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«Los ojos no tienen expresión — dijo Muller — son los párpados los que se la dan. Mis párpados deben de estar contraídos porque estuve demasiado tiempo con el traje espacial puesto. Eso es, fueron unos meses muy duros, pero ahora me repondré.»

La nave devoró energía de la estrella donante que le correspondía. Los rotores de la nave giraron a lo largo de los ejes de la trayectoria hiperespacial y Muller, junto con su contenedor de plástico y metal, fue despedido fuera del universo por uno de los atajos. Aun en la trayectoria hiperespacial se experimenta una cierta cantidad de pérdida de tiempo absoluto mientras la nave zumba por el surco del contínuum. Muller leyó, durmió, escuchó música y puso un cubo femenino cuando la necesidad creció. Se dijo que la rigidez de su expresión facial estaba desapareciendo, pero que quizá necesitaría una pequeña reforma cuando llegara a la Tierra. Aquella excursión había agregado algunos años a su aspecto.

No tenía nada que hacer. La nave salió de la trayectoria hiperespacial con toda puntualidad dentro de los límites prescritos, a 100.000 kilómetros de la Tierra; varias luces de colores se encendieron en su tablero de comunicaciones cuando la estación de tráfico más próxima pidió sus coordenadas. Muller ordenó a la nave que respondiera.

— Ajuste su velocidad con la nuestra, señor Muller, y le enviaremos un piloto para que lo lleve a la Tierra — dijo el controlador de tránsito.

La nave de Muller se ocupó de eso. La burbuja cobriza de la estación de tránsito se hizo visible. Flotó delante de Muller durante un tiempo, pero gradualmente, su nave se adelantó.

— Tenemos un mensaje de la Tierra para retransmitirle — dijo el controlador —. Es una llamada de Charles Boardman.

— Adelante — dijo Muller.

La cara de Boardman llenó la pantalla. Estaba sonrosado, saludable, bien descansado. Sonrió y extendió la mano.

— Dick — dijo —. Dios mío, ¡es estupendo verte de nuevo!

Muller activó el táctil y puso su mano sobre la muñeca de Boardman a través de la pantalla.

— Hola, Charles. Una posibilidad entre sesenta y cinco, ¿eh? Bueno, estoy de vuelta.

— ¿Llamo a Marta?

— Marta — dijo Muller, pensando durante un momento. Sí. La joven de cabellos azules, caderas ondulantes y talones afilados —. Sí. Llama a Marta. Sería muy agradable que me recibiera cuando aterrice. Los cubos femeninos no son tan emocionantes.

Boardman soltó una carcajada tipo «de hombre a hombre». Luego cambió repentinamente de tono y preguntó:

— ¿Cómo te fue?

— No muy bien.

— Pero ¿estableciste contacto?

— Sí, encontré a los hidranos. Y no me mataron.

— ¿Eran hostiles?

— No me mataron.

— Sí, pero…

— Estoy vivo, Charles — Muller sintió que el tic empezaba nuevamente —. No aprendí su lenguaje. No puedo decir si aprobaron mi presencia. Parecían muy interesados. Me estudiaron de cerca durante mucho tiempo. No dijeron una palabra.

— ¿Qué son? ¿Telépatas?

— No puedo decírtelo, Charles.

Boardman guardó silencio durante un rato.

— ¿Qué te han hecho, Dick?

— Nada.

— Eso no es cierto.

— Lo que estás viendo es fatiga de viaje — dijo Muller —. Estoy en buena forma; sólo que me siento algo nervioso. Quiero respirar aire de verdad y comer carne de verdad y beber cerveza auténtica y me gustaría tener compañía en la cama; entonces estaré tan bien como siempre. Y después, quizá te sugiera algunas maneras de entrar en contacto con los hidranos.

— ¿Cómo está el amplificador de tu sistema, Dick?

— ¿Qué?

— Tu voz llega con mucha fuerza — dijo Boardman.

— Será la estación retransmisora. Por Dios, Charles. ¿Qué importancia tiene el amplificador de mi sistema?

— No estoy seguro — dijo Boardman —. Estoy tratando de saber por qué me gritas.

