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— ¿Tú qué sabes? Eras un niño. Más niño aún que ahora. Me trataron como si fuera basura porque les mostraba lo que había en su interior. Era un espejo para sus sucias almas. ¿Por qué tendría que volver ahora? ¿Para qué los necesito? Cerdos. Los vi tal como son durante esos pocos meses que estuve en la tierra, después de Beta Hydri IV. La forma en que me miraban, la sonrisa nerviosa mientras retrocedían. «Sí, señor Muller. » «Claro, señor Muller. » «Por favor, señor Muller, no se acerque tanto. » Ven por aquí alguna noche y te enseñaré las constelaciones de Lemnos, chico. Yo mismo las he bautizado. La Daga, larga y afilada. Está a punto de clavarse en la espalda. Y la Saeta. Y también puedes ver el Mono y el Sapo; están mezcladas. La misma estrella está en la frente del Sapo y en el ojo izquierdo del Mono, Esa estrella, amigo mío, es el Sol. Una estrellita amarilla y fea, color vómito. Cuyos planetas están poblados por unas gentecitas feas que se han esparcido por el universo como si fueran gotas de orina.

— ¿Puedo decir algo que podría ofenderle? — preguntó Rawlings.

— No puedes ofenderme. Pero puedes intentarlo.

— Creo que su punto de vista está distorsionado. Después de tantos años aquí, ha perdido la perspectiva.

— No. Por primera vez he visto con claridad.

— Usted culpa a la humanidad por ser humana, pero no es fácil aceptar a alguien como usted. Si usted estuviera sentado aquí, en mi lugar, y yo en el suyo, lo comprendería. Duele estar cerca de usted. Duele. En este mismo momento siento que cada uno de mis nervios me hace daño. Si me acercara más, sentiría ganas de llorar. No puede pretender que la gente se adapte rápidamente a una cosa así. Ni siquiera sus seres queridos…

— No tenía seres queridos.

— ¿No estaba casado?

— Terminado.

— Un vínculo, entonces.

— Cuando volví, no podía soportarme.

— ¿Amigos?

— Huyeron — dijo Muller —. Huyeron a toda velocidad sobre sus seis patas.

— Es que no les dio tiempo.

— Todo el necesario.

— No — persistió Rawlings, que cambiaba de postura, incómodo, en su asiento —. Ahora voy a decir una cosa que no va a gustarle, Dick. Lo siento mucho, pero tengo que hacerlo. Lo que me está diciendo es lo mismo que solía oír en la universidad. Cinismo estudiantil. Usted dice que el mundo es despreciable. Maldad, maldad, maldad. Usted ha visto la verdadera naturaleza de la humanidad y no quiere tener nada más que ver con ella. Todo el mundo dice esas cosas a los dieciocho años. Pero es una etapa que se supera, la confusión de la adolescencia, y descubrimos que el mundo es un lugar bastante decente, que la gente trata de hacer las cosas bien, que no somos perfectos, pero no odiosos…

— Un chico de dieciocho años no tiene derecho a pensar así. Yo llegué a mis odios por el camino más difícil.

— Pero ¿por qué se aferra a ellos? Parece que disfrutara con su propia miseria. ¡Suéltese! ¡Libérese! Vuelva a la Tierra con nosotros y olvide el pasado. O, por lo menos, perdone.

— Ni olvido ni perdón — dijo Muller enfurruñado.

Un temblor de pánico le estremeció. ¿Y si fuera cierto? ¿Una cura genuina? ¿Dejar Lemnos? Se sentía un poco incómodo. El chico había dado en el blanco con esa frase sobre el cinismo estudiantil. Lo era. «¿Soy un misántropo? Una pose. Me forzó a adoptarla. Razones polémicas. Ahora me ahogo en mi propia testarudez. Pero no existe la cura. El chico es transparente; está mintiendo, aunque no sé por qué. Quiere atraparme, meterme dentro de su nave. Pero ¿y si fuera cierto? ¿Por qué no volver?» Muller conocía la respuesta. Lo que le retenía era el miedo. Miedo de ver los millones de habitantes de la Tierra. De entrar en el torrente de la vida. Nueve años en una isla desierta; temía el regreso. Cayó en una profunda depresión, reconociendo algunas verdades desagradables. El hombre que había querido ser un dios no era más que un neurótico patético que se aferraba a su aislamiento y escupía sus desafíos a un posible salvador. «Triste — pensó Muller —. Muy triste. »

— Siento que el tono de sus pensamientos está cambiando — dijo Rawlings.

