—Soy un coleccionista —había explicado el mayor Humo.
Se había pasado la tarde buscando en los montones de revistas viejas, y había explicado, con una voz suave, algo que Childan no entendió bien entonces: para muchos japoneses adinerados y cultos los objetos históricos de la civilización popular norteamericana eran de tanto interés como las verdaderas antigüedades. Por qué era así, el mayor mismo no lo sabía. El en particular coleccionaba viejas revistas norteamericanas donde se hablaba de botones de bronce, y además los botones mismos. Era algo así como coleccionar estampillas o monedas; no había explicación racional. Y los coleccionistas opulentos pagaban buenos precios.
—Le daré un ejemplo —había dicho el mayor—. ¿Conoce usted las estampas llamadas “Horrores de la guerra”?
El mayor había mirado ávidamente a Childan.
Buscando en la memoria, Childan había recordado al fin. Eran tarjetas ilustradas que los comerciantes regalaban, muchos años atrás, cuando él era niño, junto con los paquetes de gomas de mascar. Se ordenaban en series, y cada estampa mostraba un horror diferente.
—Un amigo mío —había continuado el mayor —colecciona “Horrores de la guerra”. Sólo le falta El hundimiento del Panay. Ha ofrecido una buena cantidad de dinero por esa estampa.
—Estampas que se tiraban al aire —había dicho Childan de pronto.
—¿Señor?
—Las tirábamos al aire. Las estampas tenían una cara y una ceca. —Childan recordó que en ese entonces él tenía ocho años de edad —Cada uno de nosotros tenía un cierto número de estampas. Nos poníamos uno frente a otro y tirábamos la estampita al aire. El niño dueño de la tarjeta que caía con la cara para arriba, la figura, ganaba las dos.
Qué agradable era recordar aquellos buenos días, los primeros y felices días de la infancia. —Mi amigo me ha hablado muchas veces de sus “Horrores de la guerra” —había dicho el mayor—, pero nunca me mencionó eso. Me parece que no está enterado de cómo se usaban realmente esas estampas.
Días después el amigo del mayor había aparecido en la tienda para escuchar de labios de Childan ese relato histórico. El hombre, también un oficial retirado del ejército japonés, había quedado fascinado.
—¡Tapas de botellas! —había exclamado Childan.
El japonés había parpadeado, sin entender.
—Coleccionábamos las tapas de las botellas de leche. Cuando éramos chicos. Las tapas redondas que llevaban el nombre de la lechería. Debla de haber entonces miles de lecherías en los Estados Unidos. Cada una imprimía una tapa especial.
Al oficial le habían brillado los ojos.
—¿Conserva usted alguna de esas colecciones, señor?
Childan, naturalmente, no conservaba nada. Pero… no sería imposible obtener las olvidadas tapas de los días anteriores a la guerra, cuando la leche venía aun en botellas de vidrio y no en cajas de cartón.
De ese modo, por etapas, Childan había ido especializándose. Otros abrieron pronto tiendas parecidas, tratando de aprovechar la creciente locura japonesa por los objetos aborígenes norteamericanos, pero Childan no perdió nunca la ventaja inicial.
—Es un dólar, señor —dijo el chink, sacándolo a Childan de sus meditaciones.
Había descargado ya las maletas y esperaba en la acera.
Childan pagó, distraído. Sí, era muy probable que el cliente del señor Tagomi se pareciese al mayor Humo. Por lo menos, pensó agriamente, desde mi punto de vista. Había conocido a tantos japoneses, pero aún le costaba diferenciarlos. Había individuos rechonchos y bajos, que parecían luchadores. Otros de aspecto de tenderos, o de jardineros y cultivadores de árboles enanos. Childan tenía sus categorías propias, de las que excluía a los jóvenes, que tenían poco de japoneses. El cliente del señor Tagomi debía de ser un hombre de negocios, corpulento, que fumaba cigarros filipinos.
