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Muller había participado en las frenéticas reuniones que habían tenido lugar cuando se descubrió a los hidranos. Conocía las razones de la cuarentena y se daba cuenta de que para que ésta hubiese sido levantada debía haber razones mucho más importantes. No muy segura de su habilidad para establecer una relación con seres no humanos, la Tierra había decidido, sabiamente, mantenerse a distancia de los hidranos por un tiempo, pero ahora todo había cambiado.

— Y ¿qué sucederá ahora? — Preguntó Muller —. ¿Una expedición?

— Sí.

— ¿Cuándo?

— Supongo que el año próximo.

Muller se puso rígido.

— ¿Quién estará al mando?

— Quizá tú, Dick.

— ¿Por qué «quizá»?

— Porque podrías rechazar la misión.

— Cuando tenía dieciocho años — dijo Muller —, estaba con una chica en los bosques de California, en la Tierra, e hicimos el amor, y no era exactamente la primera vez, pero fue la primera vez que funcionó como es debido y después estábamos tendidos de espaldas, mirando las estrellas, y yo le dije que iba a andar entre ellas. Y ella dijo: «Oh, Dick, qué estupendo». Pero por supuesto, yo no estaba diciendo nada raro. Cualquier chico de esa edad lo dice mismo cuando mira las estrellas. Y le dije que iba a descubrir cosas en el espacio y que la humanidad me recordaría como a Colón y a Magallanes a los primeros astronautas y todo eso. Dije que iba a estar en primera fila, siempre, y que me movería por las estrellas como un dios. Fui muy elocuente. Seguí así durante diez minutos, hasta que los dos nos sentimos arrebatados por tantas maravillas y me volví hacia ella y me atrajo hacia sí y volví la espalda a las estrellas y trabajé mucho para clavarla a la tierra. Esa fue la noche en que me volví ambicioso. Hay cosas que se dicen a los dieciocho años y que luego no pueden repetirse.

— Hay cosas que se hacen a los dieciocho años y que tampoco pueden repetirse después — dijo Boardman —. ¿Y bien Dick? Ya tienes más de cincuenta años, ¿no? Has andado por las estrellas. ¿Te sientes como un dios?

— A veces.

— ¿Quieres ir a Beta Hydri?

— Sabes que sí.

— ¿Solo?

Muller sintió que la tierra se hundía bajo sus pies y, de golpe, era como caminar por el espacio por primera vez, cayendo hacia todo el universo. ¿Solo?

— Lo hemos programado todo y llegamos a la conclusión de que enviar a un grupo de hombres en este momento sería un error. Los hidranos no han respondido muy bien a nuestras sondas visuales. Tú lo viste; recogieron el ojo y lo destruyeron. Ni siquiera podemos imaginar su psicología; nunca nos hemos enfrentado con mentes extraterrestres. Y creemos que lo más seguro (tanto en términos de pérdida de vidas humanas como en lo que se refiere al impacto sobre su sociedad) es mandar a un embajador… un hombre que llegue en son de paz, un hombre fuerte y astuto que haya superado muchas situaciones difíciles, que sea capaz de improvisar formas de iniciar un contacto. Ese hombre puede ser destruido treinta segundos después de llegar. Pero, si sobrevive, habrá logrado algo único en la historia de la humanidad. Tú dirás.

Era irresistible. ¡Embajador de la humanidad ante los hidranos! Ir solo, andar por tierra extranjera y ofrecer el primer saludo de la humanidad a sus vecinos cósmicos…

Era su billete a la inmortalidad. Grabaría para siempre su nombre en las estrellas.

— ¿Qué posibilidades de sobrevivir tendré? — preguntó Muller.

— El ordenador dice que hay una entre sesenta y cinco de que salgas como entraste, Dick. Teniendo en cuenta que no es un planeta de tipo terrestre, necesitarás llevar un sistema vital. Y podrías ser mal recibido. Una posibilidad entre sesenta y cinco.

— No está tan mal.

— Yo nunca aceptaría semejante apuesta — dijo Boardman, sonriendo.

— No. Pero yo sí.

