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Eligió como blanco un punto situado a doce centímetros del hombro: el lugar donde la espina entraba en el cráneo. Bastó un disparo; el animal se derrumbó pesadamente. Muller se acercó tan velozmente como pudo, estudiando todos los sitios en que pisaba. Rápidamente cortó las partes inútiles, patas, cabeza, estómago, y roció con un atomizador el enorme filete que cortó de la paletilla. También cortó la mayor parte de los cuartos traseros y ató los dos paquetes a sus hombros. Luego dio la vuelta, buscando el camino zigzagueante que era la única entrada segura al centro del laberinto. En menos de una hora podía estar de vuelta en su cubil de la zona A.

Había recorrido la mitad de la plaza cuando oyó un ruido poco familiar.

Se detuvo y miró hacia atrás. Tres pequeñas criaturas se acercaban, saltando, al animal muerto. Pero ése no era el sonido que le había inquietado. ¿Acaso el laberinto preparaba un nuevo truco diabólico? Había sido un zumbido bajo cubierto por un áspero latido en las frecuencias medias, demasiado prolongado para ser el rugido de algún animal grande. Era un sonido que Muller no había oído nunca.

No; un sonido que allí no había oído nunca. En alguna parte de los bancos de su memoria debía de estar registrado. Buscó. El sonido era familiar. Ese estampido doble que se desvanecía lentamente en la distancia…, ¿qué era?

Determinó su dirección. El sonido llegaba por encima de su hombro derecho, o así le parecía. Muller miró en esa dirección y no vio más que la triple cascada de la pared secundaria del laberinto, alzándose, ringlera sobre brillante ringlera ambarina. ¿Sobre esa pared? Vio el cielo iluminado por las estrellas: el Mono, el Sapo, la Balanza.

Muller recordó el sonido.

Una nave, una nave estelar pasando a propulsión iónica para efectuar un aterrizaje planetario. El estampido de los escapes, el latido de las válvulas de desaceleración. Hacía nueve años que no oía ese sonido, desde que había comenzado su autoexilio en Lemnos. De modo que tenía visitantes. ¿Serían intrusos casuales o le habrían encontrado? ¿Qué querían? La ira le inflamó. Estaba harto de ellos y de su mundo. ¿Por qué no le dejaban en paz? Muller estaba alerta, las piernas separadas; una parte de su mente buscaba peligros, como siempre, aun mientras miraba furioso hacia el punto en que, probablemente, aterrizaría la nave. No quería tener tratos con la Tierra ni con los terrestres. Miró con odio hacia el tenue punto luminoso que había en el ojo del Sapo, en la frente del Mono.

No llegarían hasta él.

Morirían en el laberinto y sus huesos se unirían a la acumulación formada durante un millón de años que yacía en los corredores externos.

Y, si lograban entrar, igual que él…

Bueno, entonces tendrían que vérselas con él. Y no les resultaría agradable. Muller sonrió torvamente, acomodó la carne sobre su espalda y se concentro enteramente en la labor de penetrar en el laberinto. Pronto estuvo a salvo en la zona C. Llegó a su guarida. Guardó la carne. Preparó su cena. El dolor golpeaba su cráneo. Después de nueve años, ya no estaba solo en aquel mundo. Habían ensuciado su soledad. Una vez más, Muller se sintió traicionado. Lo único que pretendía de la Tierra era soledad, y ni siquiera le concedían eso. Pero si se las arreglaban para llegar hasta él, dentro del laberinto, sufrirían.

2

La nave había reentrado en el espacio normal con retraso, casi en las capas exteriores de la atmósfera de Lemnos. Charles Boardman estaba disgustado. Exigía de sí mismo el más alto nivel de rendimiento y esperaba que quienes le rodeaban se comportaran de la misma forma. Especialmente los pilotos.

Ocultando su irritación, Boardman conectó la pantalla y la pared de su cabina floreció con una vivida imagen del planeta. Sólo algunas nubes velaban su superficie; veía claramente a través de su atmósfera. En medio de una ancha llanura había una serie de arrugas que se distinguían con nitidez, aun a cien kilómetros de altura. Boardman se volvió hacia el joven que estaba a su lado y dijo:

— Ahí lo tienes, Ned. El laberinto de Lemnos. Y Dick Muller está metido en él.

