Lo había aprendido de los japoneses, pensó. Una actitud plácida y absorta ante la brevedad de la vida y además dinero ganado gracias al judo. —Cómo matar, cómo morir. Yang y Yin. Pero eso había quedado atrás ahora. Estaban en tierra protestante.
Era bueno ver cómo los cohetes nazis pasaban sin detenerse, sin mostrar ninguna clase de interés por Canon City, Colorado. Ni por Utah o Wyoming o la parte occidental de Nevada, ni los desiertos ni las praderas. No valemos nada, se dijo a sí misma. Podemos vivir aquí nuestras prescindibles vidas, si se Dos antoja, y si eso nos importa.
En las duchas, el ruido de una puerta que se abría. Una forma, la voluminosa señorita Davis, había terminado de bañarse y salía ya vestida, con la cartera bajo el brazo.
—Oh, estaba usted esperando, señora Frink. Lo siento.
—No se preocupe.
—Sabe usted, señora Frink, el judo me da tantas satisfacciones. Mucho más que el Zen, quiero que usted lo sepa.
—Adelgace las caderas por el camino del Zen —dijo Juliana —Pierda kilos mediante el satori indoloro. Perdón, señorita Davis. Estoy divagando.
—¿Le hicieron mucho daño? —preguntó la señorita Davis.
—¿Quiénes?
—Los japoneses. Antes que usted aprendiera a defenderse.
—Fue terrible —dijo Juliana —Usted no ha estado nunca en la costa, donde ellos viven.
—Nunca salí de Colorado —dijo la señorita Davis, tímidamente.
—Podría ocurrir aquí —dijo Juliana —Quizá decidan ocupar también esta región.
—¡No después de tanto tiempo!
—Nunca se sabe qué van a hacer —dijo Juliana—. Viven ocultando lo que piensan.
—¿Qué… le obligaron a hacer?
La señorita Davis , apretando la cartera contra el cuerpo, con las dos manos, se acercó en las sombras, para oír.
—Todo —dijo Juliana.
—Oh Dios. Yo hubiese luchado —dijo la señorita Davis.
Juliana se excusó y entró en el cubículo vacío. Alguien se acercaba con una toalla en el brazo.
Más tarde, sentada en un compartimiento del kiosco de salchichas de Charley, Juliana leía distraídamente el menú. El gramófono automático tocaba alguna melodía campesina: guitarra eléctrica y gemidos ahogados por la emoción. En el aire flotaba el humo de la grasa. Y sin embargo, el sitio era agradable y luminoso, y la presencia de los chóferes en el mostrador, la camarera, y el corpulento cocinero irlandés de chaqueta blanca que en ese momento buscaba cambio en la caja registradora, animaba a Juliana.
Charley la vio y se acercó a servirla él mismo.
—¿Una taza de té? —balbuceó, sonriendo.
—Café —dijo Juliana, acostumbrada al humor perpetuo del cocinero.
—Ajá —dijo Charley, asintiendo.
—Y el sándwich de carne asada con salsa de tomate.
—¿No una sopa de nido de ratas, para empezar? ¿O sesos de cabra fritos en aceite de oliva?
Dos de los camioneros se habían vuelto en sus taburetes y sonreían también, divertidos. Y al mismo tiempo se complacían admirando a Juliana. Aun sin las burlas del cocinero los camioneros estarían mirándola, pensó ella. Los meses de judo activo le habían proporcionado un insólito tono muscular, embelleciéndole la figura.
Todo dependía de los músculos de los hombros, Pensó Juliana mirando a los chóferes. Las bailarinas lo conseguían también. Ninguna relación con el tamaño. Envíen a las mujeres de ustedes al gimnasio y nosotras les enseñaremos. Y ustedes serán más felices.
—No se le acerquen —advirtió Charley a los camioneros guiñándoles un ojo —Los despachará con un solo movimiento.
—¿De dónde vienen? —le preguntó Juliana al camionero más joven.
