Pero, con todo, lo estaban lastimando mucho.
Durante los primeros cinco minutos apenas si tuvo tiempo de tomar aliento. Vuélvete, pisa, patea. En ese tiempo mató a unos veinte. En el fondo de la jaula había un montón de cadáveres alrededor de los cuales sus camaradas se disputaban los bocados más tiernos. Llegó un momento en que todos los animales que habían entrado en la jaula estaban ocupados con sus congéneres fallecidos y no se veían refuerzos en el exterior. Rawlings tuvo un respiro. Se agarró a los barrotes con una mano y levantó la pierna izquierda para examinar la miscelánea de cortes, mordiscos y arañazos. «¿Te darán una medalla estelar póstuma si mueres de rabia?» Su pierna estaba ensangrentada de la rodilla hasta el pie y las heridas, aunque no eran profundas, ardían y eran dolorosas. De golpe, comprendió por qué habían ido allí los comedores de carroña. Mientras descansaba tuvo tiempo de respirar hondo y olfateó el penetrante olor de la carne podrida. Casi podía verlo: el enorme cadáver de una bestia, abierto en la panza, exhibiendo los pegajosos órganos internos, unas grandes moscas negras girando por encima y quizá uno o dos gusanos circunnavegando el Monte de carne…
Allí no había nada podrido. Los animales muertos no habían tenido tiempo de descomponerse y, de todos modos, ya no quedaban más que unos pocos huesos roídos.
Rawlings comprendió que se trataba de una ilusión olfativa; una trampa creada por la jaula, evidentemente. La jaula transmitía olor a podrido. ¿Por qué? Obviamente, para atraer a las comadrejas. Una refinada forma de tortura. Se preguntó si Muller no habría sido el responsable, yendo al centro de control cercano a conectar el olor.
No tuvo más tiempo para la contemplación. Un batallón de refresco atravesaba la plaza a toda velocidad en hacia la jaula. Parecían un poco mayores, aunque no tanto como para no pasar entre los barrotes, y sus colmillos tenían un brillo de sable a la luz de las lunas. Apresuradamente, Rawlings desnucó a tres de los saciados caníbales que estaban en su jaula y, en un maravilloso rapto de inspiración, los hizo pasar entre los barrotes y los arrojó a ocho o diez metros de la jaula. Muy bien. Los recién llegados se detuvieron, resbalando, y comenzaron inmediatamente a devorar los cuerpos agonizantes que se retorcían delante de ellos. Sólo unos pocos se molestaron en entrar en la jaula, y llegaron lo suficientemente espaciados como para que Rawlings tuviera la posibilidad de atraparlos por turno y arrojarlos fuera para alimentar a la nueva horda. «A este ritmo — pensó —, si no llegan otros podré deshacerme de todos. »
Afortunadamente, dejaron de llegar. A esas alturas, había matado setenta u ochenta animales. El tufo de la matanza cubría el hedor sintético de la jaula; a causa de la batalla le dolían las piernas y su cabeza giraba como la de un borracho. Pero, por fin, la noche se había vuelto pacífica. Algunos cuerpos, que conservaban la piel, y otros, que no eran más que un armazón de huesos, yacían en un amplio círculo frente a la jaula. Un charco espeso y oscuro de sangres mezcladas manchaba una docena de metros cuadrados. Los pocos sobrevivientes se marcharon lentamente, su glotonería ya saciada, sin intentar siquiera amenazar al ocupante de la jaula. Cansado, sin fuerzas, a punto de reír o de llorar, Rawlings se aferró a los barrotes sin mirar sus piernas que latían bañadas en sangre, las sentía febriles. Se imaginó a unos extraños microorganismos soltando sus valiosos cargamentos en su torrente. Por la mañana sería un cadáver púrpura e hinchado, un mártir del exceso de astucia, del extravío de Charles Boardman ¡Qué idiotez había sido meterse en esa jaula! ¡Qué forma tan estúpida de ganar la confianza de Muller! Pero la jaula tenía alguna utilidad, comprendió súbitamente Rawlings.
