— ¿Está sujeto a esos ataques?
— No — replicó el médico —. Nunca. Me gustaría comprobar esto personalmente. ¿Puedo ir a su nave?
El médico no se acurrucó llorando como Christiansen. Pero tampoco se quedó mucho tiempo, y cuando se marchó sus ojos estaban llenos de lágrimas. Parecía tan desconcertado como Muller. Cuando llegó un nuevo piloto, veinte minutos más tarde, no se quitó el traje y el casco mientras programaba la nave para un descenso planetario. Sentado rígidamente ante los controles, dando la espalda a Muller, actuó como sí éste no estuviera presente y no le dirigió la palabra. Tal como indicaban las leyes, hizo descender la nave hasta que su sistema de conducción pudo ser controlado por un regulador de aterrizajes situado en tierra. Luego se marchó. Muller vio su cara tensa y sudorosa, sus labios apretados. El piloto lo saludó brevemente con la cabeza y desapareció por la compuerta. «Debo de oler muy mal — pensó Muller —, si puede olerme a través del casco. »
El aterrizaje fue rutinario.
En el astropuerto pasó rápidamente por inmigración. A la tierra sólo le llevó media hora decidir que era aceptable, y Muller, que había pasado cientos de veces por estos bancos de datos, supuso que estaba muy cerca del récord Había temido que el gigantesco diagnosticador del astropuerto descubriera alguna enfermedad que su propio equipo y el médico de la estación de tránsito no hubiesen podido encontrar, pero pasó por las entrañas de la máquina, permitiéndole hacer sondeos sónicos de sus riñones y extraer moléculas de sus varios fluidos corporales, y, finalmente, emergió sin que sonaran timbres y se encendieran luces de alarma. Aprobado. Habló con la máquina. «¿De dónde, viajero? ¿Hacia dónde?» Aprobado. Sus papeles estaban en orden. Una ranura de la pared se ensanchó hasta transformarse en una puerta y pasó por ella para enfrentarse con seres humanos, por primera vez desde el aterrizaje.
Boardman había acudido a recibirle. Marta estaba con él. Boardman estaba enfundado en un grueso ropaje marrón, adornado con metal opaco; parecía estar cargado de anillos y sus cejas melancólicas eran tupidas como un musgo tropical. Los cabellos de Marta eran cortos y verde mar; había plateado sus ojos y dorado la esbelta columna de su cuello, de modo parecía una estatuilla de sí misma. Recordándola desnuda y mojada al salir del lago cristalino, Muller no aprobó esos cambios. No creía que hubiesen sido hechos en beneficio suyo. Sabía que a Boardman le gustaban las mujeres muy adornadas; era posible que hubiesen dormido juntos durante su ausencia. Muller se hubiese sorprendido (y no poco) si no hubiese sido así.
La mano de Boardman rodeó la muñeca de Muller en un gesto de bienvenida que, increíblemente, se aflojó enseguida. La mano lo soltó antes de que Muller pudiera devolver el apretón.
— Me alegro de verte, Dick — dijo Boardman sin convicción, retrocediendo unos pasos. Sus mejillas parecieron hundirse, como si estuviera sometido a una fuerte gravedad. Marta se deslizó entre ellos y se apretó contra él. Muller la abrazó, tocando sus omóplatos y deslizando rápidamente las manos hasta sus delgadas nalgas. No la besó. Sus ojos lo encandilaron cuando los miró y sintió que se perdía en una serie de reflejos. La nariz de Marta se dilató. A través de su piel sintió que los músculos se contraían. Estaba tratando de liberarse de su abrazo.
— Dick — murmuró —. He rezado por ti cada noche. No sabes cuánto te he echado de menos.
Marta trataba de liberarse con más fuerza. Él movió las manos hasta sus caderas y las empujó hacia adelante, con tanta fuerza que pudo imaginar su pelvis cediendo y flexionándose. Sus piernas temblaban y pensó que si la soltaba se caería. Ella volvió la cabeza a un lado. Él puso su mejilla sobre su delicada oreja.
— Dick — murmuró ella —, me siento tan rara… estoy tan contenta de verte que me siento rara por dentro… suéltame, Dick. M estómago está mal…
Sí. Sí. Claro. La soltó.
