— Estoy de vacaciones — dijo Muller.
— Concédeme medio día.
— No estoy solo, Charles.
— Ya lo sé. Tráela. Daremos un paseo. Es un asunto importante.
— Vine aquí para huir de los asuntos importantes.
— Eso es imposible, Dick; tú lo sabes. Eres quien eres y te necesitamos. ¿Vendrás?
— Maldito seas — respondió suavemente Muller.
Al día siguiente, él y Marta volaron en un yate rápido hasta el hotel de Boardman. Muller recordaba el viaje como si hubiese tenido lugar el mes pasado y no quince años antes. Planearon sobre la cordillera continental, rozando las cumbres nevadas de las montañas; estaban tan cerca de ellas que pudieron ver la magnífica figura de un brincador de largos cuernos, parecido a un macho cabrío; dos toneladas de músculos y huesos, un improbable coloso de las montañas, la presa más cara que ofrecía Marduk. Había gente que, en toda su vida, no podía reunir el precio de un permiso para cazar brincadores. A Muller le parecía que ese precio era demasiado bajo.
Dieron tres vueltas sobre el enorme animal y luego se precipitaron en la zona de los lagos, las tierras bajas que estaban más allá de las montañas; era una cadena de lagos parecidos a diamantes que ceñían la cintura del continente. A mediodía habían aterrizado en el borde de un aterciopelado bosque.
Boardman había tomado la suite principal del hotel, llena de trucos y pantallas. Apretó la muñeca de Muller, saludándole, y besó a Marta con mal disimulada lujuria. Ella parecía distante y contenida en los brazos de Boardman; era obvio que la visita le parecía una pérdida de tiempo.
— ¿Tenéis hambre? — preguntó Boardman —. Comeremos ahora y hablaremos después.
Sirvió el aperitivo en su suite: un vino color ámbar, en copas de cristal de roca de Ganímedes. Luego subieron a una cápsula comedor y dejaron el hotel recorriendo los bosques y los lagos mientras comían. Los alimentos fluían desde el depósito y se situaban frente a ellos mientras miraban el paisaje sentados en butacas neumáticas. Una crujiente ensalada, pescado asado del país, verduras importadas, queso rallado de Centauro, latas de fresca cerveza de arroz y, finalmente, un delicioso y picante licor verde. Completamente pasivos, encerrados en su cápsula móvil, disfrutaban la comida, la bebida y el panorama, respiraban el aire chispeante que era bombeado desde el exterior, miraban pasar los pájaros de brillantes colores y se perdían entre las agujas de las coníferas de los bosques. Boardman había previsto todo eso para crear un estado de ánimo, pero sus esfuerzos resultarían inútiles; Muller lo sabía. No podían engañarle tan fácilmente. Podría aceptar la misión que Boardman le ofreciera, pero no porque éste le hubiese tomado por sorpresa.
Marta estaba aburrida. Lo demostraba con la indiferencia que oponía a las miradas lujuriosas de Boardman. El trémulo cubridor que llevaba estaba diseñado para mostrar; cuando sus largas cadenas moleculares se deslizaban como en un caleidoscopio por el trazado, dejaban ver fugazmente muslos y pechos, vientre y nalgas, caderas y pantorrillas. Boardman apreciaba la exhibición y parecía pronto para capitalizar la aparente disponibilidad de Marta, pero ella ignoraba por completo sus mudos avances. Eso divertía a Muller, pero no a Boardman.
Después de la comida, la cápsula se detuvo junto a un lago que parecía una joya, profundo y de aguas claras. Los paneles se abrieron y Boardman dijo:
— Quizá a la señorita le gustaría nadar mientras nosotros discutimos nuestros aburridos asuntos.
— Qué buena idea — dijo Marta con voz átona.
Se puso de pie y tocó el resorte de desvestirse que estaba en su hombro; el cubridor se deslizó hada sus tobillos. Boardman lo recogió y lo guardó en un depósito, exhibiendo exageradamente su gesto. Ella le sonrió mecánicamente, se volvió, se dirigió a la orilla del lago; era una figura desnuda y tostada de espalda ahusada y nalgas redondeadas, manchadas por la luz del sol que se filtraba entre los árboles. Se detuvo un momento, con el agua a la altura de las pantorrillas; luego se zambulló y cortó la brillante superficie del lago con sus fuertes brazadas.
