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Dejándose caer de rodillas, Muller dibujó el teorema de Pitágoras en la tierra húmeda y blanda.

Levantó la mirada y sonrió.

— Un concepto básico de geometría. Una forma de pensamiento universal.

Sus narices verticales como tajos parecieron agitarse. Inclinaron sus cabezas. Imaginó que estaban intercambiando miradas pensativas. Con los ojos formando un círculo alrededor de sus cabezas, no necesitaban cambiar de posición para hacerlo.

— Permitidme exhibir otras pruebas de nuestro parentesco — dijo Muller.

Trazó una línea en el suelo. A una corta distancia, trazó dos líneas más. A una distancia mayor trazó tres líneas. Añadió los signos: I + II = III.

— Lo llamamos adición — dijo.

Los brazos articulados se balancearon. Dos miembros de su público se tocaron. Muller recordó cómo habían destruido el ojo espía en cuanto lo descubrieron, sin tomarse la molestia de examinarlo. Estaba preparado para la misma reacción. Pero en cambio, le estaban escuchando. Era un signo prometedor. Se puso de pie y señalo las marcas que había hecho en el suelo.

— Ahora os toca a vosotros — dijo. Hablaba en voz muy alta y sonriendo — Demostradme que habéis entendido. Habladme en el lenguaje universal de las matemáticas.

Al principio no hubo respuesta.

Señaló nuevamente. Indicó sus signos y luego extendió la mano con la palma hacia arriba hacia el hidrano que estaba más cerca.

Después de una larga pausa, uno de los otros hidranos se movió fluidamente hacia adelante y dejó que uno de sus pies zócalo en forma de esfera quedara sobre las líneas del suelo. La pierna se movió ligeramente y las líneas se borraron a medida que el hidrano alisaba el suelo.

— Muy bien — dijo Muller —. Ahora dibuja tú. El hidrano volvió a su sitio en el círculo. — Muy bien — dijo Muller —. Hay otro lenguaje universal, espero que esto no ofenda a vuestros oídos.

Sacó un grabador soprano de su bolsillo y lo puso entre sus labios. Era muy incómodo tocar a través de la capa filtrante. Tomó aliento y tocó una escala diatónica. Los miembros de los hidranos se agitaron levemente. Entonces oían o, al menos, percibían las vibraciones. Tocó otra escala diatónica en tono menor. Luego intentó una escala cromática. Parecieron un poco más agitados. «Buenos chicos — pensó —; sois entendidos. Quizá la escala diatónica armoniza mejor con este planeta brumoso. » Tocó nuevamente las dos y, por si acaso, les hizo escuchar un trozo de Debussy.

— ¿Entendéis? — Preguntó.

Parecían estar discutiendo algo.

Dieron la vuelta y se alejaron.

Trató de seguirles. No podía mantener el mismo ritmo y pronto les perdió de vista en el bosque neblinoso y oscuro, pero perseveró y les encontró agrupados, como si estuvieran aguardándole, un poco más adelante. Cuando se acercó a ellos, echaron a andar de nuevo. De esa forma le guiaron, espasmódicamente, hasta su ciudad.

Subsistió comiendo sintéticos. El análisis químico demostró que no sería prudente comer los productos locales.

Dibujó muchas veces el teorema de Pitágoras. Demostró una variedad de procesos aritméticos. Interpretó a Bach y a Schonnberg. Construyó triángulos equiláteros. Se aventuró en la geometría de los sólidos. Cantó. Habló francés, ruso y mandarín, además de inglés, para mostrarles la diversidad de las lenguas humanas. Les enseñó la tabla de los elementos periódicos. Después de seis meses no sabía más acerca de sus mentes que una hora antes de aterrizar. Toleraban su presencia, pero no le decían nada y menudo se comunicaban entre sí era sobre todo por medio de gestos rápidos y vagos, roces de las manos, temblores de las ranuras olfativas. Aparentemente poseían un lenguaje hablado, Pero era tan suave que no podía ni empezar a distinguir palabras ni sílabas. Grabó todo lo que pudo oír, por supuesto.

En un momento dado se cansaron y fueron por él.

Durmió.