Boardman, sudoroso, nervioso, secó su cara con un pañuelo, se inyectó alguna droga calmante, se movió intranquilo, se paseaba. Muller nunca lo había visto así antes.
— Bueno, supongo que os dejaré solos un rato, ¿eh? — sugirió Boardman; su voz era media octava más alta que de costumbre —. Este tiempo no me sienta bien, Dick. Hablaré contigo. Te he reservado habitaciones.
Boardman huyó. Muller empezó a sentir pánico.
— ¿Adónde vamos? — preguntó.
— Hay góndolas de transporte ahí fuera. Tenemos una habitación en el hotel del astropuerto. ¿Tienes equipaje?
— Todavía está en la nave — respondió Muller —. Puede esperar.
Marta se mordía el labio inferior. La tomó de la mano y fueron en la alfombra hasta las góndolas de transporte. «Vamos — pensó —. Dime que no te sientes bien. Dime que, misteriosamente, has enfermado en los últimos diez minutos. »
— ¿Por qué te cortaste los cabellos? — preguntó.
— Es una prerrogativa femenina. ¿No te gusto así?
— No tanto — entraron en la góndola —. Más largos y más azules eran como el mar en un día de tormenta.
La góndola se puso en marcha en medio de una nube de mercurio. Ella se mantenía apartada, pegada a la portezuela.
— Y el maquillaje tampoco. Lo siento mucho, Marta; ojalá me gustara.
— Me había embellecido para recibirte.
— ¿Por qué te haces eso en el labio?
— ¿Que estoy haciendo?
— Nada — dijo él —. Aquí estamos. ¿La habitación está reservada?
— Sí; a tu nombre.
Entraron. Él puso su mano sobre la placa de inscripción, que lanzó un destello verde, y se dirigieron al ascensor. El hotel comenzaba en el quinto subnivel del astropuerto y tenía cincuenta subniveles más; su habitación estaba casi en el fondo. El mejor emplazamiento, pensó él; quizá fuera la suite nupcial. Entraron en una habitación provista de cortinajes caleidoscópicos y una amplia cama con toda clase de accesorios. El resplandor que iluminaba el cuarto era sugestivamente tenue. Muller pensó en sus meses de cubos femeninos y sintió una, salvaje palpitación en las ingles. Sabía que no era necesario explicar nada a Marta. Ella entró en el cuarto personal y se quedó allí durante un largo rato. Muller se desvistió.
Cuando salió, estaba desnuda. Todo el maquillaje había desaparecido y sus cabellos habían vuelto a ser azules.
— Como el mar — dijo —. Siento no haber podido hacerlos crecer. El cuarto no está programado para eso.
— Te queda mucho mejor así — dijo él.
Estaban a diez metros de distancia. Marta estaba de perfil y él estudió los contornos de sus formas frágiles y fuertes, los pechos que se curvaban hacia arriba, las nalgas de muchachito, las elegantes caderas.
— Los hidranos — dijo — tienen o cinco sexos o ninguno. No estoy seguro. Eso te dará una idea de lo poco que pude saber acerca de ellos mientras estaba allí. Pero, lo hagan como lo hagan, estoy seguro que los humanos se divierten más. ¿Por qué te quedas ahí?
En silencio, Marta se acercó a él. Muller la tomó por los hombros y ahuecó la mano sobre uno de sus pechos. En otras ocasiones, cuando hacía eso, sentía el pezón, duro como una piedra a causa del deseo. Ahora, no. Ella tembló como una yegua asustada a punto de desbocarse. La besó y los labios de la joven estaban secos, apretados, hostiles. Cuando acarició la delicada línea de su mandíbula, pareció estremecerse. La impulsó hacia abajo y quedaron sentados juntos en la cama. La mano de Marta lo tocó, como sin ganas.
Él vio el sufrimiento en sus ojos.
Ella se apartó de él, golpeando la cabeza con fuerza contra la almohada y él vio como se contraía su cara a causa de un dolor que era casi imposible de disimular. Luego lo tomó de las manos y tiró acercándole a ella. Levantó las rodillas y separó los muslos.