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— No — dijo Boardman —. No podemos sacarlo por la fuerza. Ese es nuestro problema. Sería demasiado peligroso. Podría encontrar la forma de suicidarse en el momento en que intentáramos cogerlo.

— Una pistola narcótica — dijo Rawlings —. Hasta yo podría hacerlo. Me pondría a tiro, dispararía, luego lo sacaríamos del laberinto y cuando se despertara le explicaríamos…

Boardman meció la cabeza con vehemencia.

— Ha tenido nueve años para resolver los problemas del laberinto. No sabemos qué trucos ha aprendido ni qué trampas defensivas ha instalado. Mientras esté allí no me atrevo a atacarle; es demasiado valioso para correr el riesgo. Por lo que sabemos, puede haber programado este sitio para que estalle si alguien le apunta con una pistola. Tendrá que salir del laberinto por su propia voluntad, Ned, y eso significa que tendremos que engañarle con falsas promesas. Ya sé que es repugnante. A veces todo el universo hiede. ¿No lo habías notado?

— ¡No tiene que heder! — dijo Rawlings levantando la voz —. ¿Eso es lo que ha aprendido en todos esos años? El universo no hiede; ¡el hombre el que hiede! Y lo hace voluntariamente; ¡porque prefiere heder a oler bien! ¡No tenemos que mentir! ¡No tenemos que hacer trampas! Podríamos elegir el honor y la decencia y…

Rawlings se detuvo bruscamente. En un tono diferente dijo:

— Debo sonar horriblemente joven, ¿no es cierto, Charles?

— Tienes derecho a equivocarte — dijo Boardman —. La juventud es para eso.

— ¿De veras cree que hay una malevolencia cósmica en el universo?

Boardman juntó las puntas de sus dedos.

— Yo no diría eso. Creo que no hay un poder de las tinieblas rigiendo el universo, tal como creo que no hay un poder de la luz. El universo es una inmensa máquina impersonal. Mientras funciona, tiende a recargar algunas piezas menores y esas piezas se desgastan y al universo le importa un bledo, porque puede generar repuestos. No hay nada inmoral en el desgaste de unas piezas, pero tendrás que admitir que, desde el punto de vista de la pieza, es un pésimo negocio. Y sucedió que dos piececitas del universo chocaron cuando dejamos caer a Dick Muller en el planeta de los hidranos. Tuvimos que llevarle allí porque por nuestra naturaleza nos gusta averiguar cosas y ellos hicieron lo que hicieron porque el universo desgasta sus piezas y el resultado fue que Dick salió de Beta Hydri IV en mal estado. Lo cogió la maquinaria del universo y lo deshizo. Ahora tenemos un nuevo choque, igualmente inevitable, y tendremos que meter a Dick en la máquina por segunda vez. Es muy posible que lo deshagan nuevamente (y eso es repugnante) y para que eso pueda suceder tú y yo tendremos que manchar un poquito nuestras almas (y eso también es repugnante) y no tenemos la menor posibilidad de elegir. Si no nos comprometemos y tratamos de engañar a Dick Muller podemos estar poniendo en marcha un nuevo giro de la máquina que destruiría a toda la humanidad… y eso sería aún más repugnante. Te estoy pidiendo que hagas una cosa desagradable por buenas razones. Tú no quieres hacerlo y yo comprendo cómo te sientes; sólo estoy tratando de que entiendas que tu código moral personal no es siempre el factor más importante. En tiempo de guerra, un soldado tira a matar porque el universo le impone esa situación. Puede ser una guerra injusta y su hermano puede estar a bordo del barco al que apunta, pero la guerra es real y él tiene su papel.

— ¿Y dónde está el libre albedrío en su universo mecánico, Charles?

— No lo hay. Por eso digo que el universo hiede.

— ¿No tenemos ninguna libertad?

— La libertad de retorcernos un poco en el anzuelo.

— ¿Se ha sentido así durante toda su vida?

— Durante la mayor parte — dijo Boardman.

