Había tratado de no dejar rastros de su paradero cuando huyó de la Tierra. Había viajado en una nave alquilada, llenando un formularlo de vuelo engañoso, vía Sigma Draconis. Cierto que durante su trayectoria hiperespacial había tenido que pasar por seis puestos de control, pero a todos les había mostrado un itinerario simulado de un periplo galáctico cuidadosamente preparado para despistar a los controladores.
Una comprobación rutinaria de todas las posiciones de control revelaría que las posiciones que había dado Muller sucesivamente carecían de sentido, pero había apostado a que conseguiría completar su vuelo y desaparecer antes de que se hiciera uno de tales controles. Evidentemente había ganado su apuesta, ya que ninguna nave de intercepción le había seguido.
Al salir de la trayectoria hiperespacial cerca de Lemnos, había efectuado la última maniobra evasiva, dejando su nave en una órbita de estacionamiento y bajando en una cápsula de eyección. Una bomba disruptora, programada anticipadamente, había hecho estallar la nave en moléculas y había enviado los fragmentos en millones de órbitas diferentes por todo el universo. ¡Se necesitaría un computador muy sutil para calcular un nexo probable entre los fragmentos! La bomba estaba calculada para crear cincuenta vectores falsos por metro cuadrado de superficie de explosión, una garantía virtual de que ningún rastreo podía ser eficaz dentro de un lapso de tiempo corto. Muller sólo necesitaba un corto lapso corto…, unos sesenta años. Tenía cerca de sesenta años cuando dejó la Tierra. Normalmente podría haber aspirado a otro siglo de vida vigorosa, pero careciendo de servicios Médicos y cuidándose sólo con un diagnosticador barato, tendría suerte si llegaba a los ciento diez o ciento veinte, sesenta años de soledad y una muerte tranquila y privada; eso era lo único que pretenda. Pero ahora su soledad había sido interrumpida, al cabo de sólo nueve años.
¿Es que habían conseguido encontrar su rastro?
Muller no lo creía. Por un lado, había tomado todas las precauciones antirrastreo posibles. Por otro, no tenían razones para perseguirlo. No era un fugitivo que debía ser llevado ante la justicia. Era simplemente un hombre que padecía una afección repugnante, una abominación para sus congéneres, y, sin duda, la Tierra se alegraba de haberse librado de él. Era una vergüenza y un reproche para ellos, un manantial de culpa y dolor, un aguijón para la conciencia planetaria. Lo más bondadoso que podía hacer por sus semejantes era quitarse de en medio y lo había hecho tan completamente como le fue posible. Era inverosímil que se esforzaran por buscar a una persona tan odiosa.
Pero entonces, ¿quiénes eran los intrusos?
Arqueólogos, sospechaba. Las ruinas de la ciudad de Lemnos seguían teniendo una mágica fascinación para ellos, para todos ellos. Muller había confiado en que los riesgos del laberinto seguirían manteniendo a distancia a los hombres. Había sido descubierto un siglo antes, pero, antes de su llegada, Lemnos había sido rehuido, por muy buenas razones. Muller había visto muchas veces los cadáveres de quienes habían intentado entrar en el laberinto y habían fracasado. El mismo había ido allí impulsado en parte por un instinto suicida, en parte a causa del deseo irreprimible de entrar y desvelar el secreto del laberinto, y en parte sabiendo que si lograba entrar no era probable que su retiro fuera violado. Ahora estaba dentro, pero habían llegado los intrusos.
«No entrarán», se dijo Muller.
Cómodamente instalado en el núcleo del laberinto, tenía a su disposición suficientes sensores como para seguir, de forma imprecisa, los progresos de cualquier ser vivo que estuviese fuera. De esa forma podía estudiar los movimientos de los animales que iban de una a otra zona, y también los de las grandes bestias peligrosas. Dentro de ciertos límites, podía controlar las insidias del laberinto, que normalmente no eran mas que trampas pasivas, pero que, en condiciones adecuadas, podían ser empleadas de forma agresiva contra un enemigo. Más de una vez, Muller había arrojado a algún carnívoro del tamaño de un elefante dentro de un pozo subterráneo mientras galopaba por la zona D. Se preguntó si usaría esas defensas contra seres humanos si lograban llegar hasta allí y no supo que responder. En realidad no odiaba a su especie; simplemente prefería que lo dejaran solo en lo que podía llamar paz.
