— No lo creo — replicó Rawlings —. Pensaba lo que decía.
— ¿Estuviste a su lado y no sentiste nada?
— Nada. Ya no lo tiene.
— ¿Y él lo sabe?
— Sí.
— Entonces saldrá — dijo Boardman —. Le vigilaremos, y cuando pida que le saquen de Lemnos lo haremos. Más pronto o más tarde, volverá a necesitar de los demás. Le han pasado tantas cosas que necesita pensar en todo, y cree que el laberinto es el mejor sitio para eso. Todavía no está preparado para volver a emprender una vida normal. Dale dos años, tres, cuatro. Saldrá. Los dos grupos de seres extraterrestres se han anulado mutuamente y es apto para volver a la sociedad humana.
— Creo que no — dijo Rawlings en voz baja —. No creo que se hayan anulado con tanta exactitud. Charles, creo que él ya… no es humano.
Boardman rió.
— ¿Quieres que apostemos? Te doy cinco a uno a que Muller saldrá voluntariamente del laberinto antes de cinco años.
— Bueno…
— Apostado, entonces.
Rawlings salió de la oficina del anciano. Ya era noche. Cruzó el puente que había fuera del edificio. Dentro de una hora estaría cenando con una persona cálida y más dispuesta, que estaba totalmente deslumbrada por su relación con el famoso Ned Rawlings. Era una buena oyente que le estimulaba a contar historias de hechos audaces y asentía gravemente cuando hablaba de los desafíos del futuro. Además, era buena en la cama.
Se detuvo en el puente para mirar las estrellas.
Un millón de millones de resplandecientes puntos luminosos brillaban en el cielo. Allá estaban Lemnos y Beta Hydri IV y los mundos ocupados por los seres radiales y todos los dominios del hombre y hasta la galaxia de los otros, invisible, pero real. Allá había un laberinto en una ancha llanura y un bosque de árboles esponjosos de centenares de metros de altura y mil planetas donde estaban sembradas las jóvenes ciudades de los terrestres y un extraño tanque en órbita alrededor de un mundo sojuzgado. En el tanque yacía algo insoportablemente extraño. En los mil planetas vivían hombres preocupados que temían al futuro. Bajo los árboles esponjosos andaban gráciles criaturas silenciosas con muchos brazos. En el laberinto, reposaba un… hombre.
«Quizá — pensó Rawlings —, dentro de un año o dos iré a visitar a Muller. »
Era muy pronto para predecir el rumbo que tomarían los acontecimientos. Nadie sabía cómo estaban reaccionando los seres radiales, si es que llegaban reaccionar, a las cosas que habían aprendido de Richard Muller. El papel de los hidranos, los esfuerzos del hombre por defenderse, la salida de Muller del laberinto, eran misterios, incógnitas variables. Era excitante y causaba un poco de temor pensar que viviría los tiempos difíciles que se aproximaban.
Atravesó el puente. Vio las naves espaciales que perturbaban la oscuridad. Se quedó inmóvil, sintiendo la atracción de las estrellas. Todo el universo tiraba de él, cada estrella ejercía un poder finito. El resplandor del cielo le deslumbraba. Había senderos abiertos que le atraían Pensó en el hombre del laberinto. También pensó en la chica esbelta y apasionada, de ojos oscuros, cuyo cuerpo le aguardaba.
Súbitamente fue Dick Muller, cuando tenía veinticuatro años y la galaxia podía ser suya si se lo proponía. «¿Eras tan diferente de mí? — se preguntó —. ¿Que sentías cuando levantabas la vista y mirabas las estrellas? ¿Dónde te golpeaban? Aquí. Aquí. Donde me golpean a mí. Y fuiste allá. Y encontraste. Y perdiste. Y encontraste otra cosa. ¿Recuerdas, Dick, cómo sentías entonces? ¿En qué pensarás esta noche, en tu ventoso laberinto? ¿Recuerdas? ¿Por qué te alejaste de nosotros, Dick? ¿En qué te has transformado?»
Se apresuró al encuentro de la chica que aguardaba. Bebieron vino nuevo, picante, eléctrico. Sonrieron a la luz de una vela que vacilaba. Más tarde ella se entregó suavemente, y más tarde aún estuvieron en un balcón, muy juntos, mirando la mayor de las ciudades humanas. Las luces se estiraban hasta el infinito, se alzaban hasta encontrarse con esas otras luces de arriba. Deslizó su brazo alrededor de ella y apoyó la mano en su piel desnuda y la apretó contra sí.
— ¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez? — preguntó ella.
— Cuatro días más.
— ¿Y cuándo volverás?
— Cuando termine mi trabajo.
— Ned, ¿nunca vas a descansar? ¿Nunca vas a decir, ya basta, no saldré más, elegiré un planeta y me quedaré en él?
— Sí — respondió vagamente —. Supongo que algún día. Dentro de un tiempo.
— No lo piensas en serio. Lo dices. Ninguno de vosotros se asienta nunca.
— No podemos — murmuró él —. Seguimos adelante. Siempre hay más mundos…, nuevos soles…
— Eres demasiado. Quieres todo el universo. Eso no está bien, Ned. Hay que aceptar un limite.
— Sí — dijo él —. Tienes razón. Sé que tienes razón.
Sus dedos viajaron sobre una piel suave como la seda. Ella se estremeció. Él dijo:
— Hacemos lo que tenemos que hacer. Tratamos de aprender de los errores ajenos. Servimos nuestra causa. Intentamos ser honestos con nosotros mismos. ¿De qué otro modo podría ser?
— El hombre que volvió al laberinto…
— …Es feliz — dijo Rawlings. — Está siguiendo el caminó que él mismo eligió.
— ¿Cómo puede ser?
— No puedo explicarlo.
— Debe de odiarnos mucho a todos para volver la espalda al universo de esa forma.
— Está más allá del odio — dijo Rawlings —. De alguna manera. Está en paz. Sea lo que sea.
— ¿Sea lo que sea?
— Si — dijo él dulcemente.
Sintió el frío de la medianoche y la llevó dentro. Se quedaron junto a la cama. La vela estaba casi totalmente consumida. La besó solemnemente y pensó nuevamente en Dick Muller y se preguntó qué laberinto le estaba aguardando al final de su propio sendero. La tomó en sus brazos y sintió la presión de su cuerpo contra su propia piel. Se acostaron. Las manos de Ned buscaron, aferraron, acariciaron. La respiración de ella se transformó en un jadeo.
«Dick, cuando le vea nuevamente tendré mucho que decirle», pensó.
— ¿Por qué volvió a encerrarse en el laberinto? — preguntó ella.
— Por la misma razón que fue a ver a seres extraños. Por la razón que sucedió todo.
— ¿Y cuál era esa razón?
— Amaba a la humanidad — dijo Rawlings.
Era un epitafio tan bueno como otro cualquiera. Apretó con fuerza a la joven. Pero se marchó antes del amanecer.
Título originaclass="underline" The man in the maze
Traducción: Beatriz Podestá
© 1969 by Robert Silverberg
© 1982 Editorial Bruguera S.A. Av. Infanta Carlota, 129 — Barcelona
ISBN 84-02-09168-7
Edición electrónica de Sadrac
Corrección de «Cuervo López»