¿- ¿Cuándo tenía mi edad?

— Antes.

Rawlings desvió la mirada.

— Creo que está completamente equivocado, pero no voy a gastar saliva tratando de convencerle. Me faltan las palabras. Me faltan los argumentos. Y, de todos modos, no me escucharía.

— Creo que no, Ned. Pero podemos discutir eso en otro momento. Digamos, dentro de veinte años. ¿De acuerdo?

Tratando de sonreír, Rawlings dijo:

— Claro. Si no he muerto a fuerza de sentirme culpable por esto.

— No morirás.

— ¿Y cómo cree que podré vivir conmigo mismo después de que haya sacado a Muller de su concha?

— Espera y verás. Descubrirás que, en el contexto, hiciste lo que debías. O, por lo menos, lo menos malo. Créeme, Ned. Ahora te parece que tu alma quedará corroída para siempre por este trabajo, pero no será así.

— Ya veremos — dijo Rawlings en voz baja.

Boardman parecía más resbaladizo que nunca cuando se ponía paternal. Rawlings pensó que morir en el laberinto era la única forma de evitar esas ambigüedades morales, y cuando se dio cuenta de que estaba pensando eso, borró la idea, horrorizado. Miró fijamente a la pantalla.

— Entremos — dijo —. Estoy cansado de esperar.

Capítulo V

1

Muller vio cómo se acercaban, sin comprender por qué se sentía tan tranquilo. Había destruido a ese robot sí, y después de eso habían dejado de enviar robots. Pero sus pantallas mostraban a los hombres que acampaban en las zonas exteriores. No podía ver sus rostros con claridad y no podía ver qué era lo que estaban haciendo allí. Contó alrededor de una docena; algunos estaban instalados en la zona E y un grupo algo mayor en F. Muller había visto morir a algunos en las zonas exteriores.

Disponía de medios de ataque. Si se lo proponía podía inundar la zona E, gracias al acueducto. Una vez lo había hecho, por accidente, y la ciudad había tardado casi un día entero en limpiarlo todo. Recordaba que, durante la inundación, la zona E había quedado sellada por muros de contención, para evitar que el agua se desbordara. Si los intrusos no se ahogaban en el primer momento, seguramente caerían en alguna de las trampas, a causa de la confusión. Muller también podía hacer otras cosas para evitar que llegaran a la ciudad interior.

Pero no hizo nada. Sabía que en el centro de su pasividad estaba el ansia de romper su aislamiento de tantos años. Por mucho que los odiara, por mucho que los temiera, por mucho que lo inquietara su intrusión, Muller permitió que los hombres se fueran aproximando a él. El encuentro era ya inevitable. Sabían que estaba allí. (¿Sabrían quién era?) Lo hallarían, para su desgracia y para la de Muller. Sabría si su largo exilio lo habría librado de su aflicción, si nuevamente era apto para convivir con otros seres humanos. Pero Muller ya sabía cuál sería la respuesta.

Había pasado casi un año con los hidranos, y luego, viendo que no estaba obteniendo nada, entró en su cápsula autopropulsora, se dirigió hacia los cielos y recuperó su nave, que giraba en órbita. Si los hidranos tenían una mitología, él formaría parte de ella.

Dentro de la nave, Muller realizó las operaciones que lo devolverían a la Tierra. Cuando comunicó su presencia al cerebro de la nave, se vio reflejado en el pulido metal del banco de datos y se asustó un poco. Los hidranos no usaban espejos. Muller vio en su cara unas profundas arrugas nuevas que no le preocupaban, y una extraña expresión en sus ojos que sí le preocupó. «Mis músculos están tensos», se dijo. Terminó de programar su retorno y fue hacia la cámara médica; allí ordenó una disminución de cuarenta db en su nivel neutral, junto con un baño caliente y un masaje completo. Cuando salió sus ojos seguían raros y, además, tenía un tic facial. Se deshizo del tic con facilidad, pero no pudo hacer nada para mejorar sus ojos.