Y entonces, de pie ante el edificio del Times nipón con las maletas en la acera, Childan pensó de pronto, estremeciéndose: ¿Y si el cliente no es japonés? Todo lo que había en las maletas había sido seleccionado teniendo en cuenta los gustos y preferencias de los japoneses…
Pero el hombre tenía que ser japonés. El pedido original del señor Tagomi había sido un letrero de reclutamiento de la guerra civil. Sólo a un japonés podía interesarle esa reliquia. Tenían una pasión maniática por lo trivial. Los documentos, las proclamas, los avisos los fascinaban. Recordó a un nipón que había dedicado sus ratos de ocio a coleccionar recortes de periódicos norteamericanos con anuncios de medicinas patentadas de principios de siglo.
En verdad había otros problemas más urgentes. Hombres y mujeres, todos bien vestidos, cruzaban de prisa las altas puertas del Times nipón. Childan alzó los ojos. Era el rascacielos más alto de San Francisco. Muros de oficinas, de ventanas: el diseño fabuloso de los arquitectos japoneses. Y alrededor, jardines de siemprevivas enanas, rocas, el paisaje karesansui, arena que imitaba un cauce seco y que serpeaba entre arbustos, entre piedras chatas e irregulares.
Vio a un negro que llevaba unas valijas, libre ahora. Childan lo llamó inmediatamente.
—¡Mozo!
El negro trotó hacia Childan, sonriente.
—Al piso veinte —dijo Childan con su voz más áspera—. Oficina B. —enseguida.
Señaló las maletas y caminó a grandes pasos hacia las puertas del edificio. Naturalmente, no miró hacia atrás.
Un momento más tarde era arrastrado al interior de un ascensor expreso. Las caras de alrededor eran casi todas japonesas, caras lampiñas que brillaban débilmente a la luz. Luego el ascensor tomó impulso y subió rápidamente acompañado por un breve clic en cada piso. Childan sintió que se le revolvía el estómago. Cerró los ojos, plantó “firmemente los pies y pidió al cielo que el fin llegara pronto. El negro, por supuesto, había tomado un ascensor de servicio. En verdad —Childan abrió los ojos y miró un momento era uno de los pocos blancos que viajaban en el ascensor.
Cuando llegó al piso veinte, Childan saludó mentalmente con una reverencia, preparándose para el encuentro en, las oficinas del señor Tagomi.
Capítulo 3
Al atardecer, alzando los ojos, Juliana vio el punto luminoso que describía un arco en el cielo y desaparecía en el oeste. Uno de esos cohetes nazis, se dijo a sí misma, en vuelo hacia la costa. Hombres importantes a bordo, y ella allí abajo. Saludó con la mano, aunque la nave, por supuesto, ya había desaparecido.
Las sombras avanzaban desde las Rocosas. Anochecía en los picos azules. Una bandada de pájaros lentos, migratorios, volaba en una línea paralela a la cadena de montañas. Aquí y allá un coche encendía los faros, y las luces gemelas avanzaban por la carretera. Luces, también, de un puesto de gasolina. Casas.
Juliana había estado viviendo durante meses aquí en Canon City, Colorado. Era una instructora de judo.
Había terminado las tareas del día y se preparaba a tomar una ducha. Se sentía cansada. Las clientas del gimnasio habían ocupado todas las duchas y estaba esperando afuera, disfrutando del olor del aire de las montañas, el silencio. Sólo se oían ahora unos débiles murmullos que venían del kiosco de salchichas, junto a la carretera. Dos grandes camiones diesel se habían detenido junto al kiosco, en la oscuridad, y los chóferes se movían poniéndose las chaquetas de cuero antes de entrar en el puesto.
Juliana pensó: ¿No se tiró Diesel por la ventana de un camarote? ¿No se suicidó arrojándose al mar en un viaje? Quizá yo debiera hacer lo mismo. Pero aquí no hay mar. Aunque hay siempre un modo. Como en Shakespeare. Un alfiler que se clava atravesando la blusa, y adiós Frink. La muchacha que no necesitaba tener miedo de los merodeadores vagabundos del desierto. Caminaba muy derecha sabiendo de sobra que hay tantas posibilidades enervantes si se tropieza con un adversario, baboso. La alternativa era morir respirando, por ejemplo, los gases de escape de los automóviles en el centro de la ciudad, aspirándolos quizá con la ayuda de una pajita hueca.