Al fin el cocinero dijo:
—Pasó uno esta tarde.
—No iba a Denver —dijo Juliana —Iba al oeste, a la costa.
Los dos camioneros volvieron lentamente a sus taburetes. El más viejo farfulló: —Siempre me olvido que aquí son todos un poco amarillos.
—Los japoneses no mataron judíos —dijo Charley —ni en la guerra ni después. Los japoneses no construyeron hornos.
—Qué lástima —dijo el camionero más viejo, y tomando un sorbo de café volvió a su comida.
Amarillos, pensó Juliana. Sí, quizá era cierto. Amaban a los japoneses allí.
—¿Dónde pasará la noche? —le preguntó al camionero joven, Joe.
—No sé —respondió el hombre —Me bajé aquí, directamente del camión. No me gusta nada en este Estado. Quizá duerma en el camión.
—El motel de la Abeja no es demasiado malo —dijo el cocinero.
—Muy bien —dijo el camionero joven —Quizá pare ahí. Si no les importa que yo sea italiano.
Mirándolo, Juliana pensó: un amargado a fuerza de idealismo. Le pide demasiado a la vida. Siempre moviéndose, inquieto y testarudo. Ella era así. No había aguantado quedarse en la costa Oeste y un día no aguantaría quedarse en Canon City. ¿No era así toda la gente en los años de la conquista del Oeste? Pero la frontera había cambiado, concluyo. La frontera era ahora los planetas.
Los dos, ella y él, podían intentar embarcarse, por ejemplo, en una de esas naves colonizadoras. Pero los alemanes no lo aceptarían a él a causa de esa piel morena, y no la aceptarían tampoco a ella, a causa del pelo negro. Esos pálidos duendes nórdicos, los SS, que se entrenaban en castillos bávaros. El hombre —Joe equis equis —ni siquiera tenía la expresión adecuada. Le hubiese convenido un aspecto de entusiasta frialdad, como si no creyera en nada y conservara sin embargo una fe absoluta. Sí, así eran todos. No idealistas, como Joe y ella. Cínicos animados por la fe. Como si tuvieran una falla en el cerebro, como si les hubiesen sacado los lóbulos frontales. Lobotomía. Los psiquiatras alemanes habían eliminado la psicoterapia.
La dificultad principal que tenían, sin embargo, era de tipo sexual. Habían hecho algo horrible en la década del treinta, y ahora era peor. HitIer había empezado… ¿Quién era ella? ¿La hermana? ¿La tía? ¿La sobrina? Y ya le venía de familia. Los padres eran primos. Todos se pasaban la vida cometiendo un incesto, volviendo al pecado original de desear a la propia madre. Eso explicaba la cara angélica de esos aristócratas de la SS, esas caritas rubias e inocentes. Se conservaban para Mamá. O para ellos mismos.
¿Y quién era Mamá para ellos? ¿El líder agonizante, Herr Bormann?… o el Enfermo.
El viejo Adolf, de quien se decía que estaba en algún sanatorio, viviendo los últimos años de su vida en una parálisis senil. Sífilis del cerebro, adquirida en los días en que, era un vagabundo en Viena… un vagabundo de gabán negro y largo, ropa interior sucia, y casas en ruinas.
La sardónica venganza de Dios, evidentemente, como en alguna película muda. El hombre espantoso golpeado por una plaga secreta, el castigo histórico a la maldad.
Y el horror se continuaba en el Imperio Germano, producto de ese cerebro. Primero un partido político, luego una nación, luego la mitad del mundo. Y los mismos nazis habían diagnosticado el mal, lo habían identificado. El médico charlatán que curaba con hierbas y que había tratado a Hitler con un remedio patentado llamado Píldoras Antigás del doctor Koester había sido en otro tiempo un especialista en enfermedades venéreas. Todo el mundo lo sabía, y sin embargo los delirios del Líder eran todavía sagrados, eran todavía las Sagradas Escrituras. El credo había infestado ahora la civilización, y, como semillas del mal, las reinas nazis rubias y ciegas iban de un planeta a otro diseminando la contaminación.
El resultado del incesto: la locura, la ceguera, la muerte.
