Sabía que su cara estaría distorsionada por la aceleración ahora que la nave se zambullía hacia el planeta. Había una gruesa papada en su cuello y bolsas de carne extra en su cuerpo, que le daban un aspecto suave y apoltronado. Con muy poco esfuerzo, Boardman podría haber adoptado un aspecto más esbelto, la línea elegante de los hombres a la moda; era una época en que hombres de ciento veinticinco años podían tener el aspecto de un mozalbete si eso les importaba. Pero al comienzo de su carrera Boardman había elegido simular el aspecto de un hombre mayor. Era una inversión: lo que perdía en elegancia lo ganaba en status. Su negocio era vender asesoramiento a los gobiernos y los gobiernos no compraban asesoramiento a hombres que tuvieran el aspecto de un jovenzuelo. Hacía cuarenta años que Boardman representaba cincuenta Y cinco, y esperaba conservar ese aspecto de hombre maduro, fuerte y vigoroso, durante otros cincuenta años, por lo menos. Luego, cuando entrara en la última etapa de su carrera, permitiría que el tiempo lo trabajara nuevamente. Adoptaría los cabellos blancos y las mejillas hundidas de un hombre de ochenta años; sería Néstor, en vez de Ulises. Por el momento le resultaba útil profesionalmente parecer un poco fuera de forma.
Era un hombre bajo, pero tan fornido que dominaba fácilmente a cualquier grupo en una mesa de juntas. Sus poderosos hombros, su torso desarrollado y sus largos brazos hubieran parecido más apropiados en un gigante. De pie, Boardman tenía una estatura por debajo del promedio, pero sentado inspiraba respeto. Consideraba muy útil esa característica y nunca había pensado en alterarla. Un hombre demasiado alto se adapta mejor a dar órdenes que a aconsejar y Boardman nunca había deseado mandar; prefería ejercer el poder de formas más sutiles. Pero un hombre bajo que parece alto cuando se sienta, puede controlar imperios. Y los negocios de los imperios se discuten alrededor de una mesa.
Su aspecto irradiaba autoridad. Su mentón era fuerte, su nariz gruesa, roma y enérgica, sus labios firmes y sensuales al mismo tiempo, sus cejas inmensas y revueltas, rayas negras que brotaban de una frente maciza que podría haber impresionado a un Neandertal. Sus cabellos eran largos y desordenados. Tres anillos brillaban en sus dedos; uno era un giroscopio de platino y rubíes con incrustaciones de uranio 238 de un matiz apagado. Se vestía de forma severa y conservadora; prefería las telas gruesas y los cortes de aspecto casi medieval. En otras épocas podría haber desempeñado el papel de prelado mundano o el de primer ministro ambicioso; hubiese sido un hombre importante en cualquier corte de cualquier período. Era importante ahora. Y el precio que pagaba por esa importancia era la agitación de los viajes. Pronto aterrizaría en otro planeta desconocido, donde el aire tendría un olor desagradable, la gravedad sería un poco más fuerte de lo deseable y el color del sol, incorrecto. Boardman frunció el ceño. ¿Por qué demoraba tanto el aterrizaje?
Miró a Ned Rawlings. Veintidós o veintitrés años, algo así; era el retrato de la juventud ingenua, aunque Boardman sabía que Ned era lo suficientemente mayor como para haber aprendido más cosas de las que demostraba. Alto, convencionalmente guapo (sin ayuda de la cirugía estética), cabellos rubios, ojos azules, labios gruesos y móviles, dentadura perfecta. Era el hijo de un teórico de comunicaciones ya fallecido que había sido uno de los amigos más íntimos de Richard Muller. Boardman contaba con eso para facilitar las delicadas negociaciones que debía emprender.
— ¿Se siente bien, Charles? — preguntó Rawlings.
— Viviré. Pronto habremos llegado.
— El aterrizaje parece tan lento, ¿verdad?
— Sólo falta un minuto — dijo Boardman. La cara del muchacho registraba apenas el impacto de las fuerzas que actuaban sobre ellos. Su mejilla izquierda estaba ligeramente estirada hacia abajo; eso era todo. Parecía increíble ver la insinuación de un rictus en aquel rostro resplandeciente.
— Allá vamos — murmuró Boardman, y volvió a cerrar los ojos.