Y no descubrió hasta mucho después lo que le habían hecho mientras dormía.

2

Tenía dieciocho años y estaba desnudo bajo las estrellas de California. El cielo brillaba. Sintió que al alargaba el brazo podría tocar las estrellas y arrancarlas.

Ser un dios. Poseer todo el universo.

Se volvió hacia ella. Su cuerpo era fresco y esbelto; estaba ligeramente tenso. Acarició sus pechos, dejó vagar la mano sobre su vientre plano. Ella se estremeció.

— Dick — dijo —. Oh… «Ser un dios», pensó él. La besó suavemente y luego no tan suavemente.

— Espera — dijo ella —. Aún no estoy lista.

El esperó. La ayudó a estar lista o hizo las cosas que le parecieron adecuadas para eso, y pronto la chica comenzó a jadear. Dijo su nombre nuevamente. ¿Cuántas estrellas puede recorrer un hombre en su vida? Si cada estrella tiene un promedio de veinte planetas y hay cien millones de estrellas dentro de una esfera galáctica de X años luz de diámetro… Ella abrió los muslos. Él cerró los ojos y sintió las agujas secas de los pinos en las rodillas y los codos. Ella no era la primera, pero era la primera que importaba. Cuando el relámpago desgarró su cerebro tuvo conciencia de su respuesta, vacilante primero, vigorosa después. La intensidad de la reacción le asustó, pero sólo durante un momento y cabalgó con ella hasta el final.

Ser un dios debía ser parecido a esto.

Rodaron. Él señaló las estrellas y le dijo sus nombres; la mitad estaban equivocados, pero ella no tenía por qué saberlo. Compartió sus sueños con ella. Después hicieron el amor por segunda vez y fue aún mejor.

Él deseaba que lloviera, para poder bailar bajo la lluvia, pero el cielo estaba despejado. En cambio, fueron a nadar y salieron temblando, riendo. Cuando la llevó a casa, la chica tomó su píldora con Chartreuse y él le dijo que la amaba.

Durante varios años se enviaron tarjetas por Navidad.

3

El octavo mundo de Alfa Centauri B era un gigante gaseoso con un núcleo de poca densidad y una gravedad no mucho más incómoda que la de la tierra. Muller había pasado allí su segunda luna de miel. En parte había sido un viaje de negocios, porque había problemas con los colonizadores del sexto planeta, quienes estaban hablando de instalar un efecto de torbellino que absorbería la mayor parte de la útil atmósfera del octavo mundo para usarla como materia prima.

Las negociaciones de Muller con los nativos fueron bastante fructíferas. Les convenció de que aceptaran un sistema cuotas para sus explotaciones atmosféricas y hasta se ganó sus alabanzas por la pequeña lección de moral interplanetario que les administró. Después, él y Nola fueron invitados por el Gobierno a pasar sus vacaciones en el octavo mundo. A diferencia de Lorayn, a Nola le gustaba viajar. Le acompañaría en muchos de sus viajes.

Llevando trajes botadores, nadaron en un lago de metano helado. Corrieron riendo por costas de amoníaco. Nola era tan alta como él, de piernas fuertes, cabellos rojo oscuro y ojos verdes. Se abrazaron en un cuarto tibio cuyas ventanas colgaban sobre un mar olvidado que se extendía cientos de miles de kilómetros.

— Para siempre — dijo ella.

— Sí. Para siempre.

Antes de que terminara la semana tuvieron una pelea muy dura. Pero era sólo un juego; cuanto más fieramente discutían más apasionada era la reconciliación. Durante un tiempo. Luego ni se molestaban en pelear. Cuando venció la opción matrimonial, ninguno de los dos quiso renovarla. Tiempo después, cuando su fama creció, recibió algunas cartas amistosas de ella. Había intentado verla cuando volvió de Beta Hydri IV a la Tierra. Pensó que Nola le ayudaría. Ella no le volvería la espalda, por los viejos tiempos.

Pero estaba pasando las vacaciones en Vesta, con su séptimo marido. Muller lo supo a través de su quinto marido. Él había sido el tercero. No la llamó. Comprendió que sería inútil.