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El acueducto era igualmente misterioso. Alrededor de la zona B corría un canal cerrado, que quizá era de ónice, con espitas angulares, dispuestas cada cincuenta metros. Cuando cualquier clase de recipiente — hasta una mano ahuecada — era colocada debajo de una espita, de ésta manaba agua pura. Pero cuando Muller intentó meter un dedo en una de espitas no encontró ninguna abertura, ni pudo ver ninguna mientras manaba el agua; era como si el líquido brotara a través de un trozo de piedra permeable, cosa que resultó difícil de aceptar a Muller. Pero el agua era bienvenida.

Le resultaba sorprendente que la mayor parte de la ciudad hubiese sobrevivido. A partir de un estudio de los artefactos y los esqueletos que habían encontrado fuera del laberinto de Lemnos, los arqueólogos habían llegado a la conclusión de que hacia más de un millón de años que no había vida inteligente allí; o quizá fueran cinco o seis millones de años. Muller era solamente un arqueólogo aficionado, pero tenía suficiente experiencia de campo como para conocer los efectos del paso del tiempo. Los fósiles de la llanura eran evidentemente muy antiguos, y la estratificación de las murallas exteriores de la ciudad mostraba que el laberinto era contemporáneo de esos fósiles.

Sin embargo, la mayor parte de la ciudad, supuestamente construida antes de la aparición del hombre en la Tierra, parecía intocada por las edades. El tiempo seco podía explicarlo en parte; no había tormentas, y no había llovido desde la llegada de Muller. Pero el viento y la arena que arrastraba podían erosionar las paredes y el suelo en un millón de años, y no había signos de erosión. Ni se había acumulado la arena en las calles de la ciudad. Muller sabía por qué. Unas bombas ocultas recogían toda la basura, manteniendo la ciudad inmaculada. Había juntado un puñado de tierra en los arriates de los jardines y la había tirado por aquí y por allá. A los pocos minutos los montoncitos de tierra habían comenzado a deslizarse por el pulimentado pavimento y se habían desvanecido por unas muescas que se abrieron y se cerraron brevemente en el ángulo entre los edificios y el suelo.

Era evidente que bajo la ciudad había una red de inconcebibles maquinarias; aparatos de limpieza indestructibles que protegían la ciudad de los estragos del tiempo. Pero Muller no había podido llegar hasta esa red. Carecía del equipo necesario para romper el pavimento, que parecía invulnerable. Con herramientas improvisadas había excavado en los jardines, tratando de llegar hasta la estructura subterránea, pero aunque uno de sus pozos alcanzó los tres metros de profundidad y otro fue aún más hondo, no había encontrado más que tierra. Sin embargo, los guardianes ocultos debían de estar allí: los instrumentos que hacían funcionar los visores, barrían las calles, reparaban las mamposterías y controlaban las trampas asesinas, agazapadas en las zonas periféricas del laberinto.

Era difícil imaginar una raza capaz de construir una ciudad como aquélla, una ciudad prevista para durar millones de años. Y era aún más difícil imaginar las razones de su desaparición. Suponiendo que los fósiles que se habían hallado en los cementerios situados fuera de las murallas pertenecieran a los constructores — y la suposición podía ser errónea —, la ciudad había sido erigida por unos fornidos humanoides que medían un metro cincuenta, tenían un tórax y unos hombros muy anchos, ocho largos dedos en cada mano y piernas cortas con dos articulaciones.

Habían desaparecido de los mundos conocidos del universo y no se había encontrado nada que se les pareciera en ningún otro sistema; quizá se hubiesen retirado a alguna galaxia lejana a la que el hombre no había llegado aún. O, posiblemente, su raza nunca salió al espacio, sino que evolucionó y pereció en Lemnos, dejando la ciudad como su único monumento.