Ned Rawlings apretó los labios.

— ¿Tan grave es? ¡Debe de tener cientos de kilómetros de diámetro!

— Lo que ves ahora son los terraplenes exteriores. El laberinto mismo está rodeado por un anillo concéntrico de muros de tierra de cinco metros de altura y mil kilómetros de circunferencia exterior. Pero…

— Sí, lo sé — Interrumpió Rawlings. Casi inmediatamente se sonrojó, con la enternecedora inocencia que Boardman encontraba tan encantadora y en breve trataría de utilizar —. Lo siento, Charles. No quise interrumpirle.

— No tiene importancia. ¿Qué es lo que querías preguntarme?

— Esa mancha oscura dentro de los muros externos, ¿es la ciudad?

Boardman asintió.

— Ese es el laberinto interno. Veinte, treinta kilómetros de diámetro… y Dios sabe cuántos millones de años de edad. Allí es donde hallaremos a Muller.

— Si podemos entrar.

— Cuando entremos.

— Sí. Sí. Claro. Cuando entremos — Se corrigió Rawlings enrojeciendo nuevamente. Esbozó una sonrisa rápida y diligente —. ¿No hay una posibilidad de que no encontremos la entrada?

— Muller la halló — dijo Boardman en voz baja —. Está allí.

— Pero fue el primero que pudo entrar. Todos los demás fracasaron. De modo que quizá nosotros…

— No fueron muchos los que lo intentaron — replicó Boardman —. Y quienes lo hicieron no tenían el equipo necesario. Conseguiremos hacerlo, Ned. Lo conseguiremos. Tenemos que hacerlo. Ahora cálmate y disfruta del aterrizaje.

La nave se dirigió al planeta; iba demasiado rápida, pensó Boardman, que se sentía oprimido por la fuerza de la desaceleración. Odiaba los viajes y odiaba los aterrizajes por encima de todo. Pero aquél era un viaje que no había podido evitar. Se recostó en la litera amortiguadora y desconectó la pantalla. Ned Rawlings seguía de pie; sus ojos brillaban a causa de la excitación. «Qué maravilloso es ser joven», pensó Boardman, no muy seguro de que fuera un pensamiento sarcástico. El chico era fuerte y saludable, y más inteligente de lo que parecía a veces. Un chico prometedor, como se decía unos siglos antes. Boardman no recordaba haber sido así, cuando era joven. Tenía la sensación de haber estado siempre en la edad madura; astuto, calculador, organizado. Ahora tenla ochenta años, había vivido casi la mitad de su vida, y cuando intentaba juzgarse honestamente, no lograba convencerse de que su personalidad se hubiese modificado de forma esencial desde que tenía veinte años. Había aprendido ciertas técnicas, la forma de manejar a los hombres; era más sabio, pero cualitativamente no había cambiado. Pero el joven Ned Rawlings sería una persona totalmente diferente dentro de sesenta años; quedaría muy poco del joven inexperto que estaba en la litera contigua. Boardman sospechaba que aquella misión sería lo que arrancaría su inocencia a Ned, y esa idea no le hacía feliz.

Boardman cerró los ojos mientras la nave efectuaba las últimas maniobras para el aterrizaje. Sintió que la gravedad aferraba su cuerpo que empezaba a envejecer. Abajo. Abajo. Abajo. ¿Cuántas caídas en cuántos planetas, odiando cada una de ellas? La vida diplomática era muy agitada. Navidad en Marte, Pascua en uno de los mundos centaurianos, la fiesta de mediados de año celebrada en un apestoso planeta de Rigel… y ahora este viaje, el más complejo de todos. «El hombre no está hecho para saltar de un planeta a otro — pensó Boardman —. He perdido mi sentido del universo. Dicen que ésta es la época más rica desde que existe la humanidad, pero creo que un hombre podría ser aún más rico si conociera hasta el último guijarro de una isla dorada en un mar azul que gastando su tiempo en saltar de un mundo a otro.»