Con sorprendente gracia, las tres figuras se acercaron a tres hongos gigantes y treparon por ellos hasta que cada uno estuvo sobre una copa en forma de platillo. Del manojo de miembros salió un brazo que parecía disponer de una adaptación especiaclass="underline" a diferencia de los otros, que estaban equipados con cinco dedos que parecían zarcillos dispuestos en una especie de anillo, este miembro terminaba en un órgano afilado como una aguja. Ese órgano penetró fácil y profundamente en el suave tronco gomoso del árbol en que había subido su dueño. Pasó un rato, como si los seres estuvieran absorbiendo la savia de los árboles. Luego bajaron y siguieron andando, sin que su aspecto exterior se hubiese modificado.
Uno de ellos se detuvo, se inclinó y observó atentamente el terreno. Había descubierto el ojo que había estado registrando sus actividades. La imagen se volvió caótica; Muller supuso que el ojo estaba pasando de mano en mano. Súbitamente la imagen se oscureció; el ojo había sido destruido. El cubo dejó de transmitir.
Después de un momento de silencio incómodo, Muller dijo:
— Tienen un aspecto muy convincente.
— Y por muy buenas razones; son reales.
— ¿Esto fue registrado por alguna sonda extragaláctica?
— No — digo Boardman —. Es de nuestra galaxia.
— Entonces… ¿Beta Hydri IV?
— Sí.
Muller contuvo un estremecimiento.
— ¿Puedo verlo nuevamente, Charles?
— Claro que sí.
Activó el cubo por segunda vez. El ojo bajó de nuevo entre las nubes, de nuevo observó los árboles gomosos, de nuevo apareció el trío de extraños seres, se alimentó, descubrió el ojo, lo destruyó. Muller estudiaba las imágenes con fría fascinación. Nunca había visto seres inteligentes no humanos. Por lo que sabía, nadie los había visto hasta ahora.
Las imágenes se desvanecieron del cubo.
— Esto fue registrado hace menos de un mes — dijo Boardman —. Situamos una nave sonda a cinco kilómetros de altura y dejamos caer unos cincuenta mil ojos en Beta Hydri. IV. La mitad fue a dar en el fondo del océano. La mayoría aterrizó en lugares deshabitados o desprovistos de interés. Este es el único que nos proporcionó una visión clara de los habitantes.
— ¿Por qué se ha decidido romper la cuarentena de Beta Hydri IV?
Boardman suspiró suavemente.
— Pensamos que ha llegado el momento de entrar en contacto con ellos, Dick. Hemos estado olfateando por allí durante diez años y todavía no les hemos saludado. Los buenos vecinos no proceden así. Y como los hidranos y nosotros somos las únicas razas inteligentes en toda esta maldita galaxia (a menos que alguien esté oculto en algún lugar muy raro), hemos llegado a la conclusión de que debemos establecer relaciones amistosas con ellos.
— Tu recato no me conmueve — dijo secamente Muller —. Se tomó la decisión, después de una reunión plenaria del consejo, y de un debate que duró un año, de dejar en paz a los hidranos por lo menos durante un siglo… a menos que se lanzaran al espacio. ¿Quién cambió esa decisión? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Boardman sonrió astutamente. Pero Muller sabía que la única forma de que no le atrapara en sus redes era atacar de frente.
Lentamente, Boardman dijo:
— No pretendía engañarte, Dick. Esta decisión se tomó hace ocho meses, en una sesión del consejo, mientras tú ibas a Rigel.
— ¿Por qué razón?
— Una de las sondas extragalácticas volvió con pruebas convincentes de que hay por lo menos una especie muy inteligente en una de las nebulosas cercanas.
— ¿Dónde?
— No importa, Dick. Perdona, pero no te lo diré, por ahora.
— Muy bien.
— Puedo decirte que, por lo que sabemos, no podríamos controlarlos. Dominan la navegación espacial y sería razonable suponer que uno de estos siglos vendrán a visitarnos. Cuando lo hagan, tendremos un problema. De modo que se decidió establecer contacto con Beta Hydri antes de lo previsto, para aseguramos su amistad.