— No estoy gritando — gritó Muller.

Poco después interrumpieron el contacto. La estación de tránsito comunicó a Muller que estaban listos para enviar al piloto. Dispuso la compuerta e hizo entrar al hombre. El piloto era un joven rubio, con rasgos aquilinos y piel pálida. En cuanto se quitó el casco, dijo:

— Me llamo Les Christiansen, señor Muller, y quiero decirle que para mí es un honor y un privilegio ser el piloto del primer hombre que visitó a una raza extraterrestre. Espero que no estaré cometiendo una falta de discreción si le digo que me gustaría que me contara algo mientras descendemos. Quiero decir que éste es un momento histórico, en cierta forma, ya que soy la primera persona que lo ve después de su viaje, y si no le parece una indiscreción, le agradecería que me hablara de… los momentos culminantes… de su… de…

— Supongo que puedo decirle algunas cosas — dijo Muller afablemente —. En primer lugar, ¿vio usted el cubo de los hidranos? Sé que iban a exhibirlo y…

— ¿Le importa que me siente un momento, señor Muller?

— Claro que no. Bueno, entonces los vio, esos seres flacos y alargados, con tantos brazos…

— Me siento confuso — dijo Christiansen —. No sé qué me pasa.

Su cara estaba roja, súbitamente, y las gotas de sudor brillaban en su frente.

— Creo que me he puesto enfermo. Yo… esto no tendría que haber sucedido… — El piloto se derrumbó en una litera de amortiguación y quedó allí, encogido, tembloroso, cubriéndose la cabeza con las manos. Muller, cuya voz todavía sonaba áspera a causa de los largos silencios de su misión, dudó, sintiéndose impotente. Extendió el brazo para coger al piloto por el brazo y guiarlo hasta la cámara médica. Christiansen se soltó como si lo hubiese tocado un hierro al rojo. El movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó en el piso de la cabina. Se puso de rodillas y se escurrió por el suelo, hasta que quedó a la mayor distancia posible de Muller. Preguntó ahogadamente —: ¿Dónde está?

— Allí, en esa puerta.

Christiansen corrió hacia allí, cerró la puerta y la sacudió para asegurarse. Muller, estupefacto, oyó las arcadas y luego algo que se parecía a sollozos. Estaba a punto de comunicar a la estación de tránsito que el piloto estaba enfermo cuando la puerta se entreabrió y Christiansen dijo con voz velada:

— ¿Podría alcanzarme mi casco, señor Muller?

Muller se lo dio.

— Voy a tener que volver a la estación, señor Muller.

— Siento mucho que haya tenido esta reacción. Dios mío, espero no estar contagiando alguna enfermedad.

— No estoy enfermo. Es que me siento… horrible. — Christiansen ajustó el casco en su sitio. — No entiendo. Tengo ganas de acurrucarme y llorar. Por favor, señor Muller, déjeme partir. Es… yo… quiero decir… ¡es espantoso! ¡Eso es lo que siento!

Corrió hacia la compuerta. Desconcertado, Muller lo vio atravesar el vacío hacia la estación de tránsito.

Fue a la radio.

— Será mejor que no envíe otro piloto inmediatamente — dijo Muller al controlador —. Christiansen sufrió un ataque de peste instantánea en cuanto se quitó el casco. Puedo tener algún microbio. Será mejor comprobarlo.

El controlador estuvo de acuerdo; parecía preocupado. Pidió a Muller que fuera a la cámara médica, conectara el diagnosticador y transmitiera su informe. Unos momentos después la solemne cara color chocolate del médico de la estación apareció en la pantalla de Muller y dijo:

— Esto es muy raro, señor Muller.

— ¿Qué es lo raro?

— He hecho pasar la transmisión de su diagnosticador por nuestra máquina. No hay síntomas extraños. También revisé a Christiansen y no pude averiguar nada. Ahora se encuentra muy bien, según dice. Me dijo que sufrió una depresión aguda en el momento en que le vio y que se volvió cada vez más fuerte, hasta que llegó a una especie de parálisis metabólica. Quiero decir que estaba tan deprimido que ya no funcionaba.