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— Para calmarnos — dijo Rawlings — una falsa noción de seguridad.

— Seguro. Ahora, venga. Sígame y no utilice mucho su cerebro. Aquí la originalidad no tiene mucho valor. O se sigue el sendero o no se llega a ninguna parte.

Rawlings le siguió. No vio ningún peligro evidente, pero saltó donde Walker saltaba y se desvió donde Walker se desviaba. No mucho más lejos estaba el campamento de avanzada. Allí encontró a Davis, Ottavio y Reynolds, y también la parte superior de Petrocelli.

— Estamos esperando órdenes para enterrarlo… — dijo Ottavio. Por debajo de la cintura no quedaba nada —. Pero apuesto a que Hosteen nos dirá que le llevemos fuera.

— Cúbranle, por lo menos — respondió Rawlings.

— ¿Va a entrar en D hoy? — preguntó Walker.

— Sí.

— Le diremos qué debe evitar. Es una trampa nueva. Allí fué donde murió Petrocelli, muy cerca de la entrada a D. estaría a unos cinco metros. Pisó algún tipo de campo y te corta en dos. Los robots no lo pisaron.

— ¿Y si corta en dos a todo lo que pasa por allí menos a las sondas? — preguntó Rawlings.

— No cortó a Muller — dijo Walker —. Y no le cortará a usted si le da la vuelta. Le mostraremos cómo hacerlo.

— ¿Y después?

— Eso es cosa suya.

23

— Si estás fatigado quédate allí toda la noche — dijo Boardman.

— Prefiero seguir adelante.

— Tendrás que hacerlo solo, Ned. ¿Por qué no descansas?

— Pida al cerebro una lectura mía. Vea qué nivel de fatiga tengo. Yo estoy listo para continuar.

Boardman lo comprobó. Estaban haciendo una telemetría completa de Rawlings: sabían el ritmo de su pulso, de su respiración, su nivel hormonal y muchas cosas más, muy íntimas. El ordenador no encontró razones para que Rawlings no continuara inmediatamente.

— Muy bien — dijo Boardman —. Adelante.

— Estoy a punto de entrar en la zona D, Charles. Aquí fue donde murió Petrocelli. Allí está la línea donde se tropieza, muy sutil, muy bien oculta. Ahora voy a pasar por encima de ella. Sí. Esta es la zona D. Estoy deteniéndome y dejando que el ordenador me indique la dirección que debo seguir. La zona D. tiene un aspecto algo más acogedor que E. Creo que no tardaré mucho en atravesarla.

24

Las llamas rojizas que protegían la zona C eran falsas.

25

Rawlings dijo suavemente:

— Digan a la galaxia que su destino está en buenas manos.

Tendría que encontrar a Muller dentro de quince minutos.

Capítulo VII

1

Con frecuencia, Muller había estado solo durante períodos largos. Al redactar el contrato de su primer matrimonio insistió en una cláusula de separación, la habitual, y Lorayn no había puesto objeciones porque sabía que, ocasionalmente, su trabajo podría llevarle a sitios donde ella no querría o no podría ir. Durante los ocho años de ese matrimonio había puesto la cláusula en vigor en tres oportunidades, por un total de cuatro años.

Las ausencias de Muller no fueron un factor decisivo cuando dejaron expirar el contrato. En esos años había comprendido que podía soportar la soledad y que, de alguna extraña manera, le sentaba bien. «Desarrollamos todo en la soledad, excepto el carácter», escribió Stendhal; Muller no estaba seguro de eso, pero, en cualquier caso, su carácter estaba ya formado antes de empezar a aceptar misiones que le llevaron en solitario a mundos vacíos y peligrosos. Esas misiones habían sido voluntarias. En un sentido diferente, se había encerrado de forma voluntaria en Lemnos, y este exilio era más doloroso para él que en esas otras ausencias. Sin embargo, no lo pasaba mal. Su capacidad de adaptación le asombraba y le asustaba. No había supuesto que podría anular tan fácilmente su naturaleza social, la tarea era difícil, pero no tanto como había creído, y el resto — los debates estimulantes, los cambios de ambiente, la acción recíproca de las personalidades — había dejado de importarle muy pronto. Tenía suficientes cubos como para mantenerse entretenido y suficientes desafíos, tratando de sobrevivir en aquel mundo. Y tenía recuerdos.