— ¿Quieres decir que queremos entablar amistad con la otra raza inteligente de nuestra galaxia antes de que lleguen los extagálacticos?
— Exactamente.
— Dame esa copa que me ofreciste.
Boardman indicó la consola con un gesto. Muller marcó una combinación muy fuerte, la bebió de un trago y ordenó otra. Súbitamente tenía mucho que digerir. Desvió la mirada de Boardman, cogió el cubo y lo acarició, como si fuera una reliquia sagrada.
Durante un par de siglos el hombre había explorado las estrellas sin encontrar rastros de un rival. Había muchísimos planetas y muchos de ellos eran potencialmente habitables; un número muy grande era muy parecido a la tierra. Eso no les había sorprendido; el cielo está lleno de soles situados en la parte central del espectro y hay muchos de los tipos F y G, los más aptos para sustentar la vida. El proceso de creación de planetas no tiene nada de especial y la mayoría de esos soles tienen entre cinco y doce planetas, algunos de los cuales poseen el tamaño, la masa y la densidad adecuados para retener una atmósfera y permitir la evolución de la vida. Un cierto número de esos mundos está situado dentro de la zona orbital que evita los excesos de temperatura. De modo que la vida abundaba y la galaxia era el paraíso de los zoólogos.
Pero, en su desordenada expansión fuera de su propio sistema, el hombre sólo había encontrado los restos de especies inteligentes ya extinguidas. Los animales ocupaban las ruinas de civilizaciones increíblemente antiguas. La más espectacular era el laberinto de Lemnos, pero en otros mundos también había ciudades derruidas, muros erosionados, cementerios, piezas de cerámica desparramada. El espacio se transformó, también, en el paraíso de los arqueólogos. Los coleccionistas de animales extraterrestres y los coleccionistas de reliquias extraterrestres estaban muy ocupados. Nacieron especialidades científicas totalmente nuevas. Sociedades que habían desaparecido antes de que se construyeran las pirámides estaban siendo reconstruidas.
Pero todas las demás razas inteligentes de la galaxia se habían marchitado. Evidentemente, habían florecido tanto tiempo antes que ni siquiera sobrevivían sus hijos decadentes; eran como Nínive y Tiro; estaban borradas, extinguidas. Investigaciones cuidadosas demostraban que las más jóvenes de la docena de culturas extrasolares habían perecido ochenta mil años antes.
La galaxia es ancha, y el hombre seguía buscando, atraído por sus compañeros estelares, que le provocaban una curiosa mezcla de miedo y curiosidad. Aunque la propulsión hiperespacial proporcionaba una cómoda manera de viajar a todos los puntos del universo, ni el personal ni las naves disponibles podían abarcar la inmensidad de la investigación. Muchos siglos después de haberse lanzado a la galaxia, el hombre seguía haciendo descubrimientos, algunos muy cerca de casa. La estrella Beta Hydri tenía siete planetas; en el cuarto vivían seres inteligentes.
No hubo aterrizajes. Las posibilidades de un descubrimiento de ese tipo habían sido examinadas anticipadamente y se había hecho planes para evitar una torpe intrusión, de consecuencias incalculables. Se había estudiado Beta Hydri IV desde el exterior de su capa de nubes. Sutiles mecanismos habían medido la actividad que había debajo de la molesta máscara gris. La producción de energía del planeta era conocida, con un error posible de pocos millones de kilovatios hora; existían mapas de los distritos urbanos y se habían efectuado estimaciones de la densidad de la población. El nivel del desarrollo industrial había sido calculado por medio de un estudio de las radiaciones térmicas. Ahí abajo había una civilización agresiva, poderosa, en pleno desarrollo, que, posiblemente, era comparable por su nivel técnico con la de finales del siglo XX en la Tierra. Había una sola diferencia significativa: los hidranos no se habían lanzado al espacio. La culpa era de la capa de nubes. Una raza que nunca ha visto las estrellas difícilmente estará muy interesada en llegar a ellas.