— Sí. Enemigos. — Los ojos de Muller brillaron con una súbita furia paranoica; era alarmante ver con qué facilidad pasaba del discurso racional a la furia helada —. Homo sapiens. ¡El más peligroso, el más despiadado, el más despreciable animal del universo!
— Dice eso como si lo creyera.
— Lo creo.
— Vamos — dijo Rawlings. — Usted dedicó su vida al servicio de la humanidad. Es imposible que crea…
— Yo dediqué mi vida — dijo Muller lentamente al servicio de Richard Muller.
Se volvió y se enfrentó a Rawlings. Estaban a solo cinco o seis metros de distancia, pero la emanación parecía casi tan fuerte como si estuvieran tocándose.
Muller dijo:
— Me importaba mucho menos de lo que tú crees la piojosa humanidad. Veía las estrellas; las quería. Quería ser como un dios. Un mundo no era suficiente para mí; tenía hambre de todos. De modo que hice una carrera que me llevara a las estrellas. Mil veces arriesgué mi vida. Soporté excesos de temperatura fantásticos. Pudrí mis pulmones con gases absurdos y tuvieron que reconstruirme íntegro. Comí cosas que te provocarían vómitos si te las describiera. Los chicos como tú me adoraban y escribían ensayos sobre mi altruista dedicación a la humanidad y mi incansable búsqueda de nuevos conocimientos. Para que lo entiendas de una vez, te diré que soy tan altruista como Colón, Magallanes y Marco Polo. Eran grandes exploradores, por supuesto, pero buscaban una buena ganancia. La ganancia que yo buscaba está aquí. Quería medir cien kilómetros de estatura. Quería estatuas mías en mil mundos. ¿Te gusta la poesía? La fama es el acicate; la última debilidad de una mente noble. MiIton. ¿Has leído a los griegos? Cuando un hombre se sobrepasa los dioses lo castigan, rebajándolo. Se llama hybris. A mí me dio muy fuerte. Cuando caía entre las nubes para visitarlos me sentía como un dios. ¡Por Cristo! Era un dios. Y cuando me marché, de nuevo a través de las nubes. Seguramente, para los hidranos soy un dios. Lo pensé en aquel momento: formo parte de sus mitos, siempre contarán mi historia. El dios mutilado. El dios martirizado. El ser que descendió hasta ellos y les hizo sentir tan incómodos que tuvieron que arreglarlo. Pero…
— La jaula…
— ¡Déjame terminar! — dijo vivamente Muller —. Como comprenderás, la verdad es que yo no era un dios, sólo un ser humano podrido que tenía delirios de grandezas, y los verdaderos dioses se ocuparon de darme una lección. Decidieron recordarme la existencia del animal velludo dentro de las vestiduras de plástico… la atención acerca del cerebro que hay bajo el majestuoso cráneo. De modo que permitieron que los hidranos hicieran un astuto truco quirúrgico en mi cerebro, una de sus especialidades, supongo. No sé si los hidranos fueron malvados por gusto, o si te intentaron curarme de un defecto, de mi incapacidad para dejar salir mis emociones. Trata de averiguarlo tú. Pero hicieron su trabajito. Y entonces volví a la tierra. Un héroe y un leproso al mismo tiempo. Ponte cerca de mí y te enfermas. ¿Por qué? Porque te recuerdo que tú también eres un animal, cuando recibes una dosis de mí, y seguimos girando en nuestro interminable círculo vicioso. Tú me odias porque aprendes cosas acerca de tu alma cuando te aproximas a mí. Y yo te odio porque recibes eso de mí. ¿Lo ves? Soy un transmisor de la peste y la peste que contagio es la verdad. Mi mensaje es que la humanidad tiene mucha suerte, porque cada uno de sus miembros está encerrado dentro de su propio cerebro. Porque si tuviéramos una gotita de telepatía, simplemente la facultad inarticulada que tengo yo, seríamos incapaces de soportarnos. La sociedad humana seria imposible. Los hidranos pueden llegar a las mentes ajenas y, aparentemente, les gusta. Pero a nosotros no. Y por eso digo que el hombre es el más despreciable del universo. ¡No puede soportar el tufo de su propia raza, del alma de las razas!
— La jaula se está abriendo — dijo Rawlings.