Vació su copa. Si ganaba, su fama seria imperecedera. Si fracasaba y era destruido por los hidranos…, bueno, no era tan malo. Había destinos peores que morir llevando la bandera de la humanidad a un nuevo mundo. Su desmedido orgullo, su hambre de gloria, su deseo infantil de fama, que nunca había podido superar, le empujaban. La apuesta no era tan mala.

Marta reapareció. Estaba mojada; su cuerpo desnudo brillaba y sus cabellos estaban pegados a la esbelta columna de su cuello. Sus pechos se agitaban como pequeños conos de carne, coronados por unos arrugados pezones color rosa. Podría haber sido una chica de catorce años, pensó Muller, mirando sus caderas estrechas y sus muslos delgados. Boardman le tiró un secador. Ella lo conectó y entró en su campo amarillento, dando una vuelta completa. Tomó su vestido de la percha y se vistió con calma.

— Fue estupendo — dijo. Sus ojos se dirigieron a Muller por primera vez desde su vuelta — Dick, ¿qué te sucede? Pareces atónito, aturdido. ¿Te sientes bien?

— Muy bien.

— ¿Qué pasó?

— El señor Boardman me ha hecho una proposición.

— Puedes decírselo, Dick. No vamos a mantenerlo en secreto. Se hará un anuncio a toda la galaxia.

— Habrá un aterrizaje en Beta Hydri IV — dijo Muller con voz apagada —. Un solo hombre. Yo. ¿Cómo lo haremos, Charles? ¿Una nave en una órbita de estacionamiento y yo bajo en una cápsula autónoma equipada para el retorno?

— Sí.

— Es una locura, Dick — dijo Marta —. No lo hagas. Te arrepentirás toda tu vida.

— Si las cosas no salen bien, será una muerte rápida, Marta. He corrido riesgos más serios.

— No. Mira: a veces pienso que veo un poco del futuro. De veras, veo cosas, Dick. — Rió, nerviosamente; su pose sofisticada se había derrumbado —. No creo que mueras si vas allí. Pero creo que tampoco seguirás vivo. Di que no irás. ¡Dilo, Dick!

— Oficialmente, todavía no has aceptado mi proposición — dijo Boardman.

— Lo sé — dijo Muller. Se puso de pie, rozando el techo de la cápsula, se dirigió hacia Marta y la tomó en sus brazos, recordando aquella otra chica, hacía tanto tiempo, bajo el cielo de California, recordando la loca energía que había descendido sobre él cuando saltó del brillo de las estrellas a la carne tibia y complaciente y los muslos que se separaban debajo de él. Abrazó fuertemente a Marta. Ella le miró, horrorizada. Él besó la punta de su nariz y el lóbulo de su oreja izquierda. Ella se liberó de su abrazo, tropezó y casi se arrojó en las rodillas de Boardman. Este la atrapó y la sujetó. Muller dijo —: Ya sabes cuál es mi respuesta.

Esa tarde, una de las sondas robot llegó a la zona F. Todavía les faltaba parte del camino, pero Muller sabía que no tardarían mucho en llegar al centro del laberinto.

Capítulo IV

1

— ¡Por fin! — dijo Rawlings —. Allí está.

A través de los ojos de una sonda, miró fijamente al hombre del laberinto. Muller se apoyaba distraídamente contra la pared, con los brazos cruzados; era un hombre alto y curtido, de mentón fuerte y nariz en forma de cuña. No parecía alarmado por la presencia del explorador mecánico.

Rawlings conectó el audio y oyó que Muller decía:

— Hola, robot. ¿Por qué no me dejas en paz?

La sonda no respondió, por supuesto. Tampoco Rawlings, que podría haber transmitido un mensaje a través de ella. Estaba en la terminal, un poco agachado para ver mejor. Sus fatigados ojos latían. Les había llevado nueve días locales lograr que una de las sondas llegara al centro del laberinto. El esfuerzo había costado más de cien sondas; cada veinte metros de terreno explorado habían destruido un robot. No estaba tan mal, considerando que el número de alternativas equivocadas que ofrecía el laberinto era alto. Gracias a la suerte, al uso inspirado del cerebro de la nave y a una vigorosa batería de aparatos sensores, habían logrado evitar todas las trampas obvias y algunas de las más sutiles. Y ahora estaban en el centro.