El resto del planeta no mostraba trazas de habitación, aunque se habían descubierto cementerios, cuyo número disminuía a medida que se alejaban de la ciudad, en un radio de mil kilómetros. Quizá los años hubieran erosionado todas las ciudades menos aquélla. Quizá aquélla, que podría haber albergado hasta a un millón de personas, había sido su única ciudad. No había pistas que explicaran su desaparición. El diabólico ingenio del laberinto sugería que en sus últimos días habían sido hostigados por enemigos y se habían refugiado en su fortaleza, pero Muller sabía que también esa hipótesis era pura especulación, por lo que sabía, el laberinto no era más que un brote de paranoia cultural y no tenía relación con la existencia de una amenaza externa.

¿Acaso habrían sido invadidos por seres para los que el laberinto no representaba un problema, y habían sido asesinados en sus elegantes calles y barridos por la barredora mecánica? Era imposible saberlo. Habían desaparecido. Cuando entró en su ciudad, Muller la encontró silenciosa y desolada, como si nunca hubiese albergado la vida; una ciudad automática, estéril, perfecta. Sólo la habitaban animales que habían dispuesto de un millón de años para encontrar el camino de entrada al laberinto y tomar posesión de él. Muller había contado unas dos docenas de especies de mamíferos de tamaños que iban desde el de una rata hasta el de un elefante. Había herbívoros que comían la hierba de los jardines y cazadores que se alimentaban de los herbívoros; el equilibrio ecológico era perfecto. La ciudad dentro del laberinto era como la Babilonia de Isafas: «Bestias salvajes del desierto yacerán en ella y sus casas estarán llenas de fúnebres criaturas; y los búhos residirán allí y danzarán los sátiros.»

Ahora la ciudad era suya. Disponía del resto de su vida para explorar sus misterios.

Habían venido otros, y no todos habían sido humanos. Cuando penetró en el laberinto, Muller había encontrado los restos de los que no habían dado con el camino. Había visto un montón de esqueletos humanos en las zonas H, G y F. Tres hombres habían llegado hasta E y uno hasta D. Muller ya contaba con hallar restos humanos; en cambio le sorprendió ver una gran colección de huesos extraños. En G había encontrado lo que quedaba de grandes criaturas con aspecto de dragones, vestidas aún con los harapos de sus trajes espaciales. Algún día la curiosidad triunfaría sobre el miedo y volvería hasta allí, a echarles un segundo vistazo. Más cerca del núcleo yacía un amplio surtido de formas de vida; la mayoría eran humanoides, pero se desviaban de la estructura normal. Muller no podía imaginar cuánto hacía que habían llegado; aun en un clima seco, ¿cuántos siglos puede durar un esqueleto expuesto al aire? Aquel osario galáctico era un recordatorio de algo que Muller ya sabía muy bien: a pesar de la experiencia de los dos primeros siglos de viajes extrasolares, en los que no se había hallado ninguna raza extraterrestre inteligente, el universo estaba lleno de formas de vida y, antes o después, el hombre las encontraría. El osario de Lemnos contenta reliquias de una docena de razas diferentes, por lo menos. Muller se sentía muy halagado al saber que, al parecer, era el único que había llegado al centro del laberinto; en cambio, la diversidad de pueblos del universo no le alegraba, ya había tenido su ración de moradores de la galaxia.

Pasaron varios años antes de que se percatara de que la presencia de restos de seres inteligentes dentro del laberinto era contradictoria. Sabía que el mecanismo de la ciudad limpiaba incansablemente, haciendo desaparecer tanto las motas de polvo como los huesos de los animales que mataban para alimentarse. Pero los esqueletos de los eventuales invasores del laberinto permanecían en el sitio donde habían caído. ¿Por qué esa violación de la limpieza? ¿Por qué arrastrar el cadáver de un carnívoro del tamaño de un elefante que había tropezado con un surtidor de energía y dejar los restos de un dragón muerto por el mismo surtidor? ¿Porque el dragón llevaba un traje protector y, por lo tanto, era inteligente? Muller dedujo al fin que los cuerpos de los seres racionales eran dejados allí deliberadamente.