Miró las pantallas. Ocupaba una celda hexagonal que, al parecer, era una de las unidades de vivienda de la parte central de la ciudad. Estaba equipada con un muro de pantallas visoras. Le había llevado más de un año descubrir qué partes del laberinto correspondían a las imágenes de las pantallas, pero colocando marcas con mucha paciencia había logrado emparejar las apagadas imágenes con la brillante realidad. Las seis pantallas bajas le proporcionaban imágenes de áreas de las zonas A hasta la F; las cámaras (o lo que fuere) oscilaban en un arco de 180º, permitiendo que los misteriosos ojos ocultos patrullaran toda la región que rodeaba cada una de las entradas. Como sólo una entrada proporcionaba un paso seguro a la zona siguiente y todas las otras eran letales, las pantallas permitían a Muller vigilar los avances de cualquier merodeador. No importaba que sucediera algo en alguna de las entradas falsas; quien persistiera, moriría.
Las pantallas siete a diez, situadas en la parte superior de la pared, transmitían imágenes que correspondían a las zonas G y H, los más exteriores, grandes y mortíferas del laberinto. Muller no había querido tomarse el trabajo de volver a esas zonas para comprobar su teoría en detalles; suponía que las pantallas reproducían puntos de las zonas exteriores y no valía la pena volver allí para descubrir el punto exacto en que estaban montadas las cámaras. En cuanto a las pantallas once y doce, obviamente, mostraban vistas de la llanura que rodeaba el Laberinto; la llanura que ahora ocupaba una nave espacial terrestre.
Pocos de los artefactos que habían dejado los antiguos constructores de la ciudad eran tan informativos. Montada sobre unas gradas, en el centro de la plaza principal de la ciudad, y protegida por una bóveda de cristal, había una piedra del color de un rubí con doce facetas; en su interior, un mecanismo parecido a un intrincado obturador sonaba y latía. Muller sospechaba que era algún tipo de reloj, conectado a un oscilador nuclear, que señalaba las unidades de tiempo que emplearon sus creadores. Periódicamente, la piedra sufría cambios temporales su superficie se nublaba, su tonalidad se oscurecía, viviéndose azul o negra, y se balanceaba. Las cuidadosas anotaciones de Muller no habían conseguido revelar el significado de esos cambios. Ni siquiera había podido analizar su periodicidad. Las metamorfosis no eran arbitrarias, pero las pautas que las gobernaban no estaban a su alcance.
En las ocho esquinas de la plaza había unas columnas metálicas que se adelgazaban suavemente hacia arriba y tenían seis metros de altura. Esas columnas describían una vuelta completa en un año, de modo que parecían calendarios que se movían sobre unas bases invisibles. Muller sabía que completaban una revolución en cada período de treinta meses, el tiempo que demoraba Lemnos en dar una vuelta alrededor de su oscuro sol naranja, pero sospechaba que esos pilotes resplandecientes tenían alguna finalidad más profunda. Ocupaba buena parte de su tiempo intentando descubrirla.
Cuidadosamente separadas, en las calles de la zona A había unas jaulas cuyos barrotes eran de una piedra parecida al alabastro. Muller no sabía cómo abrir las jaulas, pero dos veces durante sus años allí se había despertado y había encontrado los barrotes metidos dentro del pavimento de piedra y las jaulas abiertas. La primera vez habían quedado abiertas durante tres días; luego los barrotes habían vuelto a su posición mientras él dormía, sin mostrar ninguna junta donde pudieran haberse separado. Las jaulas se abrieron nuevamente, pocos años después, Muller vigiló constantemente, tratando de descubrir el secreto de su mecanismo, pero durante la cuarta noche se adormiló el tiempo justo para perderse el momento del cierre.