La nave recorrió el último tramo que la separaba del suelo. Los expulsores quedaron desconectados, los tubos de desaceleración gruñeron por última vez. Llegó el último momento de incertidumbre. Luego la estabilidad, los garfios firmemente anclados, el ruido del aterrizaje silenciado. «Estamos aquí — pensó Boardman —. Ahora, al laberinto, a buscar al señor Richard Muller. Habrá que ver si en estos nueve años se ha vuelto menos horrible. Quizá sea como todo el mundo, ahora. Si es así — se dijo Boardman —, que Dios nos ayude.»
3
Ned Rawlings no había viajado mucho. Solo había visitado cinco mundos, de ellos tres del sistema solar. Cuando tenía diez años su padre lo había llevado a pasar el verano a Venus. Dos años más tarde había visitado Marte y Mercurio. Como regalo de graduación, a los dieciséis años, hizo su primera excursión extrasolar, a Alfa de Centauro IV y, tres años después, había hecho un melancólico viaje al sistema de Rigel para traer el cadáver de su padre a casa, después del accidente.
No eran tantos viajes en una época en que la propulsión hiperespacial permitía viajar de un sistema a otro casi tan fácilmente como de Europa a Australia; Rawlings lo sabía. Pero ya tendría tiempo de hacer excursiones más adelante, cuando se le asignasen misiones diplomáticas. De todos modos, si debía tomar en cuenta las opiniones de Charles Boardman, los placeres del viaje perdían su atractivo con rapidez, y andar de arriba para abajo por el universo se volvía un trabajo más. Rawlings comprendía la fatiga en la actitud de un hombre que tenía cuatro veces su edad, pero sospechaba que Boardman decía la verdad.
Que viniera la fatiga. Por ahora, Ned Rawlings estaba en un mundo extraño por sexta vez en su vida y lo estaba disfrutando. La nave estaba anclada en la gran llanura que rodeaba el laberinto de Muller; las murallas externas del laberinto propiamente dicho estaban a cien kilómetros al sudeste. Era medianoche en esa parte de Lemnos. El planeta tenía días de treinta horas y un año de veinte meses; el otoño estaba comenzando en ese hemisferio y el aire era frío. Rawlings se alejó de la nave. La tripulación estaba descargando los expulsores que servirían para construir el campamento. Charles Boardman estaba a un lado, envuelto en un grueso abrigo de pieles y tan ensimismado que Rawlings no se atrevió a acercarse. Sabía que Boardman era un viejo cínico, pero, pese a eso, era imposible no admirarlo. Rawlings sabía que Boardman era un auténtico gran hombre, aunque no había conocido a muchos. Su propio padre había sido uno, quizás. Dick Muller era otro, pero por supuesto, Rawlings sólo tenía unos doce años cuando Muller se metió en el horrible lío que destrozó su vida. Bueno, haber conocido tres hombres de ese calibre durante su corta vida ya era un privilegio, se dijo Rawlings. Ojalá que su propia carrera fuera la mitad de buena que la de Boardman. Por supuesto, no era tan astuto como Boardman; deseaba no serlo nunca. Pero tenía otras características…, una especie de nobleza de alma que faltaba a Boardman «puedo ser útil a mi manera», pensó Rawlings, y luego se preguntó si sus esperanzas serían ingenuas.
Llenó sus pulmones con el aire extraño. Contempló un cielo lleno de estrellas desconocidas y buscó inútilmente algún diseño familiar. Un viento helado recorrió la llanura. El planeta parecía abandonado, desolado, vacío. En la escuela había estudiado algo acerca de Lemnos: era uno de los antiguos planetas abandonados por una extraña raza desconocida que había desaparecido mil siglos antes. Sólo quedaban de ella unos cuantos huesos fosilizados, fragmentos de máquinas… y el laberinto. El laberinto mismo rodeaba una ciudad de los muertos que el tiempo apenas había tocado.
Los arqueólogos habían explorado la ciudad desde el aire, escudriñándole con sensores, exasperados por la frustración de no poder entrar en ella. Las primeras doce expediciones que fueron a Lemnos no habían podido encontrar un camino seguro para entrar en el laberinto; todos los hombres que entraron perecieron víctimas de las trampas ocultas, inteligentemente situadas en las zonas exteriores. El último intento se había efectuado cincuenta años atrás. Luego Richard Muller había llegado allí, buscando un lugar donde ocultarse de la humanidad, y, de algún modo, había hallado su entrada.