Tres enormes bestias se encaminaban hacia él desde tres direcciones diferentes. Andaban como leones, pero tenían el aspecto de jabalíes: eran criaturas alargadas, con lomos fuertes, de unos cien kilos de peso. Sus cabezas eran piramidales; sus bocas estrechas soltaban babas y tenían dos juegos de dos ojos estrábicos y pequeños, a ambos lados de la cabeza, debajo de sus orejas caídas. Unos colmillos curvados hacia abajo interceptaban los caninos más pequeños y filosos que nacían en sus poderosas mandíbulas.
Los tres monstruos se inspeccionaron uno a otro con aire desconfiado y realizaron una compleja serie de evoluciones circulares que mostraban con toda claridad el problema de los tres predadores, mientras trotaban e intentaban demarcar sus respectivos territorios. Rozaron un momento el montón de cadáveres, pero era evidente que no comían carroña; estaban buscando carne viva y su desdén por los cuerpos deshechos y semidevorados era evidente. Cuando dieron por terminada su inspección se volvieron para contemplar a Rawlings, parados de tres cuartos de perfil, de modo que cada uno lo miraba fijamente con un par de ojos. Rawlings se alegró de contar con la protección de la jaula. No le hubiera gustado estar fuera, agotado y sin protección, con aquellos tipos recorriendo la ciudad en busca de la cena.
Y, por supuesto, en ese momento los barrotes de la jaula comenzaron a retirarse.
3
Muller, que llegó justo en ese momento, observó la totalidad de la escena. Se detuvo brevemente para admirar la seductora desaparición de los barrotes en los agujeros del suelo. Contempló a los tres cerdos hambrientos y el perfil aturdido y ensangrentado de Rawlings de pie frente a ellos, súbitamente indefenso.
— ¡Agáchate! — gritó Muller.
Rawlings se agachó: corrió cuatro pasos hacia la izquierda, resbaló en el pavimento cubierto de sangre y aterrizó sobre un montón de pequeños cadáveres que estaban tirados en la calle. En ese mismo momento, Muller disparó sin molestarse en conectar el visor manual; aquellos animales no eran comestibles. Tres rápidos golpes tumbaron a los jabalíes; no volvieron a moverse. Muller se dirigió hacia Rawlings, pero, en ese momento, uno de los robots del campamento de la zona F apareció, deslizándose alegremente hacia ellos. Muller maldijo en voz baja. Sacó el globo destructor del bolsillo y dirigió la abertura hacia el robot. La sonda volvió su inexpresivo cabeza a Muller mientras éste disparaba.
El robot se desintegró. Rawlings había logrado ponerse de pie.
— No debía haberlo destruido — dijo, ofuscado —. Venía a ayudarme.
— No necesitabas ayuda — dijo Muller —. ¿Puedes andar?
— Creo que sí.
— ¿Estás malherido?
— Me han mordisqueado; eso es todo. No estoy tan mal como parece.
— Ven conmigo — dijo Muller. Ya había más comedores de carroña en la plaza, que habían sido convocados por el misterioso telégrafo de la sangre. Unos bichos pequeños y llenos de dientes estaban realizando un trabajo concienzudo en los tres jabalíes. Rawlings se tambaleaba y parecía hablar solo. Olvidando su emanación, Muller lo tomó del brazo; Rawlings dio un respingo y se soltó, pero luego, como si se arrepintiera de haber sido grosero, dio el brazo a Muller. Cruzaron la plaza juntos. Rawlings temblaba y Muller no supo si se sentía mal a causa de su aventura o por la ruidosa proximidad de una mente al desnudo.
— Aquí — dijo Muller secamente.
Entraron en la celda hexagonal donde guardaba su diagnosticador. Muller selló la puerta y Rawlings se dejó caer pesadamente en el suelo desnudo. Sus cabellos rubios estaban pegados a su frente por el sudor. Su mirada era inquieta y tenía las pupilas dilatadas.
— ¿Cuánto tiempo duró el ataque? — preguntó Muller.
— Quince, veinte minutos. No lo sé. Eran cincuenta, o cien. Les rompía la nuca. Hacían un ruido cascado, ¿sabe?, como cuando uno rompe una ramita. Y luego la jaula se retiró — Rawlings rió histéricamente —. Esa fue la parte mejor. Justo había terminado de liquidar a esos pequeños bastardos y estaba recuperando el aliento y entonces llegaron los tres monstruos y, claro, la jaula se desvaneció y…