Desconcertado, Rawlings buscó los signos de la angustia de Muller. No los había visto antes y no los vio ahora. Pero, por supuesto, no recordaba cuál era antes su aspecto. Y, naturalmente, Boardman era mucho más experto que él interpretando los rasgos de una persona.
— No va a ser fácil sacarlo de ahí — dijo Boardman —. Querrá quedarse. Pero le necesitamos, Ned. Le necesitamos.
Muller, que andaba al mismo ritmo que la sonda, dijo con voz áspera y profunda:
— Tienes treinta segundos para decir qué es lo que te propones. Después será mejor que des la vuelta y te vayas por donde viniste.
— ¿Por qué no le habla? — preguntó Rawlings —. ¡Destruirá el robot!
— ¡Que lo haga! La primera persona que le hable será de carne y hueso y estará frente a él. Es la única manera. Esto va a ser como un galanteo, Ned. No podemos hacerlo a través de los parlantes de una sonda.
— Diez segundos — dijo Muller.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una esfera brillante de metal negro, del tamaño de una manzana, con una pequeña abertura cuadrada en un lado. Rawlings nunca había visto una cosa así. Pensó que debía de ser alguna arma que Muller había encontrado en la ciudad, ya que éste alzó la esfera y apuntó la abertura hacia la cara del robot.
La pantalla se oscureció.
— Parece que hemos perdido otra sonda — dijo Rawlings.
Boardman asintió.
— Sí, pero es la última. Ahora empezaremos a perder hombres.
2
Había llegado el momento de arriesgar vidas humanas en el laberinto. Era inevitable y Boardman lo lamentaba, de la misma forma que lamentaba pagar impuestos, o envejecer, o expulsar desechos, o experimentar la fuerza de la gravedad. Los impuestos, la vejez, la excreción y la gravedad eran aspectos permanentes de la condición humana, aunque los cuatro habían sido paliados por el progreso de la ciencia moderna. Con la muerte sucedía lo mismo. Había utilizado hábilmente las sondas y, probablemente, habían salvado una docena de vidas gracias a eso, pero ahora se perderían vidas de todos modos. Boardman lo lamentaba, pero no muy profundamente, ni por mucho tiempo. Hacía décadas que pedía a otros hombres que arriesgaran sus vidas y muchos habían muerto. Estaba pronto a arriesgar la suya, en el momento adecuado y por la causa adecuada.
Ahora disponían de un mapa muy detallado del laberinto. El cerebro de la nave disponía de un cuadro detallado de la ruta de entrada, en el que estaban señaladas las trampas conocidas. Boardman confiaba en que podía enviar exploradores mecánicos al laberinto con un 95 por ciento de probabilidades de que llegaran sanos y salvos a la zona A. Pero eso no significaba que un hombre pudiese recorrer el mismo camino en iguales condiciones de seguridad. Aun con el ordenador dando consejos paso a paso, un hombre que filtraba información por medio de un cerebro, falible y capaz de fatigarse, podía no ver las cosas igual que una sonda hecha por un torno, y quizá efectuara ajustes por su cuenta que podrían resultar fatales. De modo que los datos que habían reunido debían ser comprobados cuidadosamente antes de que él o Ned Rawlings se aventuraran en el laberinto.
Había voluntarios que se encargarían de eso.
Sabían que estaban arriesgando la vida. Nadie había intentado decir que las cosas eran de otra manera, ni ellos lo hubiesen aceptado. Se les había explicado que para la humanidad era muy importante lograr que Richard Muller saliera voluntariamente del laberinto y que eso se podía lograr si unos seres humanos concretos — Charles y Ned Rawlings — hablaban personalmente con Muller. Y como Boardman y Rawlings eran unidades irremplazables, era necesario que otros exploraran el camino antes que ellos. Muy bien. Los exploradores estaban dispuestos, sabiendo que no eran material sustituible. También sabían que el hecho de que los primeros murieran resultaría útil. Cada muerte Proporcionaba nuevas informaciones; en cambio, una entrada afortunada no agregaba nada, en aquel punto de las investigaciones.
Echaron suertes, para ver quién empezaba.
El hombre que fue elegido para entrar en primer término era un teniente, llamado Burke, que parecía muy joven y posiblemente lo era, ya que los militares no solían reformarse hasta que alcanzaban los escalones más altos de la jerarquía. Era un muchacho bajo, fuerte, de cabellos oscuros, que actuaba como si pudiese ser reemplazado por medio de un molde. Y ése no era el caso.
— Cuando encuentre a Muller — dijo Burke (no dijo si) — le diré que soy arqueólogo. Y que si no lo molesta, me gustaría que algunos de mis compañeros pudieran entrar. ¿Está bien así?
— Sí — dijo Boardman —. Y recuerde que cuanto menos jerga profesional utilice, menos sospechará de usted.
Burke no viviría lo suficiente como para decir nada a Richard Muller y todos lo sabían. Pero saludó elegantemente, de forma un poco teatral, al despedirse y entró en el laberinto. Estaba conectado con el cerebro de la nave a través de una mochila que llevaba a la espalda. El ordenador le transmitiría las órdenes de marcha y mostraría a los observadores que estaban en el campamento todo lo que pudiera pasarle.
Se desplazó limpiamente a través de los terrores de la zona H. Carecía de la colección de aparatos de investigación que habían ayudado a las sondas a encontrar las losas montadas sobre pivotes y las trampas mortales que había debajo de ellas, los chorros de energía ocultos, los dientes que se cerraban en las puertas y todas las otras pesadillas; pero, en cambio, llevaba algo mucho más úticlass="underline" el conocimiento acumulado de esas pesadillas, reunido gracias al derroche de sondas que habían descubierto su existencia. Boardman, vigilando su pantalla, vio los pilares, los rayos y los acantilados que ya le resultaban familiares, los elegantes puentes, los montones de huesos y, de vez en cuando, los restos de una sonda. Silenciosamente exhortó a Burke a seguir avanzando; sabía que, dentro de poco, él mismo tendría que recorrer ese camino. Boardman se preguntó cuánto significaría la vida de Burke para Burke.
Burke tardó casi cuarenta minutos en pasar de la zona H a la zona G. No parecía muy eufórico cuando atravesó el pasaje; todos sabían que la zona G era casi tan dura como la zona H. Pero, por ahora, el sistema de guía estaba funcionando bien. Burke estaba ejecutando una especie de siniestro ballet, bailando alrededor de los obstáculos, contando los pasos, saltando aquí, girando allá, esforzándose por no pisar algún segmento traicionero del pavimento. Sus progresos eran muy positivos. Pero el ordenador no pudo advertirle la presencia de un animalito lleno de dientes que aguardaba sobre una cornisa labrada, a cuarenta metros de la entrada de la zona G. Eso no formaba parte de los planes del laberinto.
Era una amenaza ocasional, que se ocupaba de sus propios asuntos, pero Burke sólo llevaba un registro de las experiencias anteriores en esa materia.
El animal no era mayor que un gato grande, pero sus colmillos eran largos y sus garras muy veloces. El ojo de la mochila de Burke lo vio cuando saltaba, pero ya era demasiado tarde. Burke, enterado a medias, intentó volverse y sacar su arma cuando el animal ya estaba sobre sus hombros, buscando su garganta.
Las mandíbulas se abrieron muchísimo. El ojo del ordenador transmitió un detalle anatómico del que Boardman hubiese podido prescindir: detrás de la hilera externa de dientes afilados como agujas había otra hilera interna y una tercera más atrás, quizás eran para masticar mejor la presa, o quizá se trataba de un par de juegos de repuesto, en caso de que los dientes externos se rompieran. Un momento después, las mandíbulas se cerraron.
Burke se derrumbó aferrando a su atacante. Brotó un chorro de sangre. El hombre y la bestia rodaron, oprimieron algún resorte oculto y desaparecieron en medio de una nube de humo oscuro. Cuando el aire recuperó la transparencia, ninguno de los dos era visible.