— ¿Puedes distinguirlo?

— Bueno, no es nada especifico. Pero antes estaba enfadado y amargado. Ahora estoy recibiendo algo… como ansiedad.

— Nadie me dijo nunca que se podían distinguir matices — dijo Muller, maravillado —. Bueno, no me dijo gran cosa. Sólo que era doloroso estar cerca de mí. Desagradable.

— Pero ¿por qué se puso ansioso hace un momento? Si es que lo hizo. ¿Pensó en la Tierra?

Muller quiso remendar a toda prisa las grietas de su armadura. Su rostro se oscureció. Apretó los dientes. Se puso de pie y se acercó deliberadamente a Rawlings observando cómo el muchacho luchaba por ocultar su incomodidad. Muller dijo:

— Creo que será mejor que sigas con tu arqueología, Ned. Tus amigos se enfadarán de nuevo.

— Todavía tengo tiempo.

— No, no lo tienes. ¡Vete!

3

Contrariando las órdenes expresas de Charles Boardman, Rawlings insistió en volver hasta el campamento de la zona F. El pretexto fue que debía entregarle a Boardman el nuevo frasco de licor que, finalmente, había obtenido de Muller. Boardman quería que uno de sus hombres recogiera el frasco, para que Rawlings no tuviera que afrontar las trampas de la zona F. Pero Rawlings necesitaba del contacto personal. Estaba demasiado conmovido y su determinación estaba derrumbándose.

Cuando llegó, Boardman estaba cenando. Una pulida mesa de madera oscura taraceada con maderas más claras, cubierta con un elegante juego de porcelana, sostenía las frutas escarchadas, las verduras al coñac, los extractos de carne y los zumos picantes que estaba bebiendo. Una jarra de vino color verde oliva estaba al alcance de su mano carnosa. Había unas misteriosas píldoras de varios tipos en las concavidades de un bloque oblongo de cristal negro; de cuando en cuando, Boardman tragaba una. Rawlings estuvo un largo rato en la puerta antes de que Boardman pareciera darse cuenta de su presencia.

— Te dije que no vinieras, Ned — dijo finalmente.

— Muller le envía esto. — Rawlings puso el frasco al lado de la jarra de vino.

— Podríamos haber hablado sin necesidad de esta visita.

— Estoy cansado de eso. Necesitaba verle.

Boardman no le dijo que se sentara ni interrumpió su cena.

— Charles, creo que no puedo seguir mintiendo.

— Hoy hiciste un excelente trabajo — dijo Boardman, mientras bebía un sorbo de vino —. Muy convincente.

— Sí. Estoy aprendiendo a decir mentiras. Pero ¿para qué sirven? Usted le oyó. La humanidad le repugna. Aunque le saquemos del laberinto no va a cooperar.

— No es sincero. Tú mismo lo dijiste, Ned. Cinismo barato. Ese hombre ama a la humanidad, por eso está tan amargado, porque su amor se puso agrio en su boca. Pero no se ha convertido en odio. En realidad, no.

— Usted no estaba allí, Charles. Usted no habló con él.

— Miré. Escuché. Y hace más de cuarenta años que conozco a Dick Muller.

— Pero los últimos nueve años son los que cuentan, le han cambiado. — Rawlings se puso en cuclillas para estar al mismo nivel que Boardman. Boardman pescó una pera escarchada con el tenedor y la lanzó con gesto ocioso hacia su boca.

«Me está ignorando a propósito», pensó Rawlings.

— Charles, estoy hablando en serio. He ido allí y le he dicho unas mentiras monstruosas. Le he ofrecido una cura fraudulenta y me la arrojó a la cara.

— Diciendo que no creía en su existencia. Pero si que cree en ella, Ned. Es que teme dejar su escondrijo.

— Por favor, escúcheme. Supongamos que cree lo que le dije. Supongamos que sale del laberinto y se pone en nuestras manos. Y entonces, ¿qué? ¿Quién se encargará de decirle que no hay tal cura, que le hemos engañado desvergonzadamente, que sólo queremos que sea nuestro embajador una vez más, que visite a un grupo de extraterrestres veinte veces más raros y cincuenta veces más peligrosos que los que arruinaron su vida? ¡Yo no voy a comunicarle esas noticias!