—De Missouri —dijeron los dos hombres.
—¿Son los dos de los Estados Unidos?
—Yo soy de Filadelfia —dijo el hombre más viejo—. Tengo tres hijos allá. El mayor de once años.
—Díganme —preguntó Juliana—, ¿es fácil conseguir allá un buen empleo?
—Claro que sí —dijo el camionero más joven —Si usted tiene una piel de color apropiado.
El hombre tenía una cara morena y pelo negro y rizado y se había puesto muy serio.
—Es italiano —dijo el otro camionero.
—Bueno, ¿no ganó Italia la guerra? —dijo Juliana sonriendo, pero el hombre no le devolvió la sonrisa. Los ojos sombríos le brillaron todavía más, y de pronto se dio vuelta.
Lo siento, pensó Juliana, pero no dijo nada. No está en mis manos evitar que seas moreno. Se acordó de Frank, preguntándose si ya estaría muerto. No, se dijo. Los japoneses le gustaban a Frank de algún modo. Quizá se identificaba con ellos porque eran feos. Siempre le había dicho a Frank que él era feo. Poros abiertos. Nariz grande, La piel de ella en cambio era finísima. ¿Se había muerto Frank en soledad? Frank Fink era un pajarraco, y la gente decía que los pajarracos se mueren alguna vez..
—¿Siguen viaje de noche? —le preguntó al joven italiano.
—Mañana.
—Si no es feliz en los Estados Unidos, ¿por qué no se viene a vivir de este lado? —dijo Juliana —Estoy aquí en las Rocosas desde hace mucho tiempo y no es tan malo. En otra época viví en la costa, en San Francisco. Allí miran eso de la piel, también.
El joven italiano, doblado sobre el mostrador, observó brevemente a Juliana.
—Señora, me basta con tener que pasar un día o una noche en un pueblo como este. ¿Vive aquí? Cristo, si yo pudiera conseguir otro trabajo y no andar por los caminos y comer en estos lugares…
El italiano notó que Charley tenía la cara roja. Se interrumpió y empezó a beber el café.
—Joe, eres un snob —le dijo el otro camionero.
—Puede vivir en Denver —dijo Juliana —Es una ciudad simpática.
Los conocía bien a esos norteamericanos del este, pensó. Les gustaba la diversión. Hacer planes. Allí, en las Rocosas, no había ocurrido nada desde la guerra. Viejos retirados, granjeros, gente estúpida y miserable… Todos los hombres listos se habían marchado a Nueva York, habían cruzado la frontera, legal o ilegalmente. Porque era allá donde estaba el dinero, el capital de las industrias. La expansión. Las inversiones alemanas habían hecho maravillas. No les había costado mucho poner en pie otra vez a los Estados Unidos.
Charley dijo con una voz ronca y malhumorada:
—Muchacho, no soy un enamorado de los judíos, pero he visto algunos refugiados que venían para acá, huyendo, en el cuarenta y nueve, y le regalo sus Estados Unidos. Si allá hay tanto dinero es porque se lo robaron a los judíos cuando los echaron de Nueva York, con esa maldita ley de Nuremberg. Viví en Boston cuando era chico y los judíos no me son simpáticos, pero nunca creí que las leyes raciales de los nazis se aplicarían aquí, aunque perdiésemos la guerra. Me sorprende que no se haya enganchado usted en algún ejército norteamericano, listo para invadir alguna república sudamericana, con los alemanes detrás, y sacarse así de encima un poco más a los japoneses…
Los dos camioneros se habían puesto de pie, muy pálidos. El más viejo esgrimió una botella de condimento que había tomado del mostrador. Charley, sin volver la espalda a los dos hombres, buscó detrás de él y tomó uno de sus cuchillos de carnicero.
Juliana dijo:
—En Denver se está construyendo una pista resistente al calor, y así podrán aterrizar los cohetes de la Lufthansa.
Ninguno de los tres hombres habló o se movió. Los otros clientes miraban en silencio.