Podía conjurar escenas de cien mundos, que guardaba en su memoria. El hombre se extendía por todas partes, plantando la semilla de la tierra en colonias de cien estrellas. Delta Pavonis VI, por ejemplo, a veinte años luz de distancia, volviéndose cada vez más extraño. Llamaban Loki al planeta, cosa que a Muller le pareció un error monumental, ya que Loki era ágil, astuto y delicado, mientras que los colonos de Loki, aislados de la tierra por cincuenta años, cultivaban la obesidad artificial por medio de la regulación glucostática. Muller les había visitado diez años antes de su desafortunado viaje a Beta Hydri. Había sido esencialmente una misión pacificadora a un planeta que había perdido el contacto con el planeta madre. Recordaba un planeta caliente, que sólo era habitable en una estrecha franja templada. Recordaba muros de jungla verde que bordeaban un río negro, bestias con ojos que parecían piedras preciosas empujándose en las orillas pantanosas, la llegada al caserío donde unos Budas sudorosos que pesaban centenares de kilos cada uno estaban sentados, meditando solemnemente ante sus cabañas de techo de paja. Nunca había visto tanta carne por metro cúbico. Los lokitas alteraban sus glucorreceptores periféricos para provocar la acumulación de grasa. Era una adaptación inútil que no tenía relación con un problema ambiental; simplemente, les gustaba ser gordos. Muller recordaba brazos que parecían muslos, muslos que parecían pilares, vientres que se curvaban agresivos y triunfales.

Hospitalarios, habían ofrecido una mujer al espía de la tierra. Para Muller fue una lección de relatividad cultural, ya que en el pueblo había dos o tres mujeres que, aunque eran enormes, resultaban flacas para el gusto local y, por lo tanto, estaban más cerca de las pautas del gusto de Muller. Pero los lokitas no le dieron una de esas mujeres, esas lamentables ruinas subdesarrolladas de cien kilos de peso; hubiese sido una falta de cortesía proporcionar a un huésped una compañera situada por debajo de las normas. En cambio, le proporcionaron una rubia colosal, con pechos como balas de cañón y nalgas como continentes de carne temblorosa.

Bueno, por cierto, había sido inolvidable.

Y había tantos otros mundos. Había sido un viajero incansable, que dejaba las sutilezas de la manipulación política en manos de los hombres como Boardman; Muller podía ser muy útil, casi un estadista, cuando era necesario, pero se veía a sí mismo más como un explorador que como un diplomático. Había tiritado en lagos de metano, se había cocido en desiertos postsaharianos, había seguido a colonos nómadas a través de una llanura purpúrea tratando de hallar su ganado artropódico. Había naufragado en mundos sin aire por un fallo del ordenador. En Damballa, había visto los acantilados de cobre de noventa kilómetros de altura. Había nadado en el lago gravitatorio de Mordred. Había dormido junto a un arroyo multicolor bajo un cielo donde brillaban tres soles y había cruzado los puentes de cristal en Proción XIV. Lamentaba pocas cosas.

Ahora, acurrucado en el centro del laberinto, miraba las pantallas y esperaba que el extranjero le hallase. Un arma, pequeña y fría, descansaba en su mano.

2

La tarde pasó velozmente. Rawlings comenzó a pensar que hubiera sido mejor hacer caso a Boardman y pasar una noche en el campamento, antes de salir a buscar a Muller. Por lo menos, tres horas de sueño profundo para limpiar las tensiones de su mente; una pequeña zambullida bajo el cable del sueño, siempre útil. Bueno. No lo había hecho. Y ahora no podía hacerlo. Sus sensores le decían que Muller estaba muy cerca.