 1961, Nueva York.

Tengo que agradecer también personalmente a Will Cook, el eminente escritor del Oeste, por su ayuda en lo que se relaciona con artefactos históricos y el período americano de fronteras.