Era de noche. Rawlings no había sabido nada de Boardman en las últimas horas. No había visto a Muller desde las primeras horas de la tarde. Rawlings estaba desarmado. Había animales en la plaza, animales pequeños que no tenían más que dientes y garras. Estaba dispuesto a pisotear a cualquier bestia que se deslizara entre los barrotes de la jaula.
Sentía frío y hambre. Miró hacia la oscuridad, tratando de distinguir a Muller. Aquello ya era demasiado.
— ¿Me oye? — preguntó a Boardman.
— Te sacaremos pronto.
— Sí. ¿Pero?
— Mandamos una sonda, Ned.
— Una sonda tendría que llegar aquí en quince minutos. Estas zonas no son peligrosas.
Boardman tardó en responder:
— Muller interceptó la sonda y la destruyó hace una hora.
— ¿Por qué no me lo había dicho?
— Hemos enviado varias sondas simultáneamente — dijo Boardman —. Muller no podrá interceptarlas a todas. Todo va muy bien, Ned. No estás en peligro.
— Hasta que pase algo — repitió Rawlings — lúgubremente.
Pero no insistió. Hambriento, con frío, se tendió, apoyándose en la pared y esperó. Vio como un animal pequeño y ágil acechaba y mataba a otro mucho más grande a cien metros de distancia, en la plaza.
Vio como las hienas llegaban corriendo para arrancar trozos de carne ensangrentada. Oyó los sonidos de la carne lacerada y tironeada. Su área de visión estaba parcialmente obstruida y torcía el cuello tratando de ver el robot que lo liberaría. Pero no apareció ningún robot.
Se sintió como la víctima de un sacrificio, empalado y aguardando la muerte.
Los devoradores de carroña habían terminado su trabajo. Atravesaron la plaza y se acercaron a él; se parecían a comadrejas con grandes cabezas ahusadas y patas en forma de remos, de las que salían unas garras amarillentas y abultadas. Tenían las pupilas rojas sobre un fondo amarillo. Lo estudiaron con interés, solemnes y pensativos. Había espesas manchas de sangre en sus hocicos.
Se aproximaron más. Un hocico largo y estrecho se metió entre dos barrotes. Rawlings le dio una patada. El hocico se retiró. A su izquierda penetró otro. Luego hubo tres. Y entonces las Comadrejas comenzaron a entrar en la jaula por todos lados.
Capítulo IX
1
Boardman se había preparado un confortable nidito en el campamento de la zona F. A su edad, no pedía excusas. Nunca había sido un espartano, y el precio que cobraba por sus peligrosos y agotadores viajes era la posibilidad de llevar consigo sus placeres. Los robots habían traído sus pertenencias de la nave. Bajo la curva blanco lechosa de la cúpula tensada a presión, había arreglado un sector privado con calefacción radiante, cortinas fosforescentes, un supresor de gravedad y hasta una consola de licores. El café y otras delicias nunca estaban muy lejos. Dormía en un cómodo colchón inflable, cubierto por una gruesa manta roja rellena de fibras precalentadas. Sabía que los demás integrantes del campamento, que se las arreglaban con mucho menos, no le guardaban rencor; sabían que Charles Boardman lo pasaba bien estuviera donde estuviera.
Greenfield entró.
— Hemos perdido otro robot, señor — dijo secamente —. Ahora sólo quedan tres en las zonas interiores.
Boardman colocó la cabeza de ignición en la punta de su puro. Inhaló el humo durante unos momentos, cruzó y descruzó las piernas, exhaló el humo y sonrió.
— ¿Muller también va a cazar esos tres?
— Creo que sí. Conoce las rutas de acceso mejor que nosotros. Y las cubre todas.
— ¿Y no han enviado robots por rutas que no hayamos explorado?
— Dos, señor. Fueron destruidos.
— Hummn. Será mejor enviar una buena cantidad de sondas al mismo tiempo y confiar en que una, por lo menos, podrá evitar a Muller. Ese chico está un poco harto de estar en la jaula. Por favor, cambie el programa. El cerebro es capaz de cambiar las tácticas si se le indica. Digamos que veinte sondas que entren simultáneamente.
— No tenemos más que tres — dijo Greenfield.
Boardman mordió convulsivamente su puro.
— ¿Tres aquí, en el campamento, o tres en total?
— Tres en el campamento. Y cinco más fuera del laberinto que están entrando ahora.
— ¿Y quién permitió que sucediera esto? ¡Llame a Hosteen! ¡Ponga en funcionamiento a esos patrones! ¡Quiero que mañana por la mañana haya cincuenta sondas! ¡Qué estupidez, Greenfield!
— Sí, señor.
— ¡Váyase!
— Sí, señor.
Boardman chupó el cigarro, furioso. Marcó, pidiendo coñac, ese producto rico, espeso y viscoso que destilaban los padres prolepticalistas en Deneb XIII.
La situación se estaba poniendo exasperante. Vació de un golpe la mitad del coñac que había en su copa, jadeó y volvió a llenarla. Sabía que estaba a punto de perder la perspectiva… y ése era el peor de los pecados. La complejidad de la misión le estaba agotando. Todos los pasos cautelosos, las pequeñas complicaciones, los esmerados acercamientos a la finalidad propuesta. Rawlings en la jaula. Rawlings y sus conflictos morales. Muller y su visión neurótica del mundo. Animalitos que te mordisqueaban los talones mientras contemplaban pensativos tu garganta. Las trampas que habían construido esos demonios. Y los extragalácticos que aguardaban, con sus ojos como platos y sus sentidos radiales; para ellos, alguien como Charles Boardman no era más que un vegetal muerto. La sentencia de muerte suspendida sobre la humanidad. Boardman sacudió la ceniza de su puro y miró asombrado lo que quedaba de él. La cabeza de ignición no funcionaba. Se inclinó hacia adelante, extrajo un rayo de infrarrojos del generador portátil y volvió a encenderlo, chupando enérgicamente para asegurar la combustión. Con un gesto petulante de la mano, reactivó la comunicación con Ned Rawlings.
La pantalla mostró el claro de luna, los barrotes y unos hocicos peludos llenos de dientes.
— ¿Ned? — dijo —. Soy Charles. Ya te hemos enviado las sondas. Te sacaremos de esa estúpida jaula dentro de cinco minutos, ¿lo oyes? ¡cinco minutos!
2
Rawlings estaba muy ocupado.
Casi resultaba gracioso. El flujo de pequeños animales era muy abundante. Llegaban y olfateaban entre los barrotes, en grupos de dos y de tres, comadrejas, hurones, visones o lo que fueran, todos dientes y ojos. Pero eran comedores de carroña, no cazadores. Sólo Dios sabía por qué se acercaban a la jaula. Se amontonaban alrededor de Rawlings, rozándole los tobillos con sus pieles toscas, lo arañaban, lo pateaban, le clavaban las garras, mordisqueaban sus tobillos.
Pisoteaba. Aprendió rápidamente que una bota apoyada justo detrás de la cabeza podía partir una columna vertebral rápida y eficazmente. Luego con una veloz patada enviaba a su víctima a un rincón de la jaula, donde los demás lo devoraban prontamente. Rawlings trabajaba siguiendo un ritmo: vuélvete, pisa, patea. Vuélvete, pisa, patea. Vuélvete, pisa, patea.