Brrr. Juliana tuvo un escalofrío, y llamó al cocinero.
—Charley, ¿está mi pedido?
Se sentía muy sola. Poniéndose de pie fue hasta el mostrador y se sentó junto a la caja registradora.
Nadie le prestó atención, excepto el joven camionero italiano que clavaba en ella los ojos oscuros. Joe, se llamaba. Joe qué?
Ahora, desde cerca, no le parecía tan joven. Era difícil saber realmente cuántos años tenía. Se pasaba continuamente la mano por el pelo, peinándoselo con unos dedos rígidos y corvos. El hombre tenía algo especial, pensó Juliana. Respiraba… muerte. La perturbaba, y sin embargo se sentía atraída. El camionero más viejo se inclinó entonces hacia el italiano y le murmuró algo en el oído. Luego los dos hombres la miraron, esta vez con una expresión que no era de simple interés masculino.
—Señorita —dijo el camionero más viejo. Los dos hombres estaban tensos ahora—, ¿sabe qué es esto?
Mostró una cajita blanca y chata.
—Sí —dijo Juliana—. Medias de nylon. Una fibra sintética, fabricada sólo por el monopolio de I. G. Farben, de Nueva York. Muy rara y cara.
—Tiene que felicitar a los alemanes. La idea del monopolio no es mala.
El camionero más viejo le pasó la caja a su compañero, que la empujó con el codo a lo largo del mostrador.
—¿Tiene coche? —le preguntó el joven italiano a Juliana, sorbiendo el café.
Charley vino de la cocina trayendo el sándwich.
—Podría llevarme a ese sitio. —Los ojos negros del camionero estudiaban siempre a Juliana, que se sentía cada vez más nerviosa, y cada vez más fascinada. Ese motel o lo que sea donde yo pasaría la noche.
—Sí —dijo Juliana—. Tengo —auto. Un viejo Studebaker.
Charley miró a la muchacha y luego al joven camionero, y puso el plato en el mostrador.
—Achtung, meine Damen und Herren —dijo el altavoz desde el fondo del pasillo.
El señor Baynes abrió los ojos. Por la ventanilla, a la derecha, muy abajo, podían verse las tierras castañas y verdes, y más allá un color azul, el Pacífico. El cohete había comenzado el largo y lento descenso.
En alemán primero, luego en japonés, y al fin en inglés, el altoparlante explicó que nadie debía fumar ni desatarse el cinturón del asiento. El descenso llevaría ocho minutos.
Los cohetes retropropulsores se encendieron, tan repentina y ruidosamente, sacudiendo con tanta violencia la nave, que algunos pasajeros ahogaron un grito. El señor Baynes sonrió. En el asiento del otro lado del pasillo, otro pasajero, un hombre joven de pelo corto y rubio, sonrió también.
—Sie fürchten dass… —comenzó a decir, pero el señor Baynes dijo enseguida en inglés:
—Lo siento, no hablo alemán.
El joven rubio lo miró interrogativamente, y el señor Baynes le repitió la aclaración, en alemán.
—¿No habla alemán? —dijo el joven germano, asombrado, en inglés, con mucho acento.
—Soy sueco —dijo Baynes.
—Embarcó en Tempelhof.
—Sí, estaba en Alemania por cuestión de negocios. Los negocios me llevan a muchos países.
El joven germano, evidentemente, no podía creer que nadie en el mundo moderno, nadie que tuviera tratos de negocios internacionales, y viajara —pudiera permitirse viajar —en el último cohete de la Lufthansa, no hablara alemán.
—¿Qué negocios tiene usted, mein Herr? —le preguntó a Baynes.
—Materiales plásticos. Poliésteres. Resinas. Ersatz. Materia prima para usos industriales, no objetos de consumo.
Incredulidad: —¿Suecia tiene una industria de plásticos?
—Sí, y muy buena. Si me da usted su nombre le enviaré un prospecto de la casa.
El señor Baynes sacó una lapicera y un anotador.
—No se moleste. No le sacaría ningún provecho.
Soy un artista, no un comerciante. Sin ánimo de ofensa, por supuesto. Quizá haya visto usted mi obra en el continente. Alex Lotze.