— Es encantadora, Dick — dijo Boardman —. ¿Quién es?
— Una chica. Creo que es muy joven.
— Más joven de lo que acostumbras. Y un poco consentida. ¿Hace mucho que la conoces?
— Desde el año pasado. ¿Te interesa?
— Naturalmente.
— Se lo diré — dijo Muller —. En otra oportunidad.
Boardman sonrió como un Buda e hizo un gesto hacia la consola de los licores. Muller meneó la cabeza. Marta nadaba a espalda en el lago; las puntas rosadas de sus pechos se veían apenas sobre la serena superficie. Los dos hombres se miraron. Parecían tener la misma edad, cincuenta y tantos; Boardman corpulento, con los cabellos grises y fuertes; Muller delgado, con los cabellos grises y fuerte. Sentados, parecían tener también la misma estatura, las apariencias engañaban: Boardman era una generación mayor y Muller quince centímetros más alto. Hacía treinta años que se conocían.
En un sentido, trabajaban en lo mismo; ambos formaban parte del cuerpo de personal no administrativo que servía para mantener la estructura de la sociedad humana en toda la galaxia. No tenía jerarquía oficial. Compartían el deseo de servir, la disposición de hacer que sus dotes resultaran útiles a la humanidad, y Muller respetaba a Boardman por la forma en que había usado esas dotes durante una larga y destacada carrera, aunque no hubiese podido decir que Boardman le gustaba. Sabía que era astuto, poco escrupuloso y que estaba dedicado al bienestar de la humanidad; pero la mezcla de falta de escrúpulos y dedicación es siempre peligrosa.
Boardman sacó un cubo de visión de un bolsillo de su túnica y lo puso en la mesa que había frente a Muller. Quedó allí, como si fuera el peón de un juego, seis o siete centímetros de arista, una tonalidad amarillenta sobre el pulido mármol negro de la mesa.
— Conéctalo — señaló Boardman —. El visor está allí.
Muller deslizó el cubo en la ranura del receptor. En medio de la mesa se levantó un gran cubo; tenía casi un metro de arista. Algunas imágenes flotaban en sus caras. Muller vio un planeta envuelto en nubes, grisáceo; podría haber sido Venus, la imagen se volvió más profunda y unos toques de rojo aparecieron en el gris. Entonces no era Venus. La cámara atravesó la capa de nubes y reveló un planeta desconocido, no muy parecido a la tierra. El suelo era húmedo y esponjoso, y unos árboles gomosos, que parecían hongos gigantescos, crecían en é. Era difícil apreciar los tamaños relativos, pero parecían grandes. Sus troncos pálidos estaban cubiertos por fibrosidades y se curvaban como arcos entre la tierra y la copa. Unas cosas con forma de platos protegían las raíces de los árboles y los rodeaban hasta un quinto de su altura. Más arriba no había ni hojas ni ramas; sólo copas anchas y planas cuyas caras inferiores estaban manchadas por corrugaciones. Mientras Muller miraba, tres figuras extrañas se acercaron, andando por el oscuro bosque. Eran alargadas y recordaban casi a árboles, con manojos de ocho o diez miembros que colgaban de sus angostos hombros. Su cabezas eran ahusadas y estaban llenas de ojos. Sus narices eran ranuras verticales metidas dentro de la piel y sus bocas se abrían en los extremos. Andaban erguidos sobre unas elegantes piernas que terminaban en unos pequeños zócalos redondeados, en lugar de pies. Aunque estaban desnudos (salvo unas tiras de género, quizá ornamentales, atadas entre su primera y su segunda muñeca), Muller no pudo hallar rastros de aparato reproductor o de funciones mamarias. Sus pieles carecían de pigmentación; compartían el gris que prevalecía en ese mundo grisáceo, y eran de textura gruesa, cubiertas además por unas escamas en forma de diamantes.