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Algo después, Boardman dijo:

— Debemos recordar esto. Los animales no atacan a las sondas. Tendremos que llevar detectores de masa y entrar en grupos.

La siguiente vez lo hicieron así. Habían pagado un precio excesivo por la información, pero ahora sabían que tenían que enfrentarse con bestias salvajes, además de la astucia de los remotos ingenieros. Dos hombres armados, Marshall y Petrocelli, entraron juntos en el laberinto, mirando en todas direcciones. Ningún animal podría acercarse a ellos sin que su radiación térmica fuera captada por los fonosensores infrarrojos de los detectores de masas que llevaban. Mataron cuatro animales — uno de ellos inmenso — y no tuvieron más problemas en ese sentido.

En las profundidades de la zona G llegaron al sitio donde la pantalla distorsionadora se burlaba de todos los aparatos de recolección de datos.

Boardman se preguntó cómo funcionaría esa pantalla. Conocía distorsionadores hechos en la Tierra que actuaban directamente sobre los sentidos, transmitiendo mensajes totalmente correctos y mezclándolos dentro del cerebro, para destruir sus correlaciones. Pero aquella pantalla tenía que ser diferente. No podía atacar el sistema nervioso de una sonda, porque las sondas no tenían sistema nervioso en el sentido estricto de la palabra y sus ojos transmitían exactamente lo que veían. Pero de alguna forma, lo que habían visto los robots y lo que habían informado al ordenador no guardaba relación con la geometría real del laberinto en ese punto. Otras sondas, situadas más allá del alcance de la pantalla, habían transmitido descripciones totalmente distintas y mucho más exactas. De modo que la cosa debía trabajar a partir de algún principio óptico, influyendo directamente sobre el ambiente, modificando su orden, distorsionando la perspectiva, cambiando y ocultando sutilmente el contorno de las cosas, transformando una condición normal en un enigma. Cualquier órgano visual situado al alcance de la pantalla obtenía una imagen totalmente convincente y perfectamente incorrecta de área, tuviera o no una mente manipulable. Boardman pensó que era muy interesante. Quizás, más adelante, los mecanismos del laberinto podrían ser estudiados y conocidos a fondo. Más adelante.

Para él era imposible saber qué aspecto tenía el laberinto para Marshall y Petrocelli cuando sucumbieron a la pantalla. A diferencia de los robots, que proporcionaban informes exactos de todo lo que había ante sus ojos, los dos hombres no estaban conectados directamente con el ordenador y no podían transmitir sus imágenes mentales a la pantalla. Lo mejor que podían hacer era describir lo que veían. Y no correspondía con las imágenes de los ojos sonda que estaban montados en sus mochilas ni con la configuración auténtica que se veía desde los lugares situados fuera del radio de acción de la pantalla.

Obedecieron las indicaciones del ordenador. Avanzaron, aun cuando sus ojos les decían que un enorme abismo se abría bajo sus pies. Se agacharon para deslizarse por un túnel en cuyo techo brillaban unas hojas de guillotina suspendidas. El túnel no existía.

— Supongo que en cualquier momento una de esas hojas se desprenderá y me partirá en dos — dijo Petrocelli.

No había hojas. Al final del túnel se movieron hacia la izquierda, acercándose a un enorme mayal que azotaba el pavimento. No había mayal. No muy convencidos, evitaron pisar una acera alfombrada que parecía conducir fuera de la región controlada por la pantalla, la acera era imaginaria; ellos no veían la piscina de ácido que estaba allí.

— Sería mejor que cerraran los ojos — dijo Boardman —. Y entraran como las sondas, prescindiendo de la visión.

— Dicen que eso les da miedo — dijo Hosteen.

— ¿Qué es mejor, carecer de información visual o tener datos erróneos? — preguntó Boardman —. Podrían seguir las indicaciones del ordenador con los ojos cerrados y sería lo mismo. Y así no habría probabilidades de que…

Petrocelli gritó. En la pantalla doble, Boardman vio la condición real — un trozo de camino plano e inocuo — y la visión distorsionada, transmitida por los ojos de la mochila: un geiser de llamas que hacía erupción a sus pies.