— ¿Qué? ¡Déjame ver! — Muller se adelantó, dándole un empujón. Como no pudo hacerse a un lado con rapidez, Rawlings recibió el embate más fuerte de la emanación. Esta vez no fue tan doloroso. Recibió unas imágenes otoñales: hojas marchitas, flores moribundas, un viento polvoriento, un crepúsculo temprano. Más tristeza que angustia, a causa de la brevedad de la vida, de la necesidad de someterse a la propia condición. Mientras tanto, Muller, olvidado de todo, observaba atentamente los barrotes de alabastro de la jaula —. Ya se han retirado varios centímetros. ¿Por qué no me avisaste?
— Lo intenté. Pero no me escuchó.
— No. No. Mis malditos soliloquios. — Muller rió —. Ned, hace años que estoy esperando ver esto. ¡La jaula está moviéndose! Mira con qué suavidad lo hace, deslizándose en la tierra. Es muy extraño, Ned. Nunca se había abierto dos veces en el mismo año y aquí la tienes, abriéndose por segunda vez en una semana.
— Quizá usted no lo notó y se ha abierto muchas veces — sugirió Rawlings —. Mientras dormía, por ejemplo.
— Lo dudo. ¡Mira eso!
— ¿Por qué lo estará haciendo ahora mismo?
— Enemigos por todas partes — dijo Muller —. La ciudad ya me acepta como a un nativo; ¡he estado tanto tiempo aquí! Pero debe de estar tratando de meterte en una jaula. Un hombre. El enemigo.
La jaula estaba completamente abierta. No había ni rastro de los barrotes, excepto la hilera de agujeros en el pavimento.
— ¿Alguna vez ha tratado de poner algo en las jaulas? — preguntó Rawlings —. ¿Animales?
— Sí. Una vez arrastré una enorme bestia muerta dentro de una jaula. No pasó nada. Luego puse animales pequeños, vivos. No pasó nada. — Frunció el ceño —. Una vez pensé entrar yo mismo en la jaula, para ver si se cerraba automáticamente cuando sentía a un ser humano. Pero no lo hice. Cuándo estás solo no haces experimentos de esa clase.
Se detuvo un momento y preguntó:
— ¿No te gustaría ayudarme en un pequeño experimento, Ned?
Rawlings contuvo el aliento. El aire ligero se transformó súbitamente en fuego dentro de sus pulmones.
— Solo tienes que entrar en la alcoba y esperar un par de minutos — dijo Muller en voz baja —. Veremos si la jaula se cierra sobre ti. Es importante saberlo.
— Y si se cierra — dijo Rawlings, tomándolo a broma —, ¿tiene la llave para dejarme salir?
— Tengo algunas armas. Siempre podremos cortando los barrotes con un láser.
— Eso es destructivo. Me advirtió que no destruyera nada aquí.
— A veces hay que destruir para aprender. Vamos, Ned. Entra en la alcoba.
La voz de Muller se volvió extraña y sin relieve. Estaba semiagachado, las manos en los lados, las puntas de los dedos apoyadas en las caderas. «Como si estuviera a punto de arrojarme dentro de la Jaula», pensó Rawlings.
En voz baja, Boardman habló en su oído:
— Haz lo que te pide, Ned. Entra en la jaula. Muestra que tienes confianza en él.
«Tengo confianza en él — se dijo Rawlings, pero no tengo confianza en la jaula»
Tuvo unas incómodas visiones del suelo de la jaula hundiéndose en cuanto los barrotes volvieran a su sitio, de sí mismo arrojado en algún pozo de ácido o lago de fuego subterráneo. «El cubo de la basura para los enemigos atrapados. ¿Qué seguridad puedo tener de que no es así?»
— Hazlo, Ned — murmuró Boardman.
Fue un gesto grandioso y tonto. Rawlings pasó sobre la hilera de orificios y se detuvo con la espalda apoyada en la pared. Casi inmediatamente, los barrotes se levantaron y se cerraron por sobre su cabeza. El sitio parecía sólido. Ningún rayo de la muerte se disparó sobre él. Sus peores temores no se concretaron, pero estaba prisionero.
— Fascinante — dijo Muller —. Funciona con seres inteligentes. Cuando la probé con animales no pasó nada, vivos o muertos. ¿Qué te parece eso, Ned?.