— Quédate donde estáis — aulló Hosteen —. ¡No es real!

Petrocelli, que tenía un pie en el aire, volvió a bajarlo sufriendo una torcedura a causa del esfuerzo. Pero Marshall reaccionó más lentamente. Se había girado para escapar de la erupción cuando Hosteen gritó, y se movió hacia la izquierda, antes de detenerse. Estaba a unos doce centímetros del camino seguro. Un cable de metal brillante surgió de un bloque de piedra y se enroscó en sus tobillos. No tuvo dificultad para cortar los huesos. Marshall cayó y una brillante barra dorada lo clavó en el muro.

Sin mirar hacia atrás, Petrocelli atravesó la columna de fuego sin sufrir daños, anduvo unos metros tropezando y se detuvo, más allá del alcance de la pantalla de distorsión.

— ¿Dave? — dijo con voz ronca —. Dave, ¿estás bien?

— Se salió del sendero — dijo Boardman —. Fue una muerte rápida.

— ¿Qué quiere que haga ahora?

— Quédese donde está, Petrocelli. Cálmese y no intente ir a ningún lado. Mandaré a Chesterfield y a Walker a reunirse con usted. Aguarde donde está.

Petrocelli estaba temblando. Boardman pidió al cerebro de la nave que le diese una inyección y la mochila lo tranquilizó rápidamente con un pinchazo. Todavía rígido, incapaz de volverse hacia su empalado compañero, Petrocelli se quedó quieto, esperando.

Chesterfield y Walker necesitaron cerca de una hora para llegar hasta la pantalla de distorsión y casi quince minutos para atravesar los pocos metros cuadrados que ésta controlaba. Lo hicieron con los ojos cerrados y eso no les gustó, pero los fantasmas del laberinto no podían atemorizar a un ciego; por lo que Chesterfield y Walker quedaron fuera de su alcance. A esas alturas, Petrocelli se había tranquilizado y los tres continuaron avanzando cautelosamente hacia el corazón del laberinto.

Boardman pensó que habría que hacer algo para recuperar el cadáver de Marshall. En otro momento.

3

Los días más largos de la vida de Ned Rawlings habían sido los que había pasado viajando hacia Rigel, cuatro años antes, yendo a buscar el cuerpo de su padre. Pero estos días eran más largos aún. Estar parado junto a una pantalla, viendo como mueren unos hombres valientes, sentir que todos los nervios piden un descanso, hora tras hora…

Pero estaban ganando la batalla del laberinto. Ya habían entrado catorce hombres; cuatro habían muerto. Walker y Petrocelli habían parado en la zona E; otros cinco hombres habían instalado una base auxiliar en F y tres más estaban bordeando la pantalla de distorsión en G y se reunirían pronto con sus compañeros. Evidentemente, lo peor ya había pasado. De las observaciones de las sondas se deducía que la curva del peligro disminuía notablemente después de la zona F y que en las tres zonas interiores casi no había trampas. Con E y F virtualmente conquistadas, no seria muy difícil irrumpir en las zonas centrales, donde Muller, impasible y silencioso, acechaba y aguardaba.

Rawlings pensó que ahora conocía el laberinto como la palma de su mano. En la práctica, había penetrado en él más de cien veces, primero por medio de las sondas, luego a través de las transmisiones de los tripulantes. Por las noches, en sus sueños febriles, veía sus oscuros dibujos, sus paredes curvas, sus torres sinuosas. Encerrado en su propio cerebro, recorrió de alguna forma el itinerario de ese laberinto, rozando mil veces la muerte. El y Boardman serían los beneficiarios de esa experiencia tan duramente ganada cuando llegara el momento de entrar.

